Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Atravesó como un huracán la cocina privada, pasó la biblioteca, cruzó la pequeña sala de recepción y la antecámara de la servidumbre, donde ya era la hora de la siesta. El capitán de los guardias, Iakin Nefud, estaba echado en un divá n al otro lado de la estancia, con el estupor de la semuta reflejándose en su plano rostro, el lamentoso maullido de la música de semuta flotando a su alrededor. Junto a él estaba su corte personal, presta a servirle.

—¡Nefud! —rugió el Barón.

Los hombres se apartaron estremecidos.

Nefud se puso en pie, el rostro repentinamente blanco por el miedo pese al narcótico. La música de semuta se interrumpió.

—Mi Señor Barón —dijo Nefud. Sólo la droga impedía que su voz temblara. El Barón examinó los rostros que le rodeaban, viendo las miradas desprovistas de emoción de todos ellos. Volvió su atención a Nefud, hablando en tono melifluo:

—¿Cuánto tiempo hace que eres capitán de mis guardias, Nefud?

Nefud deglutió.

—Desde Arrakis, mi Señor. Casi dos años.

—¿Y siempre has anticipado los peligros que podían amenazar mi persona?

—Ha sido siempre mi único deseo, mi Señor.

—Entonces, ¿dónde está Feyd-Rautha? —retumbó el Barón.

Nefud retrocedió.

—¿Mi Señor?

—¿Acaso no consideras a Feyd-Rautha como un peligro para mi persona? —su voz era de nuevo meliflua.

Nefud se humedeció los labios con la lengua. Los efectos de la semuta se iban diluyendo en sus ojos.

—Feyd-Rautha está en las dependencias de los esclavos, mi Señor.

—De nuevo con mujeres, ¿eh? —el Barón tembló en el esfuerzo por contener su ira.

—Señor, puede que…

—¡Silencio!

El Barón avanzó otro paso en la antecámara, notando cómo los hombres retrocedían, dejando un sutil vacío alrededor de Nefud, distanciándose un poco del objeto de su furor.

—¿Acaso no te he ordenado que sepas en cada instante dónde se encuentra el naBarón? —preguntó el Barón. Dio otro paso adelante—. ¿Acaso no te he ordenado que sepas exactamente todo lo que dice, y a quién? —otro paso—. ¿Acaso no te he dicho que me mantengas informado de cada una de sus visitas a las dependencias de los esclavos?

Nefud tragó saliva. Gotas de transpiración perlaban su frente.

—¿Acaso no te he dicho todo eso? —concluyó el Barón, con una voz llana y desprovista de énfasis.

Nefud asintió.

—¿Y acaso no te he dicho también que examines a todos los muchachos esclavos que me sean enviados, y que tienes que hacerlo… personalmente?

Nefud asintió de nuevo.

—Entonces, ¿es que no has visto la mancha en el muslo del que me has enviado esta tarde? —preguntó el Barón—. ¿Es posible que tú…?

—Tío.

El Barón se volvió bruscamente, fulminando con la mirada a Feyd-Rautha, inmóvil en el umbral. La presencia de su sobrino allí, en aquel preciso momento —la ansiosa mirada que el muchacho no podía disimular—, todo aquello revelaba muchas cosas. FeydRautha tenía su propio servicio de espionaje centrado en el Barón.

—Hay un cadáver en mis habitaciones que deseo sea retirado —dijo el Barón, y rozó con su mano el arma de proyectiles oculta bajo sus ropas, felicitándose de que su escudo fuera el mejor.

Feyd-Rautha dirigió una mirada a los dos guardias inmóviles junto a la pared de la derecha, y asintió. Los dos se apresuraron hacia la puerta y a lo largo del corredor que llevaba a los apartamentos del Barón.

Esos dos, ¿eh?, pensó el Barón. ¡Ah, ese joven monstruo tiene aún mucho que aprender acerca de conspiraciones!

—Presumo que todo estaba tranquilo en las dependencias de los esclavos cuando las has abandonado, Feyd —dijo el Barón.

—Estaba jugando al cheops con el maestro de esclavos —dijo Feyd-Rautha, y pensó:

¿qué es lo que ha fallado? El muchacho que le hemos mandado está obviamente muerto. Pero era perfecto para su trabajo. Ni el propio Hawat hubiera podido escogerlo mejor. ¡El muchacho era perfecto!

Así que jugabas al ajedrez pirámide —dijo el Barón—. Qué encantador. ¿Quién ha ganado?

—Esto… eh… yo, tío —y Feyd-Rautha se esforzó en contener su inquietud. El Barón hizo chasquear sus dedos.

—Nefud, ¿quieres estar de nuevo en gracia conmigo?

—Señor, ¿qué es lo que he hecho? —balbuceó Nefud.

