Paul se situó detrás de Chani. La penosa impresión de haberse dejado coger por la espalda se estaba mitigando. En su mente estaba ahora el recuerdo de las palabras gritadas por su madre: ¡«Mi hijo ha superado la prueba del gom jabbar!» La mano empezó a escocerle ante el recuerdo del atroz dolor.
—Fíjate por donde andas —siseó Chani—. No roces ningún arbusto o dejarás una huella de nuestro paso.
Paul tragó saliva, asintiendo.
Jessica prestaba oído al sonido de los pasos, distinguiendo los suyos y los de Paul, maravillándose de la forma como se movían los Fremen. Eran cuarenta atravesando la depresión, pero sólo se oían los sonidos naturales del lugar. Sus ropas, flotando entre las sombras, parecían fantasmales velos. Su destino era el Sietch Tabr… el sietch de Stilgar. La palabra giró y volvió a girar en su mente: sietch. Era un término chakobsa, inmutable por largos siglos en el antiguo lenguaje de los cazadores. Sietch: un lugar de reunión en los momentos de peligro. Las profundas implicaciones de la palabra y del lenguaje comenzaban apenas a tener un significado para ella después de la tensión de su encuentro.
—Avanzamos aprisa —dijo Stilgar—. Con la ayuda de Shai-hulud, estaremos en la Caverna de la Cresta antes del alba.
Jessica asintió, reservando sus fuerzas, consciente del tremendo cansancio que sólo conseguía superar gracias a su voluntad… y, tuvo que admitirlo, por la especial embriaguez del momento. Su mente se concentró en el valor de aquella gente, recordando todo lo que le había sido revelado de la cultura Fremen. Todos ellos, pensó, una cultura entera adiestrada en un orden militar. ¡Qué inestimable potencia para un Duque en el exilio!
CAPÍTULO XXXII
Los Fremen eran supremos en aquella cualidad que los antiguos llamaban «spannungsbogen»… que es la demora que se impone uno mismo entre el deseo de algo y el acto de conseguirlo.
De «La sabiduría de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.
Al alba se acercaban a la Caverna de la Cresta, avanzando a través de la pared de la depresión por una hendidura tan estrecha que les obligaba a ir de lado. Jessica vio que Stilgar destacaba guardias a la pálida luz del alba, y les siguió por un momento con la mirada mientras iniciaban la escalada del contrafuerte.
Paul volvió la mirada hacia arriba, observando la suave luz gris azul del cielo que la montaña parecía partir en dos.
Chani tiró de sus ropas para que se apresurara.
—No te entretengas —dijo—. Es casi de día.
—¿Dónde han ido los hombres que han escalado por encima nuestro? —murmuró Paul.
—El primer turno de guardia del día —dijo ella—. ¡Y ahora, apresúrate!
Una guardia al exterior, pensó Paul. Inteligente. Pero hubiera sido mejor acercarnos al lugar en grupos separados. Menos riesgos de que nuestras fuerzas puedan ser aniquiladas. Se detuvo un instante en aquel pensamiento, dándose cuenta deque era un pensamiento de guerrilla, y recordó que el temor de su padre había sido precisamente el de que los Atreides se vieran convertidos en esto, una casa de guerrilla.
—Aprisa —susurró Chani.
Paul apresuró el paso, sintiendo el roce de las ropas tras él. Pensó en aquellas palabras del sirat que había leído en la minúscula Biblia Católica Naranja de Yueh:
«El Paraíso a mi derecha, el Infierno a mi izquierda, y el Ángel de la Muerte tras de mí.» Repitió varias veces la cita en su mente.
Franquearon una curva, y el pasaje se hizo más ancho. Stilgar estaba de pie a un lado, indicando una abertura baja de ángulos rectos.
—¡Aprisa! —siseó—. Seremos como conejos en una jaula si una patrulla nos sorprende aquí.
Paul se agachó y siguió a Chani dentro de la caverna, iluminada por una débil luz gris que provenía de algún punto ante ellos.
—Puedes alzarte —dijo ella.
Se irguió, estudiando el lugar: una amplia y profunda cavidad, con un techo abovedado que estaba fuera del alcance de la mano tendida hacia arriba. La gente se dispersó entre las sombras. Paul vio a su madre de pie a un lado, examinando a sus compañeros. Y observó que evitaba mezclarse con los Fremen, pese a que iban vestidos del mismo modo. Su forma de moverse seguía teniendo la misma gracia, la misma fuerza de siempre.
