El Barón se detuvo frente a ellos, sujetó a Feyd -Rautha con un gesto posesivo y dijo:
—Mi sobrino, el na-Barón, Feyd-Rautha Harkonnen —y, volviendo su rostro de bebé gordo hacia Feyd-Rautha—: El Conde y Dama Fenring, de los q ue ya te he hablado. Feyd-Rautha inclinó su cabeza con la requerida cortesía. Miró a Dama Fenring. Su exquisita figura estaba enfundada en un sencillo vestido ondeante de lino, sin ningún adorno. Sus cabellos eran sedosos y dorados. Sus ojos gris verde le devolvieron la mirada. Tenía la serena calma de las Bene Gesserit, y esto turbó profundamente al joven.
—Hummm… ahmmm… —dijo el Conde. Estudió a Feyd-Rautha—. ¿El, hummm, meticuloso joven, ha, hummm… querida? —el Conde miró al Barón—. Mi querido Barón,
¿decís que habéis hablado de nosotros a ese meticuloso joven? ¿Qué le habéis dicho?
—He hablado a mi sobrino de la gran estima en que os tiene el Emperador, Conde Fenring —dijo el Barón. Y pensó: ¡Obsérvalo bien, Feyd! Es un asesino con los modales de un conejo… el tipo más peligroso de hombre.
—¡Por supuesto! —dijo el Conde, y sonrió a su Dama.
Feyd-Rautha consideró casi insultantes las acciones y las palabras de aquel hombre. Se detenían justo en el umbral de la afrenta directa. El joven concentró su atención en el Conde: un hombre delgado, de aspecto frágil. Tenía rostro de comadreja, con ojos oscuros demasiado grandes. Sus sienes eran grises. Y sus movimientos… movía una mano o volvía la cabeza hacia un lado y hablaba hacia el otro. Era difícil seguirle.
—Hummm… ahmmm… raramente se encuentra… uhhh… una tan precisa cualidad —dijo el Conde, dirigiéndose al hombro del Barón—. Yo… ah… os felicito por la… hummm… perfección de vuestro… ahhh… heredero. Lleva en sí… hummm… la experiencia de sus mayores, por decirlo de algún modo.
—Sois demasiado gentil —dijo el Barón. Se inclinó, pero Feyd-Rautha notó que no había la menor cortesía en los ojos de su tío.
—Cuando vos sois… hummm… irónico, esto… ahhh… sugiere que estáis… hummm… meditando algo —dijo el Conde.
Está empezando de nuevo, pensó Feyd-Rautha. Se expresa en forma insultante, pero no hay nada en sus palabras que nos permita exigirle satisfacciones. Escuchar a aquel hombre le daba a Feyd-Rautha la sensación de que le metían la cabeza en una olla hirviendo… ¡hummm… ahhh…! Feyd-Rautha volvió su atención hacia Dama Fenring.
—Estamos… ahhh… robando demasiado tiempo a este joven —dijo ella—. Tengo entendido que debe aparecer en la arena hoy.
Por las huríes del harén Imperial, ¡es condenadamente adorable! pensó Feyd-Rautha.
—Hoy mataré a alguien por vos, mi Dama —dijo—. Con vuestro permiso, proclamaré mi dedicatoria en la arena.
Ella le miró serenamente, pero su voz fue como un latigazo cuando dijo:
—Vos no tenéis mi permiso.
—¡Feyd! —dijo el Barón. Y pensó: ¡Ese mocoso! ¿A caso quiere hacerse desafiar por ese asesino de Conde?
Pero el Conde se limitó a sonreír, y dijo:
—Hummm… mmm…
—Debes prepararte para la arena, Feyd —dijo el Barón—. Debes estar bien descansado y no correr riesgos estúpidos.
Feyd-Rautha se inclinó, con el resentimiento oscureciendo sus facciones.
—Estoy seguro de que todo será según tus deseos, tío. —Hizo una inclinación de cabeza hacia el Conde Fenring—: Señor —a la Dama—: mi Dama —y se volvió, saliendo a largos pasos del salón, sin dignarse echar una mirada a los miembros de las Familias Menores reunidos cerca de las dobles puertas.
—Es tan joven —suspiró el Barón.
—Hummm… oh, sí… hummm… —dijo el Conde.
Y Dama Fenring pensó: ¿Es ese el joven al cual se refería la Reverenda Madre? ¿Es esa la línea genética que debemos preservar?
—Tenemos aún más de una hora antes de acudir a la arena —dijo el Barón—. Quizá pudiéramos sostener ahora esa pequeña charla, Conde Fenring —inclinó su enorme cabeza hacia la derecha—. Quedan aún muchos puntos por discutir. Y el Barón pensó: Veamos cómo se las arreglará este lacayo del Emperador para transmitirme el mensaje que trae para mí sin llevar su grosería hasta el punto de decírmelo en voz alta.
