Halleck dejó caer las armas sobre la mesa de ejercicios, las alineó: las espadas, los puñales, los kindjals, los aturdidores de carga lenta, los cinturones-escudo. Se volvió, sonriendo, y la cicatriz de estigma que seguía la línea de su mandíbula se estremeció.
—Así que ni siquiera me das los buenos días, malvado diablillo —dijo Halleck—. ¿Qué clase de dardo has clavado en el corazón del viejo Hawat? Se ha cruzado conmigo en el vestíbulo como si corriera a los funerales de su peor enemigo. Paul sonrió. Entre todos los hombres de su padre, Gurney era el que más le gustaba: conocía sus cambios de humor, sus debilidades, su carácter. Era para él un amigo más que una espada mercenaria.
Halleck deslizó el baliset de su hombro y empezó a afinarlo.
—Si tú no quieres hablar, yo tampoco —dijo.
Paul se levantó y avanzó a través de la estancia.
—Bien, Gurney —dijo—, ¿vienes a prepararte para la música cuando es tiempo de combatir?
—Así que hoy toca faltar al respeto a tus mayores, ¿eh? —dijo Halleck. Pulsó una cuerda del instrumento, y asintió.
—¿Dónde está Duncan Idaho? —preguntó Paul—. Se supone que es él quien debe enseñarme el uso de las armas.
—Duncan se ha ido en cabeza de la segunda oleada hacia Arrakis —dijo Halleck—. Aquí no queda más que este pobre Gurney, que apenas acaba de terminar un combate y a lo único que aspira es a un poco de música. —Pulsó otra cuerda, escuchó y sonrió—. Y en el último consejo ha sido decidido que, puesto que has resultado un combatiente tan poco capacitado, es mejor enseñarte un poco de música a fin de que no malgastes completamente tu vida.
—En este caso cántame una canción —dijo Paul—. Así sabré al menos como no se debe cantar.
—¡Jaaa, ja! —rió Gurney, y entonó «Las chicas galacianas», mientras su multipic parecía volar entre las cuerdas:
«Oh, oh, las chicas galacianas,
Lo harán por las perlas,
¡Y las de Arrakis por el agua!
Pero si buscas damas Que se consuman como llamas,
¡Prueba una hija de Caladan!
—No está mal para alguien que no se aclara con los acordes —dijo Paul—. Pero si mi madre te oyera cantar una canción como esta en el castillo, te cortaría las orejas para adornar con ellas las almenas.
Gurney se tiró de la oreja izquierda.
—Una bien pobre decoración, teniendo en cuenta lo que han sufrido escuchando por el ojo de la cerradura a cierto jovencito que intentaba extraer algunas ext rañas notas de su baliset.
—Así que ya has olvidado lo que significa encontrarse la cama llena de arena fina —dijo Paul. Tomó de la mesa un cinturón escudo y se lo colocó rápidamente a la cintura—. Entonces, vamos a luchar.
Los ojos de Halleck se abrieron en fingida sorpresa.
—¡Hey! ¡Así que fue tu sacrílega mano la que cumplió tan execrable acción! En guardia pues, joven maestro, en guardia —tomó una espada, azotando el aire—. ¡Soy un demonio infernal en busca de la venganza!
Paul empuñó otra espada, cimbreó la hoja con sus manos, y se colocó en posición de aguile, con un pie delante. Su gesto se hizo solemne, en una cómica imitación del doctor Yueh.
—Vaya idiota me manda mi padre para enseñarme el manejo de las armas —entonó—. Ese pobre Gurney Halleck ha olvidado incluso la primera lección con armas y escudo. —Paul activó el cinturón y sintió la comezón en su frente y espalda y el prurito causado por la acción del campo de fuerza defensivo; los sonidos exteriores menguaron ostensiblemente con el característico efecto de filtro del escudo—. En el combate con escudo, la defensa es rápida y el ataque lento —dijo Paul—. El ataque no tiene más finalidad que obligar al adversario a dar un paso en falso, para poder atacarle por la izquierda. El escudo detiene los golpes rápidos, ¡pero se deja traspasar por el lento kindjal! —Paul alzó la espada, fintó rápidamente y atacó con una lentitud calculada para atravesar las defensas automáticas del escudo.
Halleck siguió su acción, se volvió en el último segundo y dejó que la hoja rozara su pecho.
—Excelente la velocidad —dijo—. Pero te has abierto completamente para ser ensartado con un golpe a fondo.
Paul retrocedió, irritado.
