—Lo más importante en un jefe es lo que ha hecho de él un jefe: Las necesidades de su pueblo. Si me enseñas tus poderes, llegará un día en que uno de los dos tendrá que desafiar al otro. Preferiría otra alternativa.
—¿Acaso existen varias alternativas? —preguntó ella.
—La Sayyadina —dijo él—. Nuestra Reverenda Madre es vieja.
¡Su Reverenda Madre!
Antes de que pudiera replicar; él dijo:
—No me ofrezco necesariamente como compañero. No es nada personal, aunque tú eres hermosa y deseable. Pero si te convirtieras en una de mis mujeres, esto podría conducir a que algunos de mis hombres más jóvenes creyeran que me preocupo más de los placeres de la carne que de las necesidades de la tribu. Incluso ahora están mirándonos y escuchándonos.
Un hombre que medita sus decisiones y las consecuencias, pensó ella.
—Hay algunos, entre los jóvenes de mi tribu, que han alcanzado la edad de los pensamientos salvajes —dijo él—. Han de ser guiados cautelosamente durante este período. No debo darles ninguna razón válida para desafiarme. Porque entonces tendré que matar o herir a algunos de ellos. Esta no es una forma razonable de actuar para un jefe, si puede evitarla honorablemente. Un jefe, comprende, es lo que diferencia a un pueblo de una turba. Mantiene el nivel de individualidad. Demasiada poca individualidad, y el pueblo se convierte en una turba.
Sus palabras, la profundidad de su consciencia, el hecho de que hablara tanto para ella como para los que escuchaban secretamente, obligaron a Jessica a revaluarle. Tiene valía, pensó. ¿Dónde habrá aprendido este equilibrio interno?
—La ley que establece nuestro modo de elegir un jefe es una ley justa —dijo Stilgar—. Pero a veces ocurre que esta justicia no es lo que el pueblo necesita en un momento determinado. Actualmente, lo que más necesitamos es crecer y prosperar, a fin de extender nuestras fuerzas por un territorio cada vez más amplio.
¿Cuáles son sus antepasados?, se preguntó ella. ¿Cómo se obtiene una tal raza?
—Stilgar —dijo—, te he subestimado.
—Eso sospechaba —dijo él.
—Aparentemente, cada uno de nosotros ha subestimado al otro —dijo ella.
—Quisiera poner fin a todo esto —dijo Stilgar—. Quisiera ser tu amigo… y ofrecerte mi confianza. Me gustaría que naciera entre nosotros ese respeto que crece en el pecho sin exigir la mezcla de sexos.
—Comprendo —dijo ella.
—¿Tienes confianza en mí?
—Siento que eres sincero.
—Entre nosotros —dijo él—, las Sayyadina, cuando no representan la autoridad oficial, tienen derecho a un lugar de honor. Enseñan. Mantienen la potencia de Dios entre nosotros —se tocó el pecho.
Este es el momento de aclarar el misterio de su Reverenda Madre, pensó Jessica. Dijo:
—Has hablado de vuestra Reverenda Madre… y he oído alusiones a leyendas y profecías.
—Se ha dicho que una Bene Gesserit y su hijo detentan la llave de nuestro futuro —dijo él.
—¿Crees que yo sea esa Bene Gesserit?
Observó el rostro del hombre, pensando: El brote joven muere muy fácilmente. Los inicios son siempre tiempos de gran peligro.
—No lo sabemos —dijo él.
Ella asintió, pensando: Es un hombre honrado. Quiere un signo de mí pero no influenciará al destino dándome él este signo.
Jessica volvió la cabeza y miró a través de la hendidura hacia las sombras doradas, las sombras púrpuras, la vibración del polvoriento aire de la depresión. Su mente fue repentinamente invadida por una prudencia felina. Conocía el canto de la Missionaria Protectiva, sabía cómo adaptar las técnicas de la leyenda y del miedo para sus necesidades más inmediatas, pero captó que en aquel lugar se habían producido cambios… como si alguien hubiera venido entre aquellos Fremen y se hubiera servido para sus propias necesidades de la impronta dejada por la Missionaria Protectiva. Stilgar carraspeo.
Jessica captó su impaciencia, comprendió que el día estaba avanzando y que los hombres querían sellar aquella abertura. Era el tiempo de jugar audazmente, y fue consciente de lo que necesitaba: algún dar al-hikman, alguna escuela de traducción que le permitiera…
—Adab —susurró.