El Conde se volvió hacia su Dama.
—Hummm… ahh… ¿nos… hummm… excusarás… ahhh… querida?
—Cada día, y a veces cada hora, lleva sus cambios —dijo ella—. Hummm… —y sonrió al Barón antes de alejarse. Su amplia falda siseó mientras avanzaba, con un paso mesurado y noble, hacia las dobles puertas del fondo del salón. El Barón observó que las conversaciones entre las Casas Menores cesaban al acercarse ella, que todos los ojos la seguían ¡Bene Gesserit!, pensó el Barón. ¡El universo haría mejor desembarazándose de ellas!
—Hay un cono de silencio entre los dos pilares ahí, a nuestra izquierda —dijo el Barón—. Podremos hablar sin temor a ser escuchados. —Abrió camino con su andar ondulante hasta la zona acústica aislante, notando cómo los ruidos del salón se volvían confusos y distantes.
El Conde avanzó a su lado, y ambos se volvieron hacia la pared para impedir que alguien pudiera leer en sus labios.
—No nos ha satisfecho el modo como habéis echado a los Sardaukar de Arrakis —dijo el Conde.
¡Habla claro!, pensó el Barón.
—Los Sardaukar no podían quedarse allí más tiempo sin correr el riesgo de que otros descubrieran cómo el Emperador me había ayudado —dijo el Barón.
—Pero vuestro sobrino Rabban no parece en absoluto preocupado por resolver el problema de los Fremen.
—¿Qué es lo que quiere el Emperador? —preguntó el Barón—. No queda más que un puñado de Fremen en Arrakis. El desierto meridional es inhabitable. El desierto septentrional es batido regularmente por mis patrullas.
—¿Quién dice que el desierto meridional es inhabitable?
—Vuestro propio planetólogo lo ha dicho, mi querido Conde.
—Pero el doctor Kynes está muerto.
—Ah, si… desgraciadamente.
—Hemos sobrevolado los territorios meridionales —dijo el Conde—. Hay evidencias de vida vegetal.
—¿Entonces la Cofradía ha aceptado explorar Arrakis desde el espacio?
—Vos conocéis bien el asunto, Barón. Sabéis que el Emperador no puede legalmente hacer vigilar Arrakis.
—Y yo tampoco —dijo el Barón—. ¿Quién ha efectuado este vuelo?
—Un… contrabandista.
—Alguien os ha mentido, Conde —dijo el Barón—. Los contrabandistas no pueden volar sobre los territorios meridionales mejor que los hombres de Rabban. Tormentas, torbellinos de arena y todo esto, ya sabéis. Los marcadores de navegación son abatidos antes incluso de que sean instalados.
—Discutiremos los diversos tipos de tormentas en otra ocasión —dijo el Conde. Ahhh, pensó el Barón.
—¿Acaso he cometido algún error al redactar mis informes? —preguntó.
—Si imagináis ya errores, luego no podréis defenderos —dijo el Conde. Está intentando deliberadamente hacerme enfurecer, pensó el Barón. Respiró a fondo dos veces para calmarse. Sintió el acre olor de su propia transpiración, y de pronto las correas de sujeción de los suspensores, bajo sus ropas, empezaron a causarle una irritante comezón.
—El Emperador no puede disgustarse por la muerte de la concubina y del muchacho —dijo el Barón—. Huyeron al desierto. Había una tormenta.
—Sí, siempre hay algún accidente oportuno —aceptó el Conde.
—No me gusta vuestro tono, Conde —dijo el Barón.
—La cólera es una cosa, la violencia otra —dijo el Conde—. Permitidme haceros una advertencia: si me ocurriera algún infortunado accidente mientras estoy aquí, todas las Grandes Casas sabrían inmediatamente lo que vos habéis hecho en Arrakis. Hace mucho tiempo que sospechan la forma en que conducís vuestros asuntos.
—El único asunto reciente que puedo recordar —dijo el Barón— es el transporte hasta Arrakis de algunas legiones de Sardaukar.
—¿Creéis realmente que podéis amenazar al Emperador con esto?
—¡Ni siquiera se me ha ocurrido!
El Conde sonrió.
—Siempre encontraríamos algunos oficiales Sardaukar dispuestos a confesar haber actuado por cuenta propia porque deseaban aplastar a vuestra escoria Fremen.
—Muchos dudarían de una tal confesión —dijo el Barón, pero aquella amenaza le había alterado. ¿Son realmente tan disciplinados los Sardaukar?, pensó.
—El Emperador quiere inspeccionar vuestros libros —dijo el Conde.
—En cualquier momento.
