Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Sintiéndose irritado consigo mismo, Paul apartó el fino cortinaje a su derecha y entró en la estancia más grande. Permaneció un momento inmóvil, indeciso. Y se preguntó dónde estaría Chani… Chani, que acababa de perder a su padre.

En esto somos iguales, pensó.

Un grito ululante resonó fuera, en los corredores, sofocado por los cortinajes. Se repitió, más lejos, y luego otra vez. Paul se dio cuenta de que alguien estaba anunciando la hora. Recordó no haber visto relojes.

El débil olor de un fuego de creosota llegó a su olfato, mezclándose con el omnipresente hedor del sietch. Paul se dio cuenta de que ya había suprimido aquel asalto olfativo de sus sentidos.

Y se preguntó de nuevo acerca de su madre, cuál sería su papel en aquel montaje del futuro que apenas había entrevisto… y el de la hija que llevaba en su seno. El mutable tiempo-consciencia parecía danzar a su alrededor. Agitó violentamente su cabeza, concentrando su atención en las evidencias que le hablaban de la amplitud y profundidad de aquella cultura Fremen que él apenas había empezado a absorber. Con todas sus sutiles diferencias.

En todas las cavernas, y en aquella habitación, había observado algo que, por si solo, sugería unas diferencias mucho mayores que todas las que había visto hasta entonces. No había allí ninguna señal de detectores de veneno, ninguna indicación de su uso en aquel hormiguero subterráneo. Y sin embargo, en el omnipresente hedor del sietch, podía sentir los venenos… violentos unos, comunes otros.

Oyó un ruido de cortinajes, pensó que sería Harah de vuelta con la comida, y se volvió. En su lugar, bajo una cortina apartada, vio a dos niños, quizá de nueve y diez años, de pie y mirándole con ojos ávidos. Cada uno de ellos tenía un pequeño crys parecido a un kindjal, y permanecían con la mano apoyada en la empuñadura.

Y Paul recordó aquellas historias relativas a los Fremen… acerca de que sus niños combatían con la misma ferocidad que los adultos.

CAPÍTULO XXXVII

Las manos se mueven, los labios se mueven…
Las ideas brotan de sus palabras, ¡Y sus ojos devoran!
Es una isla de autodominio.

Descripción del «Manual de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

Los tubos a fósforo en las paredes más lejanas de la caverna iluminaban la multitud reunida en la gran cavidad… enorme, pensó Jessica, mayor que la Sala de Asambleas de su escuela Bene Gesserit. Estimó que habría al menos cinco mil personas allá dentro, reunidas bajo la plataforma rocosa donde estaba ella con Stilgar. E iban llegando más.

El aire estaba lleno del murmullo de la gente.

—Tu hijo ha sido despertado y convocado, Sayyadina —dijo Stilgar—. ¿Quieres que sea partícipe de tu decisión?

—¿Puede él cambiar mi decisión?

—Ciertamente, el aire con el que hablas viene de tus pulmones, pero…

—La decisión permanece —dijo ella.

Pero se sentía indecisa, y se preguntó si hubiera podido usar a Paul como pretexto para echarse atrás en su peligroso camino. Había aún una hija nonata en quien pensar. Lo que ponía en peligro la carne de la madre ponía en peligro la carne de la hija. Se acercaron hombres trayendo alfombras enrolladas, vacilando bajo su enorme peso, y las depositaron bajo la plataforma levantando una nube de polvo. Stilgar la tomó por el brazo y la condujo hacia la cavidad acústica formada por la pared del lado posterior a la plataforma. Le indicó un asiento de roca tallado en la misma cavidad.

—La Reverenda Madre se sentará aquí, pero tú puedes sentarte y descansar hasta que ella llegue.

—Prefiero estar de pie —dijo Jessica.

Miró a los hombres desenrollando las alfombras, cubriendo con ellas el suelo de la plataforma, y luego a la multitud cada vez más numerosa. Ahora habría al menos diez mil personas en la caverna.

Y seguían llegando más.

Fuera en el desierto, lo sabía, el rojo anochecer estaba llegando, pero allí en la caverna reinaba un perpetuo crepúsculo, una gris inmensidad donde la gente se había reunido para verla arriesgar su vida.

A su derecha se abrió un camino entre la multitud, y vio a Paul acercándose en compañía de dos niños de aspecto serio y altanero. Sus manos estaban apoyadas en la empuñadura de sus cuchillos, y miraban ceñudos a la gente de ambos lados.

