Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—El se ha planteado la misma pregunta, Barón, pero de un modo ligeramente distinto. El Barón estudió a Fenring, notando la tensión de los músculos de su mandíbula, el perfecto control.

—Ahhh, ya —dijo el Barón—. Espero que el Emperador no creerá poder atacarme a mí conservando el secreto absoluto de ello.

—Espera que no sea necesario.

—¡El Emperador no puede creer que le estoy amenazando! —El Barón se permitió que la cólera y la amargura asomaran a su voz, pensando: ¡Dejemos que se equivoque en esto! ¡Podría subir yo mismo al trono sin dejar ni un solo instante de protestar de mi inocencia!

—El Emperador cree lo que le dictan sus sentidos —la voz del Conde le llegó seca y remota.

—¿Se atrevería el Emperador a acusarme de traición ante todo el Consejo del Landsraad? —y el Barón contuvo el aliento, esperando que fuera así.

—El Emperador no necesita atreverse a nada.

El Barón se volvió bruscamente, flotando en sus suspensores, para esconder su expresión. ¡Podría ocurrir mientras yo aún viva!, pensó. ¡Emperador! ¡Dejemos que me acuse entonces! Luego… bastará un poco de coerción, de corrupción entre las Grandes Casas: se unirán bajo mi estandarte como una multitud de campesinos en busca de un refugio. Lo que más temen sobre todas las cosas es a los Sardaukar del Emperador atacándolas Casa tras Casa.

—El Emperador espera sinceramente no tener que acusaros nunca de traición —dijo el Conde.

Al Barón le resultó difícil eliminar toda ironía de su voz y permitirse tan sólo una expresión doliente, pero lo consiguió:

—Siempre he sido un súbdito fiel. Estas palabras me hieren más profundamente de lo que puedo expresar.

—Hummm… ahhh… —dijo el Conde.

El Barón dio la espalda al Conde, inclinando ligeramente la cabeza. Luego dijo:

—Es hora de dirigirse a la arena.

—Es cierto —dijo el Conde.

Abandonaron el cono de silencio y, lado a lado, avanzaron hacia el grupo de las Casas Menores al final de la sala. En algún lugar del castillo una campana dejó oír un lento repique… faltaban veinte minutos para el inicio de los juegos.

—Las Casas Menores esperan que las guiéis —dijo el Conde, señalando con la cabeza la gente a la que se aproximaban.

Doble sentido… doble sentido, pensó el Barón.

Alzó la vista hacia los nuevos talismanes que flanqueaban la salida de aquella sala.. la cabeza de toro montada sobre la placa de madera y el retrato al óleo del Viejo Duque Atreides, el padre del difunto Duque Leto. La vista de aquello llenó al Barón de una extraña premonición, y se preguntó qué pensamientos debían haber inspirado al Duque Leto cuando estaban colgados en las salas de Caladan y luego en las de Arrakis… la arrogante valentía del padre y la cabeza del toro que le había matado.

—La humanidad… ahhh… tiene solamente una… hummm… ciencia —dijo el Conde mientras abandonaban el salón, precediendo al grupo que se arremolinaba a su alrededor, y emergían a la sala de espera, un lugar estrecho con altas ventanas y un suelo recubierto de baldosas blancas y púrpuras.

—¿Qué ciencia? —preguntó el Barón.

—Es… hummm… ahhh… la ciencia del… ahhh… descontento —dijo el Conde. Tras ellos, las Casas Menores, rostros dóciles como corderos, rieron como convenía, pero el sonido de los motores de las puertas exteriores al ser puestos en marcha por los pajes ahogó el chirrido de las risas. Al otro lado de la puerta los vehículos aguardaban, con sus estandartes agitándose en la brisa.

El Barón elevó la voz para dominar el repentino ruido.

—Espero que la actuación de mi sobrino no os decepcionará en absoluto, Conde Fenring —dijo.

—Yo… ahhh… he de reconocer que me siento… hummm… lleno… ahhh… de un sentido de anticipación, sí —dijo el Conde—. En un… ahhh… proceso verbal, uno… hummm… ahhh… debe siempre tener en cuenta… ahhh… el papel de los orígenes. El Barón tropezó en el primer peldaño, consiguiendo disimular a duras penas la sorpresa. ¡Proceso verbal! ¡El informe de un crimen contra el Imperio!

Pero el Conde se echó a reír, como si se tratara de una broma, palmeando el brazo del Barón.