—Encuentra un lugar para descansar y no molestar, muchacho-hombre —dijo Chani—. Aquí hay comida —puso en su mano un par de bocados envueltos en hojas. Olían fuertemente a especia.
Stilgar apareció detrás de Jessica y dio una orden a un grupo a su izquierda.
—Sellad la puerta y ocupaos del control de la humedad. —Se volvió hacia otro Fremen—: Lemil, trae los globos. —Tomó a Jessica por el brazo—: Quiero enseñarte algo, extraña mujer. —La empujó alrededor de una prominencia rocosa hacia la fuente de luz.
Jessica se halló ante otra hendidura de la roca que se abría al exterior, muy alta en la pared cortada a pico, sobre otra depresión de diez o doce kilómetros de ancho. La depresión estaba rodeada por altos farallones. Grupos de plantas estaban diseminados por toda su superficie.
Mientras contemplaba la depresión a la grisácea luz del alba, el sol surgió por encima de la lejana escarpadura, iluminando un paisaje de rocas y arena color terracota. Y notó como el sol de Arrakis surgía tan rápidamente que parecía saltar sobre el horizonte. Esto es debido a que nosotros querríamos retenerlo, pensó. La noche es más segura que el día. Se sorprendió soñando en un arco iris, en aquel lugar que nunca debía haber conocido la lluvia. Debo suprimir esta nostalgia, pensó. Es una debilidad. No puedo permitirme el ser débil.
Stilgar la aferró del brazo y señaló hacia la depresión.
—¡Allá! ¡Observa, los verdaderos drusos!
Ella miró hacia donde él señalaba, viendo algo que se movía: gente en el fondo de la depresión, huyendo de la claridad del día, buscando las sombras de las rocas al pie del otro farallón. A pesar de la distancia, sus movimientos se divisaban claramente en el límpido aire. Sacó sus binoculares de entre sus ropas, y enfocó las lentes de aceite hacia aquellos lejanos hombres. Los pañuelos flotaban como multicolores mariposas.
—Ese es nuestro hogar —dijo Stilgar—. Estaremos allí esta noche. —Contempló la depresión, tirando de su bigote—. Mi gente ha trabajado más que de costumbre. Esto quiere decir que no habrá patrullas por los alrededores. Cuando les haya advertido se prepararán para recibirnos.
—Tu gente tiene una buena disciplina —dijo Jessica. Bajó los binoculares, viendo que Stilgar la estaba observando.
—Obedecen a las leyes de preservación de la tribu —dijo él—. Así es como elegimos a nuestros jefes. El jefe es aquel que es más fuerte, el que procura agua y seguridad —fijó su atención en el rostro de ella.
Jessica sostuvo su mirada, notando sus ojos desprovistos de blanco, los párpados manchados, la barba y el bigote llenos de polvo, el tubo fijado a su nariz y que se hundía en el destiltraje.
—¿He comprometido tu posición de jefe venciéndote, Stilgar? —preguntó ella.
—No me habías desafiado —dijo él.
—Es importante que un jefe conserve el respeto de sus hombres —dijo ella.
—No hay ninguno de esos piojosos de arena que yo no pueda revolcar por el suelo —dijo Stilgar—. Venciéndome a mi, nos has vencido a todos nosotros. Ahora todos esperan de ti… tu extraño arte… y algunos se sienten curiosos por saber si vas a desafiarme. Ella sopesó las implicaciones.
—¿A un combate formal?
El asintió.
—No te lo aconsejo, porque no te seguirían. Tú no eres de la arena. Lo han podido ver en nuestra marcha nocturna.
—Gente práctica —dijo ella.
—Es cierto. —Miró hacia la depresión—. Conocemos nuestras necesidades. Pero los pensamientos no son tan profundos ahora que estamos tan cerca de casa. Hemos perdido demasiado tiempo en entregar nuestra cuota de especia a los comerciantes libres para esa maldita Cofradía… cuyos rostros se vuelvan negros por siempre. Jessica se inmovilizó en el acto de volverse hacia otro lado y miró fijamente a su rostro.
—¿La Cofradía? ¿Qué tiene que ver la Cofradía con vuestra especia?
—Es una orden de Liet —dijo Stilgar—. No sabemos la razón, pero es algo que tiene un gusto amargo para nosotros. Pagamos a la Cofradía una cantidad monstruosa en especia para que ningún satélite nos espíe desde el cielo y sepa lo que hacemos en la superficie de Arrakis.