—Debería azotarte el trasero por tu imprudencia —dijo Halleck. Tomó un kindjal desenvainado de encima de la mesa y lo blandió—. ¡Esto, en manos de un enemigo, hubiera podido hacer verter toda tu sangre! Eres un alumno bien dotado, pero nada más, y siempre te he avisado de que ni siquiera jugando dejes que un hombre penetre en tu guardia con la muerte en la mano.
—Creo que hoy no estoy de humor para esto —dijo Paul.
—¿Humor? —la voz de Halleck sonó ultrajada incluso a través del filtro del escudo—.
¿Qué tiene que ver tu humor con esto? Uno combate cuando es necesario… ¡no cuando está de humor! El humor es algo para el ganado, o para hacer el amor, o para tocar el baliset. No para combatir.
—Lo siento, Gurney.
—¡No lo sientes lo suficiente!
Halleck activó su propio escudo, se puso en guardia, con el kindjal bien apretado en su mano izquierda, blandiendo la espada en la derecha.
—Ahora, en guardia, ¡y en serio! —Hizo una finta hacia un lado, luego otra hacia delante, y se lanzó a un furioso ataque. Sintió el crepitar de los campos de fuerza mientras los escudos se tocaban y se repelían, y la comezón eléctrica recorrió de nuevo su piel. ¿Qué es lo que le ocurre a Gurney?, se preguntó. ¡No está fingiendo! Paul movió su mano izquierda, haciendo que el puñal sujeto a su muñeca se deslizara hasta su palma.
—Necesitas otra hoja extra, ¿eh? —gruñó Halleck.
¿Es una traición?, se preguntó Paul. ¡No, Gurney no!
Siguieron combatiendo alrededor de toda la estancia, golpeando y parando, fintando y contrafintando. El aire en el interior de los escudos empezó a hacerse pesado, debido al excesivo consumo y a la lenta renovación a través del campo. A cada nuevo contacto de los escudos, el olor a ozono se hacía más intenso.
Paul continuó retrocediendo, pero ahora dirigiendo su retirada hacia la mesa de ejercicios. Si consigo llevarle hasta allá, le mostraré uno de mis trucos, pensó Paul. Otro paso, Gurney.
Halleck dio el paso.
Paul paró otro golpe bajo, se ladeó, y vio la espada de Halleck estrellarse contra la esquina de la mesa. Fintó hacia un lado, lanzó a su vez un ataque con la espada y al mismo instante avanzó el puñal a la altura del cuello de Halleck. Detuvo la hoja a dos centímetros de la yugular.
—¿Era eso lo que querías? —susurró Paul.
—Mira hacia abajo, muchacho —jadeó Gurney.
Paul obedeció, y vio el kindjal de Halleck bajo el borde de la mesa, apuntando directamente a su vientre.
—Nos reuniríamos ambos en la muerte —dijo Halleck—. Pero debo admitir que combates un poco mejor cuando estás bajo presión. Ahora estás realmente de humor —y sonrió lobunamente, haciendo que la cicatriz de estigma de su mentón se crispara.
—El modo como me has atacado —dijo Paul—. ¿Hubieras derramado realmente mi sangre?
Halleck apartó el kindjal y se irguió.
—Si te hubieras batido un ápice por debajo de tus capacidades, muchacho, te hubiera hecho una buena señal, y siempre te hubieras acordado de esta cicatriz. No quiero que mi alumno favorito sucumba ante el primer vagabundo Harkonnen que acuda a su encuentro. Paul desactivó su escudo y se apoyó en la mesa para recuperar el aliento.
—Me merecía esto, Gurney. Pero mi padre se hubiera puesto furioso si me hubieses herido. No quiero que seas castigado por mis errores.
—En este caso —dijo Halleck— el error hubiera sido también mío. Y no tienes que preocuparte por una o dos cicatrices de entrenamiento. Eres afortunado por tener tan pocas. En cuanto a tu padre… el Duque me castigaría tan sólo si fallara en hacerte un combatiente de primera clase. Y hubiera fallado si no te hubiera explicado el error que cometías hablando de humor en algo tan serio como esto.
Paul se irguió y devolvió el puñal a su funda de muñeca.
—Esto no es exactamente un juego —dijo Halleck.
