Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Aprecian lo que ha hecho vuestro sobrino —dijo ella.

El Barón miró, y vio que, en efecto, los espectadores habían interpretado correctamente el gesto de Feyd-Rautha, y contemplaban fascinados cómo el cuerpo intacto del gladiador era transportado fuera de la arena. La gente se excitaba, gritando, pateando y dándose golpes unos a otros en los hombros.

El Barón dijo en tono desolado:

—Tendré que ordenar una fiesta. Uno no puede enviar a la gente a sus casas así, sin que hayan gastado todas sus energías. Es necesario que vean que yo también participo en su excitación. —Hizo un gesto a su guardia, y un servidor extendió sobre ellos el estandarte naranja de los Harkonnen, agitándolo por encima del palco: una, dos, tres veces… la señal de la fiesta.

Feyd-Rautha atravesó la arena y se detuvo bajo el palco dorado, con sus armas de nuevo en sus fundas, los brazos colgando a sus costados.

—¿Una fiesta, tío? —preguntó por encima del rumor de la gente. El ruido de innumerables voces descendió a medida que los demás veían la conversación y escuchaban lo que se decía.

—¡En tu honor, Feyd! —gritó el Barón muy alto. Hizo bajar otra vez el estandarte, en otra señal.

Al otro lado de la arena, las barreras de prudencia habían sido bajadas, y numerosos jóvenes estaban saltando a la arena, en dirección a Feyd-Rautha.

—¿Habéis ordenado bajar los escudos de prudencia, Barón? —preguntó el Conde.

—Nadie hará ningún daño al muchacho —dijo el Barón—. Es un héroe. Los primeros jóvenes alcanzaron a Feyd-Rautha, lo levantaron sobre sus hombros y lo llevaron en triunfo alrededor de la arena.

—Esta noche podría pasear desarmado y sin escudo a través de los barrios más pobres de Harko —dijo el Barón—. Le ofrecerían hasta el último pedazo de su comida y el último sorbo de su vino por el honor de su compañía.

El Barón se levantó trabajosamente de su silla, y ancló su peso en los suspensores.

—Confío en que me disculparéis. Hay algunos asuntos que requieren mi inmediata atención. Los guardias os escoltarán hasta el castillo.

El Conde se levantó a su vez e hizo una inclinación.

—Ciertamente, Barón. Participaremos de buen grado en la fiesta. Nunca… ahhh… hummm… hemos visto una fiesta Harkonnen.

—Si —dijo el Barón—. La fiesta —se volvió, y salió del palco rodeado por sus guardias. Un capitán de la guardia se inclinó ante el Conde Fenring.

—¿Vuestras órdenes, mi Señor?

—Esperaremos… hummm… a que la gente se haya… ahhh… dispersado —dijo el Conde.

—Sí, mi Señor —el hombre hizo una inclinación y retrocedió tres pasos. El Conde Fenring se volvió hacia su Dama, hablando en su lenguaje personal codificado en susurros.

—También lo has visto, por supuesto.

—El muchacho sabía que el gladiador no estaba drogado —dijo ella en la misma lengua susurrante—. Ha tenido un momento de miedo, sí, pero no de sorpresa.

—Estaba planeado —dijo él—. Todo el espectáculo.

—Sin la menor duda.

—Esto huele a Hawat.

—Completamente —dijo ella.

—Le he pedido al Barón que elimine a Hawat.

—Ha sido un error, querido.

—Ahora me doy cuenta.

—Los Harkonnen podrían tener un nuevo Barón dentro de muy poco.

—Si ese es el plan de Hawat.

—Esto requiere un atento examen, es cierto —dijo ella.

—El joven será más fácil de controlar.

—Para nosotros… después de esta noche —dijo ella.

—¿No anticipas ninguna dificultad en seducirlo, mi pequeña clueca?

—No, mi amor. ¿Has visto cómo me ha mirado?

—Sí, y ahora comprendo por qué nos es indispensable esa línea genética.

—Exactamente. Y es obvio que necesitamos ejercitar sobre él un control completo. Implantaré en lo más profundo de suyo las frases prana-bindu que le doblegarán a nuestra voluntad.

—Nos iremos lo más pronto posible… apenas estés segura —dijo él. Ella se estremeció.

—Realmente. No quiero dar a luz a un hijo en este horrible lugar.

—Piensa que todo lo hacemos en nombre de la humanidad —dijo él.

—La tuya es la parte más fácil.

—Pero hay algunos antiguos prejuicios que he tenido que vencer —dijo él—. Son cosas primordiales, ya sabes.