Ella sopesó sus palabras, recordando lo que Paul había dicho para explicar el hecho de que el cielo arrakeno estuviera limpio de satélites.
—¿Y qué hacéis en la superficie de Arrakis que no pueda ser visto?
—La cambiamos… lenta pero seguramente… para adaptarla a la vida humana. Nuestra generación no lo verá, ni tampoco nuestros hijos, ni los hijos de nuestros hijos, ni los hijos de los hijos de nuestros hijos… pero llegará el día. —Su ausente mirada vagó por la depresión—. Agua al cielo abierto, y plantas verdes, y gente caminando libremente sin destiltrajes.
Este es pues el sueño de Liet-Kynes, pensó Jessica. Y dijo:
—La corrupción es peligrosa; su precio tiende a aumentar cada vez más.
—Aumenta —dijo él—, pero la manera más lenta es la más segura. Jessica se volvió, mirando la depresión, intentando verla tal como la veía Stilgar en su imaginación. Vio tan sólo las manchas ocre y gris de las distantes rocas, y un repentino movimiento en el cielo sobre los farallones.
—Ahhhh… —dijo Stilgar.
Al principio, Jessica pensó en un vehículo de patrulla, pero luego se dio cuenta de que se trataba de un espejismo… otro paisaje suspendido sobre el arenoso desierto, un lejano verde tremolante y, a media distancia, un enorme gusano avanzando por la superficie con algo que parecían ropas Fremen ondeando en su lomo.
El espejismo se desvaneció.
—Sería mejor cabalgar —dijo Stilgar—, pero no podemos permitir un hacedor dentro de esta depresión. Así que tendremos que caminar de nuevo esta noche. Hacedor… este es el nombre que le dan al gusano, pensó ella. Midió la importancia de aquella palabra, la afirmación de que no podían permitir un gusano en su depresión. Ahora comprendía lo que había visto en el espejismo… Fremen cabalgando a lomos de un gigantesco gusano. Necesitó todo su control para no traicionar el shock de lo que implicaba aquello.
—Debemos volver con los demás —dijo Stilgar—. De otro modo, mi gente podría sospechar que te estoy seduciendo. Algunos ya se sienten celosos porque mis manos rozaron tu belleza la pasada noche, mientras luchábamos en la Depresión de Tuono.
—¡Ya basta! —cortó Jessica.
—No quería ofenderte —dijo Stilgar, y su voz era gentil—. Entre nosotros nunca tomamos a una mujer contra su voluntad… y contigo… —se alzó de hombros—… ni siquiera esta convención cuenta.
—No olvides que yo era la dama de un duque —dijo ella, pero su voz era más tranquila.
—Como quieras —dijo él—. Ya es tiempo de sellar esta abertura para permitir una relajación de la disciplina de los destiltrajes. Mi gente necesita descansar confortablemente hoy. Sus familias no les concederán un instante de respiro mañana. El silencio flotó entre ellos.
Jessica miró al paisaje iluminado por el sol. Había algo más en la voz de Stilgar… la inexpresada oferta de algo distinto a protección. ¿Quizá necesitaba una mujer?
Comprendió que ella podría cumplir muy bien con aquel papel. Sería una forma de resolver cualquier conflicto sobre la jefatura de la tribu: la hembra alineada junto al macho.
¿Pero qué ocurriría entonces con Paul? ¿Cuáles eran al respecto las reglas de parentesco? ¿Y qué ocurriría con la hija aún no nacida que llevaba en su seno desde hacía unas semanas? ¿Con la hija de un Duque muerto? Hizo frente al verdadero significado de aquella nueva criatura que crecía en ella, el auténtico origen que había permitido aquella concepción. Conocía cual era… había cedido al profundo instinto de todas las criaturas enfrentadas a la muerte: alcanzar la inmortalidad a través de la progenie. El impulso de la fertilidad de las especies siempre había triunfado en ellas. Jessica miró a Stilgar y vio que estaba estudiándola, esperando. Una hija nacida aquí de una mujer casada con un tal hombre… ¿ cuál sería su destino?, se preguntó.
¿Intentaría obstaculizar las obligaciones a las cuales está sometida una Bene Gesserit?
Stilgar carraspeó, revelando haber intuido la mayor parte de las preguntas que se hacía ella mentalmente.