Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Hawat se ha equivocado pocas veces.

—Pero ha caído en manos de los Harkonnen.

—¿Crees que el traidor es él? Tuek se alzó de hombros.

—Eso no tiene importancia. Creemos que la bruja está muerta. Esto al menos es lo que creen los Harkonnen.

—Parece que sabes mucho acerca de los Harkonnen.

—Suposiciones e insinuaciones… rumores y deducciones.

—Nosotros somos setenta y cuatro —dijo Halleck—. si nos propones seriamente que nos enrolemos contigo, es que estás convencido de que nuestro Duque está muerto.

—Su cadáver ha sido visto.

—¿Y también el muchacho… el joven Amo Paul? —Halleck intentó tragar saliva, pero tenía como un nudo en su garganta.

—Según nuestros últimos informes, él y su madre se perdieron en una tormenta, en pleno desierto. Es muy probable que ninguno de los dos sean hallados nunca.

—Así que la bruja está muerta… todos muertos.

Tuek asintió.

—Y la Bestia Rabban, por lo que sé, se sentará en el poder.

—¿El Conde Rabban de Lankiveil?

—Sí.

Halleck necesitó un tiempo para conseguir dominar la oleada de ira que amenazaba sumergirle. Cuando habló, lo hizo con voz jadeante.

—Tengo una cuenta personal que arreglar con Rabban. La vida de los míos… —se frotó la cicatriz de su mandíbula— …y también esto…

—Uno no debe arriesgarlo todo por liquidar prematuramente una cuenta —dijo Tuek. Frunció el ceño al observar el temblor de los músculos en la mejilla de Halleck, la mirada repentinamente ausente de los ojos del hombre.

—Lo sé… lo sé… —Halleck resopló profundamente.

—Tú y tus hombres podéis trabajar para mí a fin de pagaros el viaje de salida de Arrakis. Hay muchos puestos donde…

—Dejo a mis hombres que elijan por sí mismos lo que deseen. Pero con Rabban aquí… yo no me quedo.

—Por tus palabras, no estoy muy seguro de que nosotros queramos que te quedes. Halleck miró fijamente al contrabandista.

—¿Dudas de mi palabra?

—Nooo…

—Vosotros me habéis salvado de los Harkonnen. Yo he jurado fidelidad al Duque Leto por la misma razón. Me quedaré en Arrakis… con vosotros… o con los Fremen.

—Sea o no expresado, un pensamiento es siempre algo real y potente —dijo Tuek—. Quizá entre los Fremen descubrieras que la línea que separa la vida de la muerte es demasiado frágil e incierta.

Halleck cerró brevemente sus ojos, sintiendo de nuevo el cansancio.

—«¿Dónde está el Señor que nos ha conducido por esta tierra de desiertos y de abismos?» —murmuró.

—Actúa lentamente, y el día de tu venganza llegará —dijo Tuek—. La rapidez es el instrumento de Shaitán. Aplaca tu dolor… tenemos diversiones para esto; hay tres cosas que alegran el corazón: el agua, la hierba verde y la belleza de una mujer. Halleck abrió los ojos.

—Preferiría la sangre de Rabban Harkonnen corriendo a mis pies. —Miró a Tuek—.

¿Crees que llegará ese día?

—No puedo ayudarte a afrontar el mañana, Gurney Halleck. Tan sólo puedo ayudarte a afrontar el hoy.

—Entonces acepto la ayuda, y me quedaré hasta el día en que tú me digas que vengue a tu padre y a todos los demás que…

—Escúchame, guerrero —dijo Tuek. Se inclinó hacia adelante sobre su escritorio, la cabeza hundida entre sus hombros, la mirada intensa. El rostro del contrabandista pareció súbitamente una máscara de piedra—. El agua de mi padre… la compraré de nuevo yo mismo, con mi propia hoja.

Halleck miró fijamente a Tuek. En aquel momento, el contrabandista le recordó al Duque Leto; un conductor de hombres, valeroso, seguro de su posición y de sus actos. Era como el Duque… antes de Arrakis.

—¿Aceptas mi espada a tu lado? —preguntó Halleck.

Tuek se echó hacia atrás, relajándose, estudiando silenciosamente a Halleck.

—¿Piensas en mí como en un guerrero? insistió Halleck.

—Eres el único de los lugartenientes del Duque que ha conseguido escapar —dijo Tuek—. Vuestros enemigos os aplastaban en número, y sin embargo vosotros os batísteis con ellos… los derrotásteis como nosotros hemos derrotado Arrakis.

—¿Eh?

—Nosotros vivimos aquí por tolerancia, Gurney Halleck —dijo Tuek—. Arrakis es nuestro enemigo.