—Los hijos de Jamis que son ahora los hijos de Paul —dijo Stilgar—. Le escoltan con mucha convicción —aventuró una sonrisa hacia Jessica.

Jessica reconoció el esfuerzo de Stilgar para tranquilizarla y se lo agradeció, pero no consiguió apartar su mente del peligro que estaba a punto de afrontar. No tenía otra elección, pensó. Debemos actuar rápidamente para garantizarnos nuestro lugar entre esos Fremen.

Paul subió a la plataforma, dejando a los niños abajo. Se detuvo frente a su madre, miró brevemente a Stilgar, luego volvió su atención a Jessica.

—¿Qué ocurre? Creía que había sido convocado por el consejo.

Stilgar alzó una mano pidiendo silencio, e hizo un gesto hacia su izquierda, donde se había abierto otro camino en la muchedumbre. Chani se estaba acercando, con su rostro de elfo mostrando su dolor. Se había quitado el destiltraje y llevaba una graciosa túnica azul que dejaba sus brazos al descubierto. Un pañuelo verde estaba anudado a su brazo izquierdo, cerca del hombro.

Verde, el color del luto, pensó Paul.

Era una de las costumbres que los dos hijos de Jamis le habían explicado indirectamente, cuando le dijeron que no se ponían nada verde porque le habían aceptado a él como padre custodio.

—¿Eres tú el Lisan al-Gaib? —le habían preguntado. Y Paul había captado el jihad en sus palabras y desviado la pregunta por el método de hacer otra a su vez… aprendiendo así que Kaleff, el mayor de los dos, tenía diez años y era el hijo natural de Geoff. Orlop, la pequeña, tenía ocho años y era la hija natural de Jamis.

Había pasado un extraño día con aquellos dos niños, a los que había pedido que montaran guardia para alejar a los curiosos, gracias a lo cual había tenido tiempo suficiente para reflexionar con calma y poner un poco de orden en sus recuerdos prescientes, a fin de estudiar un modo de prevenir el jihad.

Ahora, de pie al lado de su madre en la plataforma rocosa de la caverna y mirando a la multitud, se preguntó si habría alguna forma de impedir el salvaje desencadenamiento de las legiones fanáticas.

Chani se acercó a la plataforma, seguida a corta distancia por cuatro mujeres que transportaban a otra mujer en una litera.

Jessica ignoró a Chani, concentrando toda su atención en la mujer de la litera: una vieja, una marchita y arrugada cosa antigua vestida con un traje negro cuya capucha, echada hacia atrás, revelaba una mata de cabellos grises atados apretadamente en un moño, y un cuello descarnado.

Las portadoras depositaron delicadamente su carga en el suelo de la plataforma, y Chani ayudó a la anciana a levantarse.

Así, esta es su Reverenda Madre, pensó Jessica.

La anciana se apoyó pesadamente en Chani y avanzó vacilante hacia Jessica, evocando un montón de bastones envuelto en ropas negras. Se detuvo frente a Jessica, la escrutó de arriba a abajo por un largo momento, y luego habló en un murmullo estridente:

—Así que tú eres ella —la vieja cabeza osciló precariamente sobre el delgado cuello—. La Shadout Mapes tuvo razón al sentir piedad por ti.

—No necesito la piedad de nadie —respondió Jessica, rápidamente, desdeñosamente.

—Esto queda por ver —resopló la anciana. Se volvió con una sorprendente rapidez para hacer frente a la multitud—. Díselo, Stilgar.

—¿Es preciso? —preguntó él.

—Somos el pueblo de Misr —dijo la anciana con voz rasposa—. Desde que nuestros antepasados huyeron de Nilotic al-Ourouba, hemos conocido la huida y la muerte. Los jóvenes viven para que nuestro pueblo no muera.

Stilgar inspiró profundamente y dio dos pasos hacia adelante. Jessica notó el atento silencio que descendía sobre la enorme caverna… unas veinte mil personas ahora, de pie, silenciosas, sin el menor movimiento. De pronto se sintió pequeña y vulnerable.

—Esta noche deberemos abandonar este sietch que nos ha dado abrigo durante tanto tiempo y andar hacia el sur en el desierto —dijo Stilgar. Su voz resonó sobre la marea de rostros levantados, creando ecos en la cavidad acústica a sus espaldas. La multitud mantuvo un absoluto silencio.