—Ya no tiene importancia ahora —dijo el Barón— Feyd ha ganado al maestro de esclavos al cheops. ¿Lo has oído?

—Sí… Señor.

—Quiero que tomes tres hombres y vayas a ver al maestro de esclavos —dijo el Barón—. Estrangula al maestro de esclavos. Luego tráeme su cuerpo para que pueda ver si el trabajo ha sido hecho como correspondía. No podemos tener a nuestro servicio a un jugador de ajedrez tan inepto.

Feyd-Rautha palideció y avanzó un paso.

—Pero tío, yo…

—Más tarde, Feyd —dijo el Barón, agitando una mano—. Más tarde. Los dos guardias que habían sido enviados a los apartamentos del Barón para retirar el cuerpo del joven esclavo pasaron apresuradamente por la antecámara con su oscilante carga, cuyos brazos se arrastraban por el pavimento. El Barón les siguió con la mirada hasta que hubieron desaparecido.

Nefud se cuadró junto al Barón.

—¿Deseáis que mate ahora mismo al maestro de esclavos, mi Señor?

—Ahora mismo —dijo el Barón—. Y cuando hayas terminado con él, añade a esos dos que acaban de pasar. No me gusta la forma como transportaban el cuerpo. Esas cosas han de hacerse con cuidado. Quiero ver también sus cadáveres.

—Mi Señor, si hay algo que yo… —dijo Nefud.

—Haz lo que tu dueño te ha ordenado —dijo Feyd-Rautha. Y pensó: Todo lo que puedo esperar ahora es salvar mi piel.

¡Bien!, pensó el Barón. Ahora sabe al menos cómo limitar sus pérdidas. Sonrió para sí mismo. También sabe cómo complacerme y evitar que mi ira caiga sobre él. Sabe que debo preservarlo. ¿A qué otro podría pasar las riendas que un día tendré que abandonar?

Ningún otro es tan capaz. ¡Pero tiene aún tanto que aprender! Y debo preservarme a mí mismo mientras él aprende.

Nefud designó a los hombres que debían acompañarle y salió de la estancia.

—¿Quieres acompañarme a mis habitaciones, Feyd? —preguntó el Barón.

—Estoy a tu disposición —dijo Feyd -Rautha. Se inclinó, pensando: Me ha cogido.

—Después de ti —dijo el Barón, y señaló la puerta.

Feyd-Rautha traicionó su miedo con un instante de vacilación. ¿He fracasado totalmente?, se dijo. ¿Va a clavarme una hoja envenenada en la espalda… lentamente, a través del escudo? ¿Ha encontrado acaso algún otro sucesor?

Dejémosle saborear este momento de terror, pensó el Barón, avanzando tras su sobrino. Será mi sucesor, pero yo escogeré el momento. ¡No le permitiré destruir todo lo que yo he edificado!

Feyd-Rautha intentaba no avanzar demasiado aprisa. Sintió la piel de su espalda erizarse, como si su propio cuerpo se preguntase cuándo llegaría el golpe. Sus músculos se tensaban y se relajaban alternativamente.

—¿Has oído las últimas noticias de Arrakis? —preguntó el Barón.

—No, tío.

Feyd-Rautha se obligó a no volverse. Penetró en otro corredor, fuera del área de servicio.

—Hay un nuevo profeta o jefe religioso de algún tipo entre los Fremen —dijo el Barón—. Le llaman Muad’Dib. Realmente divertido. Quiere decir «el Ratón». He dicho a Rabban que les deje que tengan su propia religión. Eso les mantendrá ocupados.

—Muy interesante, tío —dijo Feyd -Rautha. Penetró en el corredor privado de las habitaciones de su tío, pensando: ¿Porqué me habla de la religión? ¿Hay en ello alguna sutil alusión que me concierne?

—Sí, ¿verdad? —dijo el Barón.

Entraron en los apartamentos del Barón, atravesando el salón de recepciones hacia el dormitorio. Había allí sutiles signos de lucha: una lámpara a suspensor desplazada, un almohadón en el suelo, una bobina hipnótica completamente abierta en el cabezal.

—Era un plan muy hábil —dijo el Barón. Mantuvo su escudo corporal al máximo, se detuvo e hizo frente a su sobrino—. Pero no lo suficiente. Dime, Feyd, ¿por qué nunca me has golpeado tú mismo? Has tenido suficientes ocasiones.

Feyd-Rautha tomó una silla a suspensor, hizo un esfuerzo mental y se sentó, sin haber sido invitado a ello.

Ahora debo ser audaz, pensó.

—Eres tú quien me ha enseñado a mantener mis manos limpias —dijo.

—Ah, sí —dijo el Barón—. Cuando te halles ante el Emperador, debes poder decirle con toda sinceridad que no has sido tú quien ha cometido el delito. La bruja que vela tras el Emperador escuchará tus palabras y sabrá inmediatamente si son verdaderas o falsas. Sí. Te he advertido acerca de esto.