Paul asintió. Se maravilló ante la insólita seriedad de la actitud de Halleck, su firme resolución. Miró la violácea cicatriz de estigma que adornaba la mandíbula del hombre, y recordó la historia que le habían contado acerca de que había sido la Bestia Rabban quien se la había causado, en un pozo de esclavos de los Harkonnen en Giede Prime. Y Paul sintió una repentina vergüenza por haber dudado de Halleck aunque fuera por un solo instante. Comprendió entonces que aquella cicatriz significaba a menudo mucho dolor para Halleck… un dolor tan intenso, quizá, como aquel que le había infligido a él la Reverenda Madre. Pero se apresuró a rechazar aquella idea: helaba todo su mundo.
—Creo que hoy tenía ganas de jugar un poco —dijo Paul—. Las cosas se han vuelto tan serias últimamente a mi alrededor…
Halleck volvió el rostro para ocultar su emoción. Algo ardía en sus ojos. Sintió dolor… como una herida interna, la herida de un ayer olvidado que el Tiempo había cicatrizado aunque no completamente.
Cuán pronto ha asumido este muchacho su condición de hombre, pensó Halleck. Cuán pronto ha debido aprender esta brutal necesidad de la prudencia, este hecho que se graba en tu mente y te advierte: «Desconfía incluso de tus allegados.»
Sin girarse, dijo:
—He notado este deseo de jugar en ti, muchacho, y no hubiera querido nada mejor que complacerte. Pero ya no podemos jugar. Mañana partiremos hacia Arrakis. Arrakis es real. Los Harkonnen son reales.
Paul tocó su frente con la hoja vertical de su espada.
Halleck se giró, vio el saludo y respondió con una inclinación de cabeza. Señaló el muñeco de ejercicios.
—Ahora trabajaremos tu rapidez. Muéstrame cómo lo alcanzas con la izquierda. Te controlaré desde aquí, donde puedo seguir mejor la acción. Y te advierto que hoy probaremos de nuevo contraataques. Esta es una advertencia que no te hará ninguno de tus enemigos reales.
Paul se alzó sobre la punta de los pies para distender sus músculos. Adoptó una actitud solemne, con la repentina comprensión de que su vida se deslizaba hacia rápidos cambios. Avanzó hacia el muñeco y apretó con la punta de la espada el interruptor del centro de su pecho; inmediatamente sintió en la hoja la repulsión del recién activado escudo.
—¡En guardia! —gritó Halleck, y el muñeco se lanzó al ataque. Paul activó su escudo, paró y contraatacó.
Halleck le vigilaba mientras manipulaba los controles. Su mente pareció dividirse en dos: una alerta al desarrollo del entrenamiento, y la otra derivando entre nubes. Soy un frutal bien cuidado, pensó. Lleno de buenos sentimientos y de habilidades y de todas esas hermosas cosas que crecen en mi… para que algún otro pueda recolectarlas. Por alguna razón, recordó a su hermana menor, con su rostro de elfo muy definido en su mente. Pero había muerto… en una casa de placer para las tropas Harkonnen. Le gustaban los pensamientos… ¿o quizá las margaritas? No conseguía recordarlo. Y esta incapacidad de recordar le turbaba.
Paul esquivó un golpe lento del muñeco y lanzó un entretisser con la izquierda.
¡Este pequeño astuto demonio!, pensó Halleck, concentrándose en los complejos movimientos de Paul. Ha practicado y estudiado por su cuenta. Este no es el estilo de Duncan, él nunca ha podido enseñarle nada semejante.
Este pensamiento sólo consiguió aumentar la tristeza de Halleck. Me ha contagiado su humor, dijo para sí mismo. Y comenzó a pensar en Paul, y se preguntó si el muchacho, algunas noches, no habría escuchado con terror los ruidos de su propia almohada.
—Si los deseos fueran peces —murmuró— todos arrojaríamos nuestras redes. Era una frase de su madre que se repetía a si mismo siempre que sentía las tinieblas del mañana cernirse sobre él. Después reflexionó en lo extraño que sería usar esta expresión e n un planeta que nunca había conocido ni los mares ni los peces.
CAPÍTULO V
YUEH (yue), Wallington (uel ling tun), Stdrd 10082-10191; doctor en medicina de la Escuela Suk (grdStdrd 10112); md; Wanna Marcus, B. G. (Stdrd 10092-101186?); conocido principalmente por haber traicionado al duque Leto Atreides. (Cf.: Bibliografía, Apéndice VII(Condicionamiento Imperial) y Traición, La.)
Del «Diccionario de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.
Aunque oyó al doctor Yueh entrar en la sala con paso deliberadamente sonoro, Paul permaneció boca arriba en la mesa de ejercicios donde le había dejado la masajista. Se sentía deliciosamente relajado después del ejercicio con Gurney Halleck.