—La Reverenda Madre me ha dicho que no podrá sobrevivir a otro hajra —dijo Stilgar—. Hemos vivido ya antes sin Reverenda Madre, pero no es bueno para un pueblo en busca de un nuevo hogar en estas condiciones.

Ahora la multitud comenzó a agitarse, estremeciéndose con murmullos y oleadas de inquietud.

—Para que esto no ocurra —dijo Stilgar—, nuestra nueva Sayyadina, Jessica del Extraño Arte, ha consentido someterse a los ritos ahora. Intentará alcanzar el paso interior a fin de que no perdamos la fuerza de nuestra Reverenda Madre. Jessica del Extraño Arte, pensó Jessica. Vio la mirada de Paul clavada en ella, sus ojos llenos de preguntas, pero su boca permanecía silenciosa a causa de toda la extrañeza que había a su alrededor.

Si muero en la tentativa, ¿qué le ocurrirá a él?, se preguntó Jessica. De nuevo su mente estuvo llena de dudas.

Chani condujo a la Reverenda Madre hasta el sillón en la roca, al fondo de la cavidad acústica, y regresó al lado de Stilgar.

—A fin de que no lo perdamos todo si Jessica del Extraño Arte falla en su prueba —dijo Stilgar—, Chani, hija de Liet, será consagrada Sayyadina en este momento —dio un paso hacia un lado.

Del fondo de la cavidad acústica, la voz de la anciana resonó como un susurro amplificado, áspero y penetrante:

—Chani ha vuelto de su hajra… Chani ha visto las aguas.

Una respuesta susurrante llegó de la multitud:

—Ha visto las aguas.

—Consagro a la hija de Liet como Sayyadina —sibiló la anciana.

—Es aceptada —respondió la multitud.

Paul apenas escuchaba la ceremonia, su atención estaba centrada en lo que había oído decir acerca de su madre.

¿Si fallaba en su prueba?

Se volvió y miró a la que todos llamaban Reverenda Madre, estudiando los enjutos rasgos de la anciana, la fantomática fijeza de sus ojos totalmente azules. Parecía como si la más leve brisa pudiera arrastrarla consigo, pero algo en ella sugería que podía resistir el paso de una tormenta de coriolis. De ella emanaba la misma aura de poder que recordaba de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam cuando le había sometido a la atroz agonía de la prueba del gom jabbar.

—Yo, la Reverenda Madre Ramallo, cuya voz habla como una multitud, os digo esto —murmuró la anciana—: es justo que Chani sea aceptada como Sayyadina.

—Es justo —respondió la multitud.

La anciana asintió.

—Yo te doy los cielos plateados, el desierto dorado y sus brillantes rocas, los campos verdes que veremos en ellos —dijo—. Yo doy todo esto a la Sayyadina Chani. Y para evitar que olvide que está al servicio de todos nosotros, serán suyas las tareas domésticas en esta Ceremonia de la Semilla. Que todo sea según la voluntad del Shaihulud —alzó un brazo oscuro y reseco como un bastón, y lo dejó caer de nuevo. Jessica tuvo de pronto la impresión de que la ceremonia se había cerrado a su alrededor como una corriente impetuosa, arrastrándola con rapidez sin ninguna posibilidad de retorno, y lanzó una última ojeada al rostro perplejo de Paul, preparándose para afrontar la prueba.

—Que se acerquen los maestros de agua —dijo Chani, con una excitación apenas perceptible en su voz de joven-niña.

En aquel momento sintió Jessica que el peligro se condensaba a su alrededor, notando su presencia en el repentino silencio de la multitud, en sus miradas. El grupo de hombres se abrió camino sinuosamente a través de la gente, avanzando en parejas. Cada pareja llevaba un pequeño saco de piel, cuyo tamaño era tal vez el doble del de una cabeza humana. Los sacos oscilaban pesadamente. Los dos primeros hombres depositaron su carga a los pies de Chani, en la plataforma, y retrocedieron.

Jessica miró al saco, luego a los hombres. Llevaban sus capuchas echadas hacia atrás, revelando unos largos cabellos anudados en la base del cuello. Los oscuros pozos de sus ojos afrontaron impasibles su mirada.

Un denso aroma a canela se alzó del saco, flotando hasta Jessica. ¿Especia?, pensó.

—¿Hay agua? —preguntó Chani.

El maestro de agua a su izquierda, un hombre con una cicatriz púrpura atravesando el puente de su nariz, asintió con la cabeza.

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