Al otro lado de la caverna se encendieron algunos globos. Vio gente moviéndose, y entre ella a Paul, ya vestido, con la capucha echada hacia atrás, revelando el aquilino perfil de los Atreides.
Se había comportado de una forma un tanto extraña antes de retirarse, pensó. Ausente. Como si hubiera regresado de entre los muertos, no aún del todo consciente, con los ojos vítreos, semicerrados, vueltos hacia su interior. Esto le recordó lo que le había dicho acerca de la dieta impregnada en especia: adictiva.
¿Tendrá otros efectos colaterales?, se preguntó. Ha dicho que existía alguna relación con sus facultades prescientes, pero ha permanecido extrañamente silencioso respecto a sus visiones.
Stilgar surgió de las sombras a su derecha, avanzando hacia el grupo bajo los globos. Jessica observó su andar prudente, felino, el modo como sus dedos jugueteaban con su barba.
El miedo la aferró de pronto, cuando sus sentidos le revelaron las visibles tensiones en la gente que rodeaba a Paul… los reticentes movimientos, las posiciones rituales.
—¡Tienen mi protección! —tronó Stilgar.
Jessica reconoció al hombre al que se dirigía Stilgar: ¡Jamis! Vio la rabia de Jamis en la rigidez de sus hombros.
¡Jamis, el hombre al que Paul venció!, pensó.
—Conoces la regla, Stilgar —dijo Jamis.
—¿Quién la conoce mejor que yo? —respondió Stilgar, y había un tono apaciguador en su voz, el intento de calmar los ánimos.
—Elijo el combate —gruñó Jamis.
Jessica se apresuró a través de la caverna, sujetando el brazo de Stilgar.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Es la regla del amtal —dijo Stilgar—. Jamis exige la prueba de que vosotros sois los de la leyenda.
—Puede elegir un paladín —dijo Jamis—. Si su paladín vence, entonces hay verdad en ella. Pero está dicho… —miró a la gente que se apretujaba a su alrededor—… que no escogerá paladín entre los Fremen: ¡así que tiene que ser su propio compañero!
¡Quiere un combate mano a mano con Paul!, pensó Jessica.
Soltó el brazo de Stilgar, avanzando un paso.
—Yo soy el paladín de mí misma —dijo—. El sentido es lo bastante simple como para…
—¡Tú no nos dictarás nuestras reglas! —cortó Jamis—. No, sin más pruebas que las que nos has dado. Stilgar puede haberte sugerido esta mañana las palabras que había que decir para engañarnos, y lo único que has tenido que hacer es repetirlas. Podría vencerte, pensó Jessica, pero esto entraría en conflicto con su interpretación de la leyenda. Y se preguntó de nuevo de qué modo había podido ser alterado el trabajo de la Missionaria Protectiva en aquel planeta.
Stilgar miró a Jessica, y habló en voz baja pero de forma que todos pudieran oírle:
—Jamis es un hombre que conserva el rencor, Sayyadina. Tu hijo le ha vencido y…
—¡Fue un accidente! —rugió Jamis—. Había brujería en la Depresión de Tuono. ¡Y ahora voy a probarlo!
—…y yo mismo le he vencido también —prosiguió Stilgar—. Busca en el desafío tahaddi vengarse también de mí. Hay demasiada violencia en Jamis para que alguna vez sea un buen jefe: demasiada ghafla, demasiada inestabilidad. Tiene su boca llena de reglas pero su corazón vuelto al sarfa, el alejamiento de Dios. No, nunca será un buen jefe. Hasta ahora le he perdonado estas cosas porque es un buen combatiente, pero esta rabia que le corroe le hace peligroso para sí mismo y para su gente.
—¡Stilgaaar! —rugió Jamis.
Y Jessica comprendió lo que intentaba Stilgar, atraer hacia él el furor de Jamis, obligarle a desafiarle a él en vez de a Paul.
Stilgar hizo frente a Jamis, y Jessica oyó de nuevo el deseo de apaciguar en la resonante voz.
—Jamis, es tan sólo un muchacho. El…
—Tú le has llamado hombre —dijo Jamis—. Su madre dice que ha afrontado el gom jabbar. Su carne es firme y rezuma agua. Aquellos que han llevado su mochila dicen que hay litrojons de agua en ella. ¡Litrojons! Y nosotros continuamos sorbiendo nuestros bolsillos de recuperación al primer indicio de rocío.
Stilgar miró a Jessica.
—¿Es eso cierto? ¿Hay agua en vuestra mochila?
—Sí.
—¿Litrojons?
—Dos litrojons.