Su mente pareció replegarse de pronto sobre sí misma. Reconoció la sensación, y su pulso se aceleró. Nada en todo el adiestramiento Bene Gesserit iba acompañado de una señal como aquella. Podía ser tan sólo el adab, la memoria que se despertaba por sí misma a la llamada. Se abandonó y dejó que las palabras surgieran de su boca.
—Ibn qirtaiba —dijo—, tan lejos como el lugar donde termina el polvo —alzó un brazo, liberándolo de los pliegues de su ropa, vio a Stilgar desorbitar sus ojos, oyó el roce de muchas ropas a su espalda—, veo un… Fremen con el libro de los ejemplos —entonó—. Lo lee a al-Lat, el sol al que ha desafiado y dominado. Lo lee a los Sadus del Juicio, y esto es lo que lee:
«Mis enemigos son como hojas verdes devoradas Creciendo en el camino de la tormenta.
¿No habéis visto lo que ha hecho nuestro Señor?
Ha enviado la pestilencia sobre aquellos Que han tramado contra nosotros.
Ahora son como pájaros dispersados por el cazador.
Sus complots son cebo envenenado que todas las bocas rechazan.»
Se sintió invadida por un temblor. Dejó caer su brazo. Detrás de ella, en las profundas sombras de la caverna, le llegó en respuesta un murmullo de muchas voces:
—Sus obras han sido destruidas.
—El fuego de Dios monta en tu corazón —dijo ella. Y pensó: Ahora la cosa va bien encaminada.
—El fuego de Dios nos ilumina —fue la respuesta.
Ella asintió.
—Tus enemigos caerán.
—Bi-lal kaifa —respondieron.
En el repentino silencio, Stilgar se inclinó ante ella.
—Sayyadina —dijo—. Si Shai-hulud lo acepta, podrás dar el paso interior como Reverenda Madre.
Paso interior, pensó ella. Una extraña manera de expresarse. Pero el resto se corresponde bastante bien con el canto. Y sintió una cínica amargura por lo que acababa de hacer. Nuestra Missionaria Protectiva falla raras veces. Ha preparado un lugar para nosotras en este desolado mundo. Cavado con la ayuda de la plegaria del salat. Ahora… debo llevar adelante el papel de Auliya, la Amiga de Dios… la Sayyadina de ese pueblo vagabundo tan impregnado por las profecías Bene Gesserit que incluso dan el nombre de Reverenda Madre a sus sacerdotisas.
Paul permanecía al lado de Chani en las sombras de la caverna. Conservaba aún el sabor de la comida que ella le había dado: carne de pájaro y cereales amasados con miel de especia y envueltos en una hoja. Comiendo aquello, se había dado cuenta de que nunca antes había absorbido una tal concentración de especia, y por un instante había sentido miedo. Sabía lo que aquella esencia podía hacer con él… el cambio de la especia que empujaría a su mente hacia una mayor consciencia presciente.
—Bi-lal kaifa —susurró Chani.
La miró, y vio la emoción con la cual los Fremen escuchaban las palabras de su madre. Tan sólo el hombre llamado Jamis se mantenía aparte, inmóvil, con los brazos cruzados sobre su pecho.
—Duy yakha hin mange —susurró Chani—. Duy punra hin mange. Tengo dos ojos. Tengo dos pies.
Y miró a Paul con ojos de estupor.
Paul inspiró profundamente, intentando reprimir aquella tormenta que había en su interior. Las palabras de su madre habían desencadenado el efecto de la esencia de especia, y su voz había danzado en él como las sombras de una fogata. Había percibido el cinismo en ella… ¡la conocía tan bien!… pero nada podía detener aquella transformación iniciada con algunos bocados de comida.
¡La terrible finalidad!