—Vos… esto… ¿no ponéis objeción?
—Ninguna. Mi directorio en la Compañía CHOAM puede afrontar el más profundo examen. —Y pensó: Dejemos que me acuse falsamente, que se exponga en público. Y podré decir a todos, como Prometeo: «Miradme, soy víctima de una injusticia.» Entonces, que lance cualquier otra acusación contra mí, aunque sea verdadera. Las Grandes Casas no creerán en un segundo ataque después de haber quedado demostrado que la primera acusación era falsa.
—No hay ninguna duda de que vuestros libros resistirán el más atento escrutinio —murmuró el Conde.
—¿Por qué el Emperador está tan interesado en exterminar a los Fremen? —preguntó el Barón.
—Queréis cambiar el tema de la conversación, ¿eh? —el Conde se alzó de hombros—. Son los Sardaukar quienes lo desean, no el Emperador. Les gusta matar… y odian dejar un trabajo a medio hacer.
¿Intenta asustarme recordándome que tiene a su lado a esos asesinos sedientos de sangre?, se preguntó el Barón.
—Un cierto número de muertos es algo inevitable en todos los asuntos —dijo el Barón—, pero hay que fijar un limite en algún lado. Alguien debe sobrevivir para ocuparse de la especia.
El Conde emitió una corta y seca risa.
—¿Acaso pensáis domesticar a los Fremen?
—Nunca han sido tan numerosos como para esto —dijo el Barón—. Pero la matanza ha creado mucha inquietud en el resto de la población. Nos hallamos en un punto, mi querido Fenring, en el que estoy pensando en otra solución para el problema de Arrakis. Y debo confesar que ha sido el propio Emperador quien me ha inspirado.
—¿Ahhh?
—Ved, Conde, ahí está el planeta-prisión del Emperador, Salusa Secundus, para inspirarme.
El Conde le miró con una brillante intensidad.
—¿Qué relación puede existir entre Salusa Secundus y Arrakis?
El Barón percibió la alarma en los ojos de Fenring.
—Ninguna, todavía —dijo.
—¿Todavía?
—Espero que admitiréis conmigo que el hecho de utilizar Arrakis como planeta-prisión permitiría desarrollar de un modo notable el trabajo.
—¿Anticipáis un aumento en el número de prisioneros?
—Ha habido desórdenes —admitió el Barón—. He debido tomar medidas severas, Fenring. Después de todo, vos sabéis el precio que he tenido que pagar a esa condenada Cofradía por el transporte de nuestras mutuas fuerzas hasta Arrakis. Debo recuperar esta suma de alguna manera.
—Os aconsejo que no uséis Arrakis como planeta-prisión sin el permiso del Emperador, Barón.
—Por supuesto que no —dijo el Barón, y se preguntó por qué se había producido aquella repentina frialdad en la voz de Fenring.
—Otra cosa —dijo el Conde—. Hemos sabido que el Mentat del Duque Leto, Thufir Hawat, no está muerto sino que trabaja para vos.
—No me sentía con ánimos de desperdiciarlo así —dijo el Barón.
—Entonces le mentísteis a nuestro comandante Sardaukar cuando le dijísteis que Hawat había muerto.
—Una mentira de circunstancias, mi querido Conde. No tenía estómago para discutir con aquel hombre.
—¿Era Hawat el verdadero traidor?
—¡Oh, Dios, no! Era el falso doctor. —El Barón se secó la transpiración de su cuello—. Debéis comprenderlo, Fenring. Yo no tenía Mentat. Sabéis esto. Nunca había estado sin Mentat. Me hallaba desorientado.
—¿Cómo conseguisteis que Hawat cambiara de alianza?
—Su Duque estaba muerto —el Barón forzó una sonrisa—. No hay que temer nada de Hawat, mi querido Conde. La carne del Mentat ha sido impregnada con un veneno residual. Le administramos constantemente un antídoto en su alimentación. Sin antídoto, el veneno actuará… y morirá en pocos días.
—Retiradle el antídoto —dijo el Conde.
—¡Pero me es útil!
—Sabe demasiadas cosas que ningún hombre vivo debería saber.
—Habéis dicho que el Emperador no te mía ninguna declaración.
—¡No juguéis conmigo, Barón!
—Cuando vea esa orden con el sello Imperial, obedeceré —dijo el Barón—. Pero no pienso someterme a vuestro capricho.
—¿Pensáis que esto es un capricho?
—¿Qué otra cosa puede ser? Incluso el Emperador tiene obligaciones para conmigo, Fenring. Le he librado de ese molesto Duque.
—Con la ayuda de algunos Sardaukar.
—¿Qué otra Casa hubiera encontrado el Emperador para que le proporcionara los uniformes necesarios para ocultar su participación en este asunto?