—¿Qué pensábais hacer con semejante riqueza?
¿Riqueza?, pensó Jessica. Agitó la cabeza, consciente de la repentina frialdad en la voz del hombre.
—Allí donde nací, el agua cae del cielo y corre sobre la tierra formando largos ríos —dijo—. Los océanos son tan vastos que desde una orilla no se puede ver la otra. No he sido educada en vuestra disciplina del agua. Nunca he tenido que pensar así. Un suspiro se elevó de la gente reunida a su alrededor:
—El agua cae del cielo y corre sobre la tierra…
—¿Sabes que algunos de entre nosotros han perdido el agua de sus bolsillos de recuperación por accidente, y estarán en peligro antes de haber alcanzado Tabr esta noche?
—¿Cómo podía saberlo? —Jessica agitó su cabeza—. Si la necesitan, dales el agua de nuestra mochila.
—¿Esto es lo que pensábais hacer con vuestra riqueza?
—Pensábamos salvar vidas —dijo ella.
—No nos compraréis con vuestra agua —gruñó Jamis—. Y tú tampoco conseguirás que vuelva mi furor hacia ti, Stilgar. Ya veo que quieres que te desafíe a ti antes de haber podido probar mis palabras.
Stilgar hizo frente a Jamis.
—¿Estás decidido a obligar a este muchacho a combatir, Jamis? —su voz era baja, venenosa.
—Ella debe elegir un paladín.
—¿Incluso si tiene mi protección?
—Invoco la regla del amtal —dijo Jamis—. Es mi derecho.
Stilgar asintió.
—En este caso, si el muchacho no te atraviesa, tendrás que enfrentarte con mi cuchillo inmediatamente después. Y esta vez mi hoja no se detendrá.
—No podéis hacer esto —dijo Jessica—. Paul es tan sólo…
—Tú no puedes intervenir, Sayyadina —dijo Stilgar—. Oh, sé que puedes vencerme, y también puedes vencer a cualquiera de nosotros, pero no puedes vencernos a todos juntos. Así debe ser; es la regla del amtal.
Jessica permaneció silenciosa, mirándole a la verde luz de los globos, descubriendo la rigidez demoníaca que se había apoderado de pronto de sus rasgos. Pasó su atención a Jamis, observó su ceñuda expresión y pensó: Hubiera debido ver esto antes. Rumia. Es del tipo silencioso, de los que trabajan en lo más profundo de si mismos. Tendría que haber estado preparada.
—Si hieres a mi hijo —dijo— tendrás que enfrentarte conmigo. Te desafío. Te despedazaré como a un…
—Madre —Paul avanzó, tocando su brazo—. Quizá si me explico con Jamis, entonces…
—¡Explicarte! —se burló Jamis.
Paul calló, mirando al hombre. No sentía miedo de él. Jamis parecía torpe en sus movimientos, y había caído muy pronto en su encuentro nocturno en la arena. Pero Paul percibía aún el rebullir de los nexos de aquella caverna, recordaba su presciente visión de sí mismo muerto por un cuchillo. Había tan pocos caminos de escape para él en aquella visión…
—Sayyadina —dijo Stilgar—, ahora debes retirarte hacia…
—¡Deja de llamarla Sayyadina! —dijo Jamis—. Eso aún tiene que ser probado. ¡Ella conoce la plegaria! ¿Y qué? Cualquier niño entre nosotros la sabe. Ha hablado suficiente, pensó Jessica. Tengo su registro. Podría inmovilizarlo con una sola palabra. Vaciló. Pero no puedo inmovilizarlos a todos.
—Entonces me responderás —dijo Jessica, y su voz era como un lamento, con una llamada en la última palabra.
Jamis la miró, con un visible temor en su rostro.
—Te enseñaré el dolor —dijo ella en el mismo tono—. Recuerda esto mientras combates. Tu agonía será tan grande que comparado con ella el gom jabbar será un recuerdo agradable. Te retorcerás con todo tu…
—¡Intenta embrujarme! —gritó Jamis. Cerró el puño y lo colocó tras su oreja—. ¡Invoco el silencio sobre ella!
—Que así sea, entonces —dijo Stilgar. Lanzó una mirada imperativa a Jessica—. Si sigues hablando, Sayyadina, sabremos que ha sido tu brujería y tendrás que pagar. —Hizo un signo con la cabeza para que retrocediera.
Jessica sintió algunas manos que la empujaban hacia atrás, pero se dio cuenta que lo hacían sin agresividad. Vio a Paul separado de los demás, y el rostro de elfo de Chani inclinándose hacia él y susurrándole algo al oído, mientras hacía una inclinación con la cabeza hacia Jamis.