—Cada enemigo a su tiempo, ¿no es así?

—Así es.

—¿Es así como actúan los Fremen?

—Quizá.

—Me has dicho que encontraría la vida con los Fremen demasiado dura. Ellos viven en el desierto, al abierto. ¿Es por eso?

—¿Quién sabe dónde viven los Fremen? Para nosotros, la Meseta Central es tierra prohibida. Pero me gustaría hablar un poco más de…

—Me han dicho que la Cofradía aventura raramente sus cargos de especia por encima del desierto —dijo Halleck—. Pero hay rumores de que pueden verse zonas verdes aquí y allá, si uno sabe cómo mirar.

—¡Rumores! —se burló Tuek—. Ahora, ¿quieres elegir entre yo y los Fremen?

Nosotros tenemos medidas de seguridad, nuestros sietch están excavados en la roca, nuestras depresiones ocultas. Nuestra vida es la de hombre civilizados. Los Fremen son unas cuantas pandillas de andrajosos a las que nosotros utilizamos como cazadores de especia.

—Pero pueden matar Harkonnen.

—¿Y quieres saber los resultados? En este mismo momento están siendo perseguidos, cazados como animales… con láser, porque no tienen escudos. Van a ser exterminados.

¿por qué? Porque han matado Harkonnen.

—¿Eran realmente Harkonnen los que mataron? —preguntó Halleck.

—¿Qué quieres decir?

—¿No has oído hablar de la presencia de Sardaukar con los Harkonnen?

—Más rumores.

—Pero un pogrom… no suena a Harkonnen. Un pogrom es un despilfarro.

—Yo creo lo que ven mis ojos —dijo Tuek—. Haz tu elección, guerrero. Yo o los Fremen. Yo te prometo un refugio y una oportunidad de derramar la sangre que ambos queremos. Puedes estar seguro de ello. Los Fremen sólo te ofrecerán la vida de un animal acosado.

Halleck vaciló, captando la sabiduría y la cordialidad de las palabras de Tuek, pero inquieto sin saber exactamente por qué.

—Confía en tus habilidades —dijo Tuek—. ¿Qué decisiones te han permitido sobrevivir en la batalla? Las tuyas. Decide.

—Así debe ser —dijo Halleck—. ¿El Duque y su hijo han muerto?

—Así lo creen los Harkonnen. En lo que se refiere a estas cosas, yo me inclinaría a creer lo que dicen. —Una torva sonrisa apareció en su rostro—. Pero solamente en estas cosas, por supuesto.

—Entonces, así debe ser —repitió Halleck. Tendió su mano derecha, la palma hacia arriba y el pulgar doblado sobre ella, en el gesto tradicional—. Te entrego mi espada.

—Aceptada.

—¿Quieres que persuada a mis hombres?

—¿Les dejarías elegir por ellos mismos?

—Me han seguido hasta aquí, pero la mayor parte de ellos son nativos de Caladan. Arrakis no es lo que imaginaban. Aquí lo han perdido todo excepto sus vidas. Preferiría que decidieran por ellos mismos.

—Este no es el momento de vacilar —dijo Tuek—. Te han seguido hasta aquí.

—Los necesitas, ¿no es así?

—Siempre necesitamos guerreros experimentados… y en estos tiempos más que nunca.

—Has aceptado mi espada. ¿Quieres que los persuada?

—Pienso que te seguirán, Gurney Halleck.

—Es de esperar.

—Por supuesto.

—Entonces, ¿me toca a mí decidir?

—Te toca a ti.

Halleck se levantó del sillón, notando el esfuerzo que le costaba aquel simple movimiento.

—Por ahora, voy a sus alojamientos para ver si están bien instalados —dijo.

—Consulta a mi intendente —dijo Tuek—. Su nombre es Drisq. Dile que mi mayor interés es que reciban el mejor trato posible. Me reuniré contigo dentro de un rato. Antes debo controlar el envío de varios cargamentos de especia.

—La fortuna pasa por todos lados —dijo Halleck.

—Por todos lados —dijo Tuek—. Los tiempos revueltos son una rara oportunidad para nuestros negocios.

Halleck asintió, oyendo un débil susurro y un leve silbar del aire en el momento en que se abría la compuerta estanca a su lado. Se volvió, bajó la cabeza para franquear el umbral, y salió del despacho.

Se encontró en la sala de asambleas, a la que habían sido conducidos él y sus hombres por los ayudantes de Tuek. Era una cavidad larga y estrecha excavada directamente en la roca, cuyas lisas paredes evidenciaban el uso de cortadores a rayos para el trabajo. El techo era lo suficientemente alto como para mantener el soporte natural de la cúpula de roca y para permitir la circulación interior del aire. Panoplias y armeros se alineaban a lo largo de las paredes.