—Mi pobre querido —dijo ella, y palmeó su mejilla—. Sabes que es el único modo seguro de salvar esa línea genética.

—Comprendo perfectamente lo que estamos haciendo —dijo él con voz seca.

—No fracasaremos —dijo ella.

—El sentimiento de culpabilidad empieza con el miedo a fracasar —recordó él.

—No habrá ningún sentimiento de culpa —dijo ella—. Una hipno-ligazón en la psique de Feyd-Rautha y su hijo en mi seno… y podremos irnos.

—Su tío —dijo él—. ¿Has visto nunca a alguien tan retorcido?

—Es terriblemente feroz —dijo ella—, pero el sobrino podría ser peor aún.

—Gracias a su tío. Cuando pienso en ese muchacho y en lo que podría haber sido con otra educación… la de los Atreides, por ejemplo.

—Es triste —dijo ella.

—Hubiéramos podido salvarles a los dos, al Atreides y a éste. Por lo que he oído decir, el joven Paul era un muchacho admirable, una combinación perfecta de herencia genética y educación.

—Agitó la cabeza—. Pero es inútil derramar lágrimas por la aristocracia en desventura.

—Hay una máxima Bene Gesserit al respecto —dijo ella.

—¡Tenéis máximas para cualquier cosa! —protestó él.

—Esta te gustará —interrumpió ella—. Dice: «No consideres muerto a un ser humano hasta que hayas visto su cadáver. Y, aún entonces, piensa que podrías equivocarte.»

CAPÍTULO XXXVI

En un «Tiempo de Reflexión», Muad’Dib nos dice que su verdadera educación se inició con sus primeros tropiezos con las necesidades arrakenas. Aprendió entonces a empalar la arena para conocer el tiempo, aprendió el lenguaje del viento que clavaba mil afiladas agujas en su piel, aprendió que la nariz podía escocer con la picazón de la arena, y cómo mejorar la recolección y conservación de la humedad de su cuerpo. Así, mientras sus ojos asumían el azul del Ibad, aprendió la enseñanza chakobsa.

Prefacio de Stilgar a «Muad’Dib, el hombre», por la Princesa Irulan.

El grupo de Stilgar regresó al sietch con sus dos escapados del desierto, abandonando la depresión bajo la pálida claridad de la primera luna. Las embozadas figuras se apresuraron, con el olor del hogar en sus pituitarias. La línea gris del alba, a sus espaldas, era más brillante, lo cual en su calendario del horizonte significaba que estaban a mediados de otoño, el mes de Caprock.

Al pie de la muralla rocosa, las hojas amontonadas por los niños del sietch revoloteaban en el viento, pero los sonidos del paso del grupo (excepto alguna ocasional distracción de Paul o de su madre) no se distinguían de los rumores casuales de la noche. Paul se pasó la mano por la fina película de sudor y polvo que se había encostrado en su frente, sintió un contacto en su brazo y oyó la voz silbante de Chani:

—Haz como te he dicho: cálate la capucha hasta tu frente. Deja expuestos tan sólo tus ojos. Estás desperdiciando humedad.

Una orden susurrada pidió silencio a sus espaldas:

—¡El desierto os oye!

Un pájaro gorjeó entre las rocas, muy arriba frente a ellos.

El grupo se detuvo, y Paul notó una repentina tensión.

Hubo un sordo golpe entre las rocas, un sonido no más intenso del que hubiera producido un ratón saltando en la arena.

El pájaro gorjeó de nuevo.

Un estremecimiento recorrió las filas del grupo. El ratón-canguro saltó de nuevo en la arena.

El pájaro gorjeó por tercera vez.

El grupo reanudó su ascensión por el interior de la hendidura entre las rocas, pero había ahora un silencio extraño en el modo de respirar de los Fremen que puso a Paul en estado de alerta, y notó que las numerosas miradas directas que dirigía a Chani no recibían respuesta, como si ella se aislara, se cerrara en si misma. Ahora había roca bajo sus pies, un rumor débil de roce de ropas grises a su alrededor, y Paul sintió una relajación de la disciplina, pero Chani y los demás seguían extrañamente aislados, remotos. Siguió a una sombra imprecisa de perfil humano: peldaños, un giro, más peldaños, un túnel, a través de dos puertas selladoras de humedad, y por fin un estrecho pasadizo iluminado por un globo, entre dos paredes y un techo de roca amarillenta.

A su alrededor, Paul vio a los Fremen echar hacia atrás sus capuchas, quitarse los tampones y respirar profundamente. Alguien suspiró. Paul buscó a Chani, pero descubrió que ya no estaba a su lado. Estaba circundado por numerosos cuerpos aún embozados que le empujaban para uno y otro lado. Alguien le golpeó accidentalmente con un codo.