Se formó un círculo. Fueron colocados más globos y todos ellos regulados al amarillo. Jamis penetró en el círculo, se quitó sus ropas y las entregó a alguien del grupo. Permaneció inmóvil, enfundado en su destiltraje gris, remendado y manchado. Por un momento, inclinó la cabeza hacia su hombro y bebió del tubo de un bolsillo de recuperación. Luego se irguió y se quitó también el traje, entregándolo cuidadosamente a los demás. Después esperó, vestido tan sólo con un taparrabos y un trozo de paño enrollado a sus pies, y con un crys en su mano derecha.
Jessica observó a la chica Chani ayudando a Paul, vio que le ponía un crys en su palma, vio a él cogerlo, sopesarlo, comprobar su equilibrio. Y Jessica recordó que Paul había sido adiestrado en el prana y bindu, nervio y fibra… que había aprendido a batirse a muerte con hombres como Duncan Idaho y Gurney Halleck, hombres que ya eran leyenda en vida. El muchacho conocía los tortuosos trucos Bene Gesserit, y se le veía confiado y relajado.
Pero sólo tiene quince años, pensó. Y no tiene escudo. Tengo que detener esto. Debe existir un medio… Levantó la mirada, y vio que Stilgar la observaba.
—No puedes impedirlo —dijo él—. No debes hablar.
Ella se llevó la mano a la boca, pensando: He sembrado el miedo en la mente de Jamis. Esto le hará más lento… quizá. Si pudiera rezar… realmente rezar. Ahora Paul estaba en el interior del círculo, vestido con sus ropas de combate que había guardado bajo su destiltraje. Sujetaba el crys en su mano derecha; sus pies estaban desnudos sobre la arenosa roca. Idaho le había instruido muchas veces:
«Cuando dudes del terreno, permanece descalzo.» Y las palabras de Chani estaban aún vivas en su consciencia: «Jamis se inclina con su cuchillo hacia la derecha después de una parada. Es una costumbre suya que todos conocemos. Y te mirará a los ojos para golpear en el momento en que parpadees. Y combate con las dos manos; vigila en todo momento a qué mano pasa su cuchillo.»
Pero tan intenso había sido en Paul el adiestramiento, que le parecía sentir en todo el cuerpo el mecanismo de las reacciones instintivas que le habían sido inculcadas día a día, hora tras hora.
Las palabras de Gurney Halleck volvieron de nuevo a su mente: «El buen combatiente debe pensar simultáneamente en la punta y en el filo y en la guarda de su cuchillo. La punta puede también cortar; el filo puede también apuñalar; y la guarda puede también atrapar la hoja del adversario.»
Paul examinó el crys. No tenía guarda; sólo un pequeño anillo en la empuñadura, para proteger la mano. Recordó de pronto que ignoraba la resistencia de la hoja. Ni siquiera sabía si podía ser partida.
Jamis comenzó a avanzar a su derecha, a lo largo del círculo, por el lado opuesto al de Paul.
Paul se agazapó, dándose cuenta de que no tenía escudo, mientras que todo su adiestramiento en la lucha se basaba en la presencia de aquella sutil pantalla a su alrededor, que exigía la mayor rapidez en la defensa, pero una lentitud calculada en el ataque para poder penetrar en el escudo del adversario. Pese a las constantes advertencias de sus instructores, se daba cuenta ahora de que el escudo formaba íntimamente parte de sus reacciones.
Jamis lanzó el desafío ritual:
—¡Pueda tu cuchillo astillarse y romperse!
Entonces, el cuchillo puede partirse, pensó Paul.
Se advirtió así mismo que Jamis tampoco llevaba escudo, pero que no había sido adiestrado en su uso y que por lo tanto no estaba sujeto a inhibiciones. Paul miró a Jamis a través del círculo. El cuerpo del hombre parecía hecho de cuero tensado sobre el esqueleto desecado. Su crys lanzaba reflejos lácteos a la amarilla luz de los globos.
Paul sintió un estremecimiento de miedo. De pronto se sintió solo y desnudo en aquella confusa luminosidad amarillenta, en medio de aquel círculo de gente. La presciencia le había llenado con innumerables experiencias, haciéndole entrever las grandes corrientes del futuro y los resortes de decisión que las guiaban, pero aquello era el ahora real. La muerte estaba presente en un infinito número de posibilidades. Se dio cuenta de que, en aquel instante, un mínimo gesto podía cambiar el futuro. Algo como un acceso de tos entre los espectadores, un instante de distracción. Una variación en el brillo de un globo, una engañosa sombra.