La sentía, aquella consciencia racial a la cual no podía escapar. Aquella mente suya tan aguda, aquel flujo de informaciones, la fría precisión de su conocimiento. Se dejó deslizar hasta el suelo, apoyando su espalda en la roca, abandonándose. Su consciencia fluyó hacia aquel estrato intemporal desde el cual podía ver el tiempo, percibir y sentir abiertos ante él los vientos del futuro… los vientos del pasado: pasado, presente y futuro vistos a través de un solo ojo… todos ellos combinados en una visión trinocular que le permitía ver el tiempo como si se hubiera convertido en espacio. Existía el peligro, lo sentía, de ir demasiado lejos, por lo que tenía que aferrarse desesperadamente al presente, sintiendo la imprecisa distorsión de la experiencia, el fluir del momento, la continua solidificación del lo-que-es en el perpetuo-era. Aferrándose al presente, percibió por primera vez la monumental regularidad del movimiento del tiempo, complicada por vórtices, olas, flujos y reflujos, como la resaca batiendo contra los arrecifes. Esto le proporcionó una nueva comprensión de su presciencia, y percibió la fuente del ciego fluir del tiempo, la fuente del error en él, con una inmediata sensación de miedo.
La presciencia, comprendió, era una iluminación que incorporaba los limites de lo que revelaba… una combinación de exactitud y de errores significativos. Una especie de indeterminación de Heisenberg intervenía: la propia energía de sus visiones alteraba, en el mismo instante de producirse, lo que veía.
Y lo que veía era el nexo temporal de aquella caverna, un rebullir de posibilidades concentrado allí, en el cual la acción más imperceptible —un parpadeo, una palabra irreflexiva, un grano de arena mal situado— actuaba como una gigantesca palanca, a través de todo el universo conocido. La violencia estaba presente con un número tal de variantes que el más mínimo movimiento desencadenaba inmensas alteraciones en el esquema.
Esta visión le empujó a una absoluta inmovilidad, pero incluso esta inmovilidad era una acción que tendría sus consecuencias.
Innumerables consecuencias… líneas divergentes dimanando de aquella caverna, y a lo largo de gran parte de aquellas líneas de consecuencia pudo ver su propio cadáver, con sangre derramándose de una horrenda herida de cuchillo.
CAPÍTULO XXXIII
Mi padre, el Emperador Padishah, tenía setenta y dos años y no aparentaba más de treinta y cinco cuando decidió la muerte del Duque Leto y la restitución de Arrakis a los Harkonnen. Raramente aparecía en público con otro atuendo que un uniforme Sardaukar y un yelmo de Burseg, negro, con el león Imperial en oro en su cimera. El uniforme era un desafiante recuerdo de cuál era la fuente de su poder. Pero no siempre se mostraba tan agresivo. Cuando quería, sabía irradiar simpatía y sinceridad, pero en estos últimos tiempos, a muchos años de distancia, me pregunto a menudo si todo en él era como parecía. Pienso más bien que era un hombre que luchaba constantemente contra los barrotes de una jaula invisible. No hay que olvidar que era el Emperador, la cabeza de una dinastía cuyos orígenes se perdían en el tiempo. Pero nosotros le negamos un hijo legítimo. ¿No es este el más terrible fracaso que pueda sufrir un jefe? Mi madre obedeció a sus Hermanas Superiores allá donde desobedeció Dama Jessica. ¿Cuál de las dos fue más fuerte? La historia ya ha contestado a esta pregunta.
«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.
Jessica se despertó en la oscuridad de la caverna, sintiendo el agitarse de los Fremen a su alrededor, el acre olor de los destiltrajes. Su sentido del tiempo le informó que afuera la noche llegaría muy pronto, aislada del desierto por las placas de plástico que capturaban la humedad de sus cuerpos en sus superficies.
Se dio cuenta de que se había permitido abandonarse al sueño relajador después de la gran fatiga, y esto sugería que inconscientemente aceptaba su seguridad personal en el seno de la gente de Stilgar. Se volvió en la hamaca que había formado con sus ropas, se dejó deslizar hasta el suelo rocoso y se calzó sus botas del desierto. Debo recordar aflojar a medias los cierres de mis botas a fin de facilitar la acción de bombeo de mi destiltraje, pensó. Hay tantas cosas que debo recordar. Tenían aún en la boca el sabor de su comida de la mañana: la carne de pájaro con cereal amasado con miel de especia —todo ello enrollado en una hoja—, y se dio cuenta de que el tiempo allí estaba invertido: la noche era el día de actividad y el día el tiempo de reposo.
La noche esconde; la noche es más segura.
Soltó sus ropas de los puntos de fijación en el nicho de roca, tanteó hasta encontrar la parte alta del vestido y se lo puso.
¿Cómo enviar un mensaje a las Bene Gesserit?, se preguntó. Tenía que informar de su fuga y del refugio arrakeno que había encontrado.