—¿Por qué tú nunca has comprado una Bene Gesserit, tío? —preguntó Feyd-Rautha—. Con una Decidora de Verdad a tu lado…

—¡Conoces mis gustos! —cortó secamente el Barón.

Feyd-Rautha estudió a su tío.

—Sin embargo —dijo—, una de ellas te permitiría…

—¡No me fío de ellas! —gruñó el Barón—. ¡Y deja de intentar cambiar de tema!

—Como quieras, tío —dijo Feyd-Rautha en tono humilde.

—Recuerdo una ocasión, en la arena, hace algunos años —dijo el Barón—. Aquel día pareció que un esclavo había sido preparado para matarte. ¿Era cierto eso?

—Hace ya mucho tiempo, tío. Después de todo, yo…

—No eludas la pregunta, por favor —dijo el Barón, y su tensa voz dejaba ver que estaba dominando su ira.

Feyd-Rautha miró a su tío, pensando: Lo sabe, de otro modo, no me lo hubiera preguntado.

—Fue una estratagema, tío. Lo preparé para desacreditar a tu maestro de esclavos.

—Muy astuto —dijo el Barón—. Y también valiente. Aquel esclavo gladiador estuvo a punto de matarte, ¿eh?

—Sí.

—Si además de este valor tuvieras algo más de finura y sutileza, serías realmente formidable —el Barón agitó su cabeza de uno a otro lado. Y, como había hecho muchas veces desde aquel terrible día en Arrakis, lamentó la pérdida de Piter, el Mentat. Había sido un hombre de una delicada y diabólica astucia. Aunque esto no había bastado para salvarle. El Barón agitó su cabeza una vez más. El destino, a veces, era inescrutable. Feyd-Rautha paseó su mirada por el dormitorio, estudiando las señales de la lucha, preguntándose cómo su tío había conseguido vencer a aquel esclavo que tan cuidadosamente habían preparado.

—¿Cómo he conseguido vencerlo? —dijo el Barón—. Ahhh, Feyd… déjame al menos algunas armas para defender mi vejez. Es mejor que aprovechemos esta ocasión para concluir un pacto.

Feyd-Rautha le miró. ¡Un pacto! Entonces sigue pensando en mi como su heredero. De otro modo, ¿por qué un pacto? ¡Sólo se concluye un pacto con iguales o casi iguales!

—¿Qué pacto, tío? —y Feyd -Rautha experimentó un cierto orgullo al oír su propia voz, tranquila y razonable, que no traicionaba su exultación interna. También el Barón notó su control. Asintió.

—Tú eres una buena materia prima, Feyd. Yo nunca malgasto buena materia prima. Sin embargo, insistes en no querer reconocer el verdadero valor que represento para ti. Eres obstinado. No quieres comprender por qué conviene preservar a alguien de tanto valor para ti. Esto… —hizo un gesto hacia las evidencias de lucha en el dormitorio—. Esto fue una estupidez. Yo no recompenso las estupideces.

¡Ve al grano, viejo idiota!, pensó Feyd-Rautha.

—Tú piensas que soy un viejo idiota —dijo el Barón—. Tengo que disuadirte de eso.

—Has hablado de un pacto.

—Ah, la impaciencia de la juventud —dijo el Barón—. Bien, en sustancia es éste: Tú cesarás en esos estúpidos atentados contra mi vida, y yo, cuando estés preparado, abdicaré a tu favor. Me retiraré a una posición de simple consejero, y te dejaré el poder.

—¿Retirarte, tío?

—Siempre piensas en mí como en un idiota —dijo el Barón—, y esto te lo confirma,

¿eh? ¡Crees que te estoy implorando! Pisa cautelosamente, Feyd. Este viejo idiota ha visto la aguja protegida por un escudo que habías implantado en el muslo del muchacho esclavo. Exactamente en el lugar donde yo pondría mi mano, ¿eh? La menor presión y…

¡clac! ¡Una aguja envenenada en la palma del viejo idiota! Ahhh, Feyd… El Barón agitó su cabeza, pensando: Y hubiera funcionado, si Hawat no me hubiera advertido. Bien, dejemos al muchacho que crea que he descubierto el complot por mis propios medios. En cierto sentido, es verdad. Fui yo quien salvó a Hawat de las ruinas de Arrakis. Y este muchacho tiene que tener un poco más de respeto hacia mi. Feyd-Rautha permaneció silencioso, luchando consigo mismo. ¿Ha dicho la verdad?

¿Piensa realmente retirarse? ¿Por qué no? Estoy seguro de poder sucederle un día si me muevo con cautela. No puede vivir siempre. Quizá ha sido una estupidez por mi parte intentar acelerar el proceso.

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