Halleck notó con un toque de orgullo que la mayor parte de sus hombres aún válidos permanecían en pie… para ellos no existían ni el cansancio ni el desfallecimiento. Las camillas estaban agrupadas a la izquierda, y cada he rido tenía a su lado un compañero. El adiestramiento de los Atreides: «¡Velaremos por nuestros hombres!» era aún un núcleo indestructible en ellos, observó Halleck.

Uno de sus lugartenientes avanzó hacia él, con el baliset de nueve cuerdas fuera de su estuche. El hombre hizo un rápido saludo y dijo:

—Señor, los médicos dicen que no hay esperanzas para Mattai. Aquí no hay banco de órganos ni de huesos… sólo medicina de urgencia. Mattai no sobrevivirá, dicen, y quiere pediros algo.

—¿Qué es ello?

El lugarte niente le tendió el baliset.

—Mattai os pide una canción para endulzar su muerte, señor. Dice que vos sabéis una… la que os ha pedido tantas veces —el lugarteniente tragó saliva—. Es aquella llamada «Mi mujer», señor. Si vos…

—Ya sé —Halleck tomó el baliset, sacó el multipic y lo ajustó a su dedo. Pulsó una cuerda del instrumento, comprobando que alguien lo había afinado por él. Sintió un ardor en los ojos, pero rechazó todo pensamiento mientras avanzaba, probando unos acordes y esforzándose por sonreír de una manera casual.

Varios de sus hombres y un médico de los contrabandistas estaban inclinados sobre una camilla. Uno de los hombres empezó a cantar en voz muy baja mientras Halleck se acercaba, cogiendo inmediatamente el ritmo con la facilidad de una larga costumbre:

«Mi mujer está en su ventana,

Curvas líneas tras los cuadrados cristales.

Se inclina hacia mí, me tiende los brazos En el crepúsculo rojo y dorado.

Venid a mi…

Venid a mí, dulces brazos de mi amor.

Para mí…

Para mí, dulces brazos de mi amor.»

El cantante se interrumpió, alargó un vendado brazo y cerró los ojos al hombre de la litera.

Halleck arrancó un último acorde del baliset y pensó: Ahora somos setenta y tres.

CAPÍTULO XXIX

Para mucha gente es difícil comprender la vida familiar del Harén Real, pero intentaré dar una visión condensada de ella. Mi padre, creo, sólo tenía un auténtico amigo: el Conde Hasimir Fenrig, el eunuco genético y uno de los más temibles guerreros del Imperio. El Conde, un hombre pequeño, feo y vivaz, trajo un día una nueva esclava- concubina a mi padre, y yo fui enviada por mi madre a espiar cómo se desarrollarían las cosas. Todas nosotras espiábamos a mi padre, a fin de protegernos. Una esclava- concubina concedida a mi padre en base a un acuerdo Bene Gesserit-Cofradía no podía engendrar, por supuesto, un Sucesor Real, pero las intrigas se sucedían constantes y opresivas en su similitud. Mi madre, mis hermanas y yo nos habíamos habituado a evitar los más sutiles instrumentos de muerte. Puede parecer algo horrible de decir, pero no estoy totalmente segura de que mi padre fuera inocente en todos aquellos atentados. Una Familia Real es distinta de las otras familias. Así pues, allí estaba aquella nueva esclava- concubina, con el cabello rubio como mi padre, esbelta y hermosa. Tenía músculos de bailarina, y obviamente su adiestramiento incluía la neuroseducción. Mi padre la contempló largamente, desnuda de pie frente a él. Finalmente dijo: «Es demasiado hermosa. La reservaremos para un regalo.» Uno no puede hacerse una idea de la consternación que esta decisión creó en el Harén Real. La sutileza y el autocontrol, después de todo, ¿no eran acaso una amenaza mortal para todas nosotras?

«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.

Paul estaba de pie frente a la destiltienda, en el muriente atardecer. La hendidura en la que habían acampado estaba inmersa en las tinieblas. Miró a través de las arenas abiertas hacia el distante macizo, preguntándose si debía despertar ya a su madre que seguía durmiendo en la tienda.

Pliegue tras pliegue de dunas se extendían ante su refugio, diseñando sombras negras y densas como la noche bajo el declinante sol.

Y todo era tan llano…

Su mente buscó algo en aquel paisaje. Pero no había nada, de uno a otro horizonte, que se elevara convincentemente bajo el sobrecalentado aire… ninguna flor, ninguna planta que se agitara por la brisa… tan sólo dunas y aquel macizo lejano bajo un cielo de plata bruñida.

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