Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

He visto este lugar en un sueño, pensó.

Era al mismo tiempo tranquilizador y frustrante. En alguna parte en su futuro estaban siempre las hordas fanáticas arrasándolo todo en su nombre a través del universo. El estandarte verde y negro de los Atreides flotaba como un símbolo de terror. Legiones salvajes cargaban en las batallas lanzando su grito de guerra:

«¡Muad’Dib!»

Esto no ocurrirá, pensó. No puedo permitir que ocurra.

Pero sintió al mismo tiempo dentro de sí la desesperada conciencia racial, su propia terrible finalidad, y supo que sería casi imposible desviar al terrible destructor. Estaba tomando fuerza y empuje. Si él moría en aquel instante, todo continuaría a través de su madre y de su hermana aún no nacida. Nada lo detendría salvo la muerte de todo aquel grupo allí y entonces… incluidos su madre y él.

Paul miró a su alrededor, vio el grupo desplegado en una larga hilera. Le estaban empujando hacia una barrera baja tallada en la misma roca. Más allá de la barrera, a la luz del globo de Stilgar, Paul vio una extensión de agua que se perdía en las sombras. La pared opuesta era apenas visible en la vacía oscuridad, quizá a cien metros de distancia. Jessica sintió que su reseca piel se distendía en sus mejillas y su frente bajo la humedad del aire. El estanque de agua era profundo; percibió su profundidad, y resistió el deseo de hundir sus manos en ella.

Se oyó un chapoteo a su izq uierda. Miró más allá de la sombría línea de Fremen y vio a Stilgar, con Paul a su lado y los maestros de agua que vertían su saco al estanque a través de un medidor de flujo. El medidor era un redondo ojo gris a orillas del estanque. Vio su registro luminoso moverse mientras el agua fluía a través de él, lo vio detenerse en los treinta y tres litros, siete dracmas y un tercio.

Una magnifica precisión en la medida del agua, pensó Jessica. Y notó que las paredes del medidor no retenían el menor rastro de humedad tras el paso del agua. La tensión superficial del liquido era anulada. Aquel simple hecho era un indicio elocuente de la tecnología Fremen: eran perfeccionistas.

Jessica se abrió camino a través de la barrera hacia Stilgar. Su camino fue presidido por una casual amabilidad. Notó la mirada ausente de los ojos de Paul, pero el misterio de aquel gran estanque de agua dominaba sus pensamientos.

Stilgar la miró.

—Algunos de los nuestros tienen urgente necesidad de agua —dijo—, y sin embargo pueden venir hasta aquí y no tocarla. ¿Comprendes esto?

—Lo creo —dijo ella. El miró hacia el estanque.

—Tenemos aquí más de treinta y ocho millones de decalitros —dijo—. Ocultos y bien protegidos de los pequeños hacedores, a buen recaudo.

—Un tesoro —dijo ella.

Stilgar elevó el globo y la miró directamente a los ojos.

—Es mucho más que un tesoro. Tenemos millares de escondrijos como éste. Sólo muy pocos de entre nosotros los conocen todos. —Inclinó la cabeza hacia un lado. El globo acentuó las amarillas sombras en su rostro y barba— ¿Oyes esto?

Escucharon.

El gotear del agua precipitada por la trampa de viento llenaba la vasta sala con su presencia. Jessica vio reflejado el éxtasis en los rostros del inmóvil y fascinado grupo. Sólo Paul parecía estar distante de aquella sensación de maravilla. Para Paul, el sonido de cada gota era un momento que moría. Sentía el tiempo fluir a su través, en instantes que no podían ser recapturados. Sintió la necesidad de una decisión, pero no tenía la fuerza necesaria para moverse.

—Nuestras necesidades han sido calculadas con precisión —dijo Stilgar—. Cuando hayamos alcanzado la cantidad requerida, podremos cambiar el rostro de Arrakis. Un murmullo de respuesta surgió de todo el grupo:

—Bi-lal kaifa.

—Atraparemos a las dunas bajo plantaciones de hierba —dijo Stilgar, y su voz sonó más fuerte—. Mantendremos el agua en el suelo con árboles y raíces.

—Bi-lal kaifa —entonaron los demás.

—Cada año, los hielos polares se retraen —dijo Stilgar.

—Bi-lal kaifa —cantaron.