—Perdona, Usul —le dijo—. ¡Vaya carrera! Siempre es así. A su izquierda, el rostro delgado y barbudo del hombre llamado Farok estaba vuelto hacia él. Sus órbitas manchadas y sus ojos azules parecían aún más tenebrosos a la luz amarilla de los globos.

—Quítate la capucha, Usul —le dijo Farok—. Estás en casa —y ayudó a Paul, soltándole la capucha mientras con los hombros le hacía un poco de sitio a su alrededor. Paul se quitó los tampones de la nariz, liberando después su boca. El acre olor del lugar le asaltó: cuerpos no lavados, exhalaciones destiladas de residuos reciclados, por todas partes los efluvios de una humanidad, con la turbulencia de la especia y sus armónicos dominándolo todo.

—¿Qué es lo que estamos esperando, Farok? —preguntó Paul.

—A la Reverenda Madre, creo. ¿No has oído el mensaje?… Pobre Chani.

¿Pobre Chani?, se preguntó Paul. Miró a su alrededor, preguntándose dónde estaría, y dónde estaría su madre en aquella multitud.

Farok inspiró profundamente.

—El aroma del hogar —dijo.

Paul observó que el hombre gozaba realmente de la fetidez del aire, no había ironía en su voz. Oyó toser a su madre, y luego le llegó su voz a través de los cuerpos apelotonados:

—Qué intensos son los olores de tu sietch, Stilgar. Veo que hacéis muchas cosas con la especia… papel… plásticos… ¿y eso no son explosivos químicos?

—¿Sabes reconocer todo esto por el olor? —era otra voz de hombre. Y Paul comprendió que su madre estaba hablando para él, intentaba conseguir que aceptara rápidamente aquella avalancha en su pituitaria.

Hubo un rumor de actividad a la cabeza del grupo, una inspiración profunda y prolongada que pareció recorrer a los Fremen, y luego Paul oyó voces sofocadas a lo largo de la hilera.

—Entonces, es cierto… Liet ha muerto.

Liet, pensó Paul. Y luego: Chani, hija de Liet. Las piezas parecieron encajar en su mente. Liet era el nombre Fremen del planetólogo.

Paul miró a Farok.

—¿Es este el Liet que nosotros conocemos como Kynes? —preguntó.

—Sólo hay un Liet —dijo Farok.

Paul se volvió, y su mirada recorrió a los Fremen junto a él. Entonces, Liet-Kynes ha muerto, pensó.

—Ha sido la traición de los Harkonnen —exclamó alguien—. Lo han hecho de modo que pareciera un accidente… perdido en el desierto… un tóptero estrellado… Paul se sintió invadido por una oleada de rabia. El hombre que les había ofrecido su amistad, que les había salvado de la caza de los Harkonnen, el hombre que había enviado a las cohortes Fremen a buscar a dos criaturas perdidas en el desierto… otra víctima de los Harkonnen.

—¿Usul siente ya sed de venganza? —preguntó Farok.

Antes de que Paul pudiera responder, fue dada una orden en voz baja, y todo el grupo avanzó, penetrando en una caverna más amplia y arrastrando a Paul con ellos. En el repentino espacio abierto, se halló frente a Stilgar y a una mujer desconocida envuelta en un vestido flotante de brillantes colores naranja y verde. Sus brazos estaban desnudos hasta los hombros, y vio que no llevaba destiltraje. Su piel era de un color oliva pálido. Sus oscuros cabellos estaban peinados hacia atrás en su frente, haciendo resaltar sus pómulos y su aquilina nariz entre la densa oscuridad de sus ojos. Se volvió hacia él, y Paul vio que de sus orejas colgaban anillos dorados entremezclados con medidas de agua.

—¿Este es el que ha vencido a mi Jamis? —preguntó.

—Cállate, Harah —dijo Stilgar—. Fue Jamis quien le desafió… fue él quien invocó el tahaddi al-burhan.

—¡Pero es un muchacho! —dijo ella. Agitó bruscamente la cabeza, haciendo tintinear las medidas de agua—. ¿Mis hijos son huérfanos por culpa de otro niño? ¡Seguro, ha sido un accidente!

—Usul, ¿cuántos años tienes? —preguntó Stilgar.

—Quince años sta ndard —dijo Paul.

La mirada de Stilgar recorrió el grupo reunido ante ellos.

—¿Hay alguno entre vosotros que quiera desafiarle?

Silencio.

Stilgar miró a la mujer.

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