A lo largo del camino hacia la arena, sin embargo, el Barón permaneció hundido en los blandos cojines de su vehículo blindado, sin dejar de mirar furtivamente al Conde sentado a su lado, preguntándose por qué aquel recadero del Emperador había creído necesario hacer aquel chiste en particular delante de las Casas Menores. Era obvio que Fenring raramente hacía algo inútil, como tampoco empleaba nunca dos palabras cuando con una era suficiente, ni se contentaba con dar un solo sentido a cada frase. Tuvo la respuesta sólo cuando hubieron ocupado sus lugares en el palco dorado sobre la triangular arena, entre los estandartes y las tribunas y las gradas llenas de gente.

—Mi querido Barón —dijo el Conde, inclinándose hacia él para hablarle al oído—, sabréis ya que el Emperador aún no ha sancionado oficialmente la elección de vuestro heredero.

El Barón tuvo la impresión de que se hundía bruscamente en un cono de silencio producido por el shock. Miró a Fenring, apenas viendo a su Dama que se acercaba atravesando el cordón de guardias para ocupar su lugar en el palco dorado.

—Esta es la verdadera razón por la que estoy aquí —dijo el Conde—. El Emperador quiere que le informe acerca de si habéis escogido a un sucesor válido. Y no hay nada como la arena para exponer a la verdadera persona que hay tras la máscara, ¿no?

—¡El Emperador me prometió libertad absoluta para elegir mi heredero! —gruñó el Barón.

—Veremos —dijo Fenring, y se volvió para recibir a su Dama. Ella se sentó, sonrió al Barón, y luego dirigió su atención a la arena, donde Feyd-Rautha acababa de aparecer, con malla adherente y protector, un guante negro y un cuchillo largo en su mano derecha, un guante blanco y un cuchillo corto en la izquierda.

—Blanco para el veneno, negro para la pureza —dijo Dama Fenring—. Una curiosa costumbre, ¿no es así, mi amor?

—Hummm… —dijo el Conde.

Se alzaron aclamaciones de las tribunas familiares, y Feyd-Rautha se detuvo para responder, alzando los ojos y escrutando aquellos rostros: primos y coprimos, hermanastros, concubinas y parientes no-freyn. Eran una confusión de bocas rosáceas que vociferaban en un múltiple estremecimiento de colores de vestidos y estandartes. Feyd-Rautha se dio cuenta de que aquellos rostros manifestarían la misma avidez tanto ante su sangre como ante la del esclavo-gladiador. Naturalmente, no había la menor duda acerca del resultado del combate. Era sólo la apariencia del peligro y no su sustancia. Sin embargo…

Feyd-Rautha alzó el cuchillo hacia el sol, saludando a los tres lados de la arena a la antigua manera. El cuchillo corto en la mano con el guante blanco (blanco, el signo del veneno) fue el primero que volvió a su funda. Después fue la hoja larga en la mano con el guante negro… la hoja pura que ahora era impura, su arma secreta para transformar aquel día en una victoria personal: el veneno en la hoja negra. Necesitó tan sólo un instante para regular su escudo corporal e hizo una breve pausa para sentir la tensión en la piel de su frente que le garantizaba una perfecta defensa. Era su espectáculo, y Feyd-Rautha comenzó a orquestarlo con mano de maestro de ceremonias, haciendo un signo con la cabeza a sus manipuladores y distractores, verificando con una ojeada su equipo… los hierros de aceradas y brillantes puntas, los garfios y las picas adornadas con banderolas azules.

Feyd-Rautha hizo una seña a los músicos.

La lenta marcha, antigua y solemne, se elevó en la arena, y Feyd-Rautha, a la cabeza de su cuadrilla, avanzó hasta detenerse a los pies del palco de su tío para rendir su homenaje. Tomó la llave ceremonial que le fue lanzada.

La música se interrumpió.

En el repentino silencio, Feyd-Rautha dio dos pasos atrás, alzó la llave y gritó:

—Dedico esta verdad a… —hizo una pausa, sabiendo que su tío estaba pensando:

¡Este joven imbécil va a dedicarla a Dama Fenring y va a provocar un escándalo!— …a mi tío y patrón, el Barón Vladimir Harkonnen —terminó.

Y sonrió, oyendo el suspiro de alivio de su tío.