—Convertiremos Arrakis en un hogar… con lentes derretidoras en los polos, con lagos en las zonas templadas, y solamente el alto desierto para el hacedor y su especia.

—Bi-lal kaifa.

—Y ningún hombre tendrá en el futuro necesidad de agua. Podrá tomarla de los pozos, de los lagos y de los canales. Correrá libremente a lo largo de los qanats para alimentar nuestras plantas. Estará allí para que cualquiera pueda tomarla. Será de todo el mundo, bastará que uno tan sólo ponga su mano.

—Bi-lal kaifa.

Jessica captó el ritual religioso en aquellas palabras, notó su propia instintiva respuesta reverencial. Han hecho una alianza con el futuro, pensó. Tienen su montaña que escalar. Es el sueño científico… y ese pueblo sencillo, esos campesinos, se han embebido de él. Sus pensamientos se dirigieron hacia Liet-Kynes, el ecólogo planetario del Emperador, el hombre que se había transformado en un nativo… y sintió maravilla por él. Era un sueño capaz de capturar el alma de aquellos hombres, y sintió la mano del ecólogo en él. Era un sueño por el cual los hombres estarían dispuestos a morir. Aquel era otro de los ingredientes esenciales que necesitaría su hijo: un pueblo con una finalidad. Sería tan fácil suscitar fervor y fanatismo en un tal pueblo. Podría empuñarlo como una espada para reconquistar su lugar.

—Ahora debemos partir —dijo Stilgar— y esperar a que se levante la primera luna. Cuando Jamis esté en el buen camino, podremos volver a casa.

Murmurando su reluctancia, el grupo le siguió hacia la escalera tallada en la roca, dando su espalda al agua.

Y Paul, caminando tras Chani, sintió que un momento vital acababa de escapársele de las manos, que había dejado pasar una decisión esencial y que ahora ya era prisionero de su propio mito. Sabía que había visto aquel lugar antes, en un fragmento de un sueño presciente en el lejano Caladan, pero había detalles de aquel lugar que nunca antes había visto. Una vez más, los límites de su poder le turbaron. Era como si cabalgase en una ola del tiempo, a veces en su seno, a veces en su cima… y a todo su alrededor otras olas alzándose y cayendo, revelando y luego escondiendo aquello que transportaban en su superficie.

Y por encima de todo ello, el salvaje jihad aparecía siempre ante él, con la violencia y la matanza. Era como un escollo dominando las olas.

El grupo enfiló a través de la última puerta y penetró en la caverna principal. La puerta fue sellada. Las luces fueron apagadas, los orificios de la caverna abiertos de nuevo, revelando la noche y las estrellas brillando sobre el desierto. Jessica avanzó hacia el reseco borde, más allá del umbral de la caverna, y miró hacia arriba, hacia las estrellas. Eran brillantes y nítidas. Había gente moviéndose a su alrededor, oyó el sonido de un baliset que era afinado a sus espaldas, y la voz de Paul ajustando el tono con la boca cerrada. Había una melancolía en aquella voz que no le gustó.

La voz de Chani resonó en lo hondo de la oscuridad de la caverna.

—Háblame de las aguas de tu mundo natal, Paul-Muad’Dib.

Y Paul:

—En otro momento, Chani. Te lo prometo.

Tanta tristeza.

—Es un buen baliset —dijo Chani.

—Muy bueno —dijo Paul—. ¿Crees que Jamis me odiará si lo uso?

Habla de los muertos en presente, pensó Jessica. Las implicaciones de aquello la turbaron.

—A Jamis le gustaba tocar algo a esta hora —intervino una vo z de hombre.

—Entonces, cántame una de tus canciones —pidió Chani.

Hay tanta feminidad en la voz de esa chica, pensó Jessica. Tengo que prevenir a Paul acerca de sus mujeres… y pronto.

—Es una canción que cantaba un amigo mío —dijo Paul—. Creo que ya está muerto ahora… Gurney. La llamaba su canción del anochecer.

Los hombres callaron, mientras la suave voz de tenor de Paul se alzaba a los acordes del baliset:

«En este cielo de cenizas ardientes…

Un sol dorado se pierde en el crepúsculo.

Qué sentidos locos, perfume de desesperación Son los consortes de nuestros recuerdos.»

Jessica sintió en su pecho la música de las palabras… pagana y cargada de sonidos que de pronto la hicieron sentir intensamente consciente de sí misma, de su cuerpo y de sus necesidades, escuchó en el tenso silencio:

«Perlas de incienso en el réquiem de la noche…

¡Son para nosotros!