Los músicos iniciaron una marcha rápida; y Feyd-Rautha condujo nuevamente a sus hombres a través de la arena hacia la puerta de prudencia, a través de la cual solamente pasaban aquellos que mostraban la banda especial de identificación. Feyd-Rautha se felicitó a sí mismo por no haber tenido que utilizar nunca esa puerta, así como no haber necesitado nunca a los distractores. Pero era bueno saber que aquel día los tenía allí a su disposición… a veces los planes especiales comportan también riesgos especiales. El silencio cayó de nuevo sobre la arena.

Feyd-Rautha se volvió, haciendo frente a la gran puerta roja por la cual tenía que surgir el gladiador.

El gladiador especial.

El plan escogido por Thufir Hawat era admirable: simple y directo, pensó Feyd-Rautha. El esclavo no estaría drogado… y este era el peligro. Pero una palabra clave había sido impresa en el inconsciente del hombre, para bloquearlo en el instante crucial. FeydRautha repitió varias veces la palabra vital en su mente, murmurándola en silencio:

«¡Canalla!». A los ojos de los espectadores, todo ocurriría como si alguien hubiera conseguido introducir en la arena un esclavo no drogado para matar al na-Barón. Y las pruebas cuidadosamente preparadas señalarían como único culpable al maestro de esclavos.

Un sordo ronroneo se elevó de los servomotores de la gran puerta roja, que comenzó a abrirse.

Feyd-Rautha concentró toda su atención en la puerta. El primer momento era el más crítico. En el preciso instante en que aparecía el gladiador, un ojo adiestrado podía captar todo lo que necesitaba saber. Se suponía que todos los gladiadores se hallaban bajo la influencia de la elacca, prestos para morir en el combate… pero había que observar la forma en que blandían el cuchillo y montaban su guardia para saber si eran conscientes o no de la multitud. Una simple inclinación de su cabeza podía proporcionar un importante indicio para una finta o un contraataque.

La puerta roja se abrió sonoramente.

Un hombre surgió de ella a paso de carga, alto y musculoso, con el cráneo afeitado y los ojos parecidos a oscuros pozos. Su piel era del color rojo zanahoria que confería la elacca, pero Feyd-Rautha sabía que estaba pintada. El esclavo llevaba unas mallas verdes y el cinturón rojo de un semiescudo: la flecha del cinturón estaba inclinada hacia la izquierda, indicando que sólo el lado izquierdo del esclavo estaba protegido por el escudo. Empuñaba su cuchillo como si fuera una espada, ligeramente apuntado hacia adelante, como un combatiente experimentado. Avanzó lentamente por la arena, presentando su lado protegido por el escudo a Feyd-Rautha y al grupo reunido junto a la puerta de prudencia.

—No me gusta su aspecto —dijo uno de los picadores de Feyd-Rautha—. ¿Estáis seguro de que está drogado, mi Señor?

—Tiene el color —dijo Feyd-Rautha.

—Pero está en posición de combate —dijo otro ayudante.

Feyd-Rautha avanzó un par de pasos en la arena, estudiando a su esclavo.

—¿Qué se ha hecho en el brazo? —dijo uno de los distractores. Feyd-Rautha miró atentamente la sangrienta marca en el antebrazo izquierdo del hombre y luego siguió la dirección de la mano que le señalaba un dibujo que el hombre se había trazado con sangre en el lado izquierdo de sus mallas verdes: el perfil estilizado, todavía húmedo, de un halcón.

¡Un halcón!

Feyd-Rautha miró directamente a sus tenebrosos ojos, captando un brillo de excitación.

¡Es uno de los soldados del Duque Leto que capturamos en Arrakis!, pensó. ¡No es un simple gladiador! Se estremeció de pies a cabeza, preguntándose angustiado si Hawat no tendría en realidad otro plan para la arena… un truco dentro de otro truco. ¡Y aunque fuera así, sólo el maestro de esclavos aparecería como único culpable!

El jefe de manipuladores de Feyd-Rautha se inclinó a su oído.

—No me gusta el aspecto de ese hombre, mi Señor —dijo—. Dejad que le plante una o dos picas en el brazo que sostiene el cuchillo para asegurarnos.

—Plantaré yo mismo las picas —dijo Feyd-Rautha. Tomó un par de largas astas rematadas en garfios y las levantó, sopesándolas, comprobando su equilibrio. Aquellas picas estaban supuestamente drogadas… pero no en aquella ocasión, y aquello podía costar la vida al jefe de manipuladores. Pero todo formaba parte del plan.

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