Qué alegría, entonces, resplandece…

Luminosa en tus ojos…

Qué amores sembrados de flores Atraen nuestros corazones…

Qué amores sembrados de flores Aplacan nuestros deseos.»

Y Jessica oyó el prolongado silencio que siguió a la última sostenida nota que quedó vibrando en el aire. ¿Por qué mi hijo le ha cantado una canción de amor a esa chica?, se preguntó. Sintió un miedo repentino. Notaba la vida deslizarse a su alrededor, y no podía aferrarla. ¿Por qué ha elegido esa canción?, pensó. Los instintos son a veces veraces.

¿Por qué lo ha hecho?

Paul permaneció silencioso en la oscuridad, con un único pensamiento dominando su consciencia: Mi madre es mi enemiga. Ella no lo sabe, pero lo es. Es ella quien lleva el jihad en su sangre. Me ha hecho nacer; me ha adiestrado. Es mi enemiga.

CAPÍTULO XXXV

El concepto de progreso actúa como un mecanismo de protección destinado a defendernos de los terrores del futuro.

De «Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

En su decimoséptimo aniversario, Feyd -Rautha Harkonnen mató a su centésimo esclavo -gladiador en los juegos familiares. Los visitantes observadores de la Corte Imperial -el Conde y Dama Fenring-se encontraban en el mundo natal de los Harkonnen, Giedi Prime, para el acontecimiento, y fueron invitados a sentarse aquella tarde con la familia inmediata en el palco dorado encima de la arena triangular. En honor del aniversario del na-Barón, y a fin de recordar a todos los Harkonnen y a sus súbditos que Feyd-Rautha era el heredero designado, aquel día fue declarado festivo en Giedi Prime. El viejo Barón decretó que todo trabajo fuera interrumpido de uno a otro meridiano, y en la ciudad familiar de Harko no se regateó ningún esfuerzo para crear una ilusión de alegría: estandartes ondeando en todos los edificios, una nueva capa de pintura en las paredes a lo largo de toda la Gran Avenida.

Pero, entre una casa y la otra, el Conde Fenring y su Dama vieron montones de inmundicias, y las paredes destilando suciedad que se reflejaban en los charcos de agua sucia entre los cuales la gente andaba furtivamente.

Tras los azules muros de la morada del Barón reinaba una perfección inspirada en el terror, pero el Conde y su Dama vieron el precio pagado: guardias por todos lados, y armas con aquel brillo particular que a un ojo entrenado indicaba un frecuente uso. Había puestos de control en casi todas las calles, incluso en el interior del castillo. Los sirvientes revelaban su adiestramiento militar en su forma de andar, en sus hombros rígidos… en la forma en que sus atentos ojos lo observaban todo, vigilando y vigilando.

—La presión aumenta —murmuró el Conde a su Dama en su lengua secreta—. El Barón apenas empieza a ver el precio que realmente está pagando por desembarazarse del Duque Leto.

—Un día te contaré la leyenda del fénix —dijo ella.

Se encontraban en la sala de recepción del castillo, en espera de acudir a los juegos familiares. No era una sala amplia —quizá cuarenta metros de largo por la mitad de ancho— pero falsos pilares a lo largo de las paredes uniéndose en ángulo agudo con un techo ligeramente arqueado daban la ilusión de un espacio mucho más amplio.

—Ahhh, aquí está el Barón —dijo el Conde.

El Barón avanzaba a lo largo de la sala con aquel peculiar andar flotante motivado por la necesidad de guiar constantemente los suspensores que soportaban su enorme cuerpo. Sus mejillas temblequeaban, y los suspensores se movían cadenciosamente bajo sus ropas color naranja. Los anillos brillaban en sus dedos, y los opafuegos llenaban de iridiscencias su atuendo.

A su lado avanzaba Feyd-Rautha. Sus oscuros cabellos estaban peinados en apretados bucles que parecían incongruentemente alegres en contraste con sus tristes ojos. Llevaba una entallada túnica negra y pantalones ajustados ligeramente abiertos al final. Blandas pantuflas calzaban sus pequeños pies.

Dama Fenring, notando el porte del joven y la firmeza de los músculos bajo su túnica, pensó: He aquí alguien que no se dejará engordar.

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