Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Unos tres o cuatro kilómetros hasta el otro lado —dijo.

—Los gusanos —dijo ella.

—Seguro que habrá.

Jessica se concentró en su cansancio, en sus doloridos músculos que disminuían sus sentidos.

—¿No sería mejor que nos quedáramos aquí y comiéramos algo?

Paul se quitó la mochila, se sentó y se apoyó en ella. Jessica se apoyó en su hombro con una mano para sostenerse y se dejó caer en la roca que había a su lado. Oyó a Paul volve rse y buscar algo en la mochila.

—Aquí —dijo él.

Ella sintió que sus resecas manos depositaban dos cápsulas energéticas en su palma. Las tragó, bebiendo un sorbo de agua que aspiró del tubo de su destiltraje.

—Bebe toda tu agua —dijo Paul—. Axioma: el mejo r lugar para conservar tu agua es en tu cuerpo. Mantiene tu energía. Te hace fuerte. Ten confianza en tu destiltraje. Ella obedeció, vaciando sus bolsillos de recuperación y sintiendo que la energía volvía a su cuerpo. Saboreó aquel momento de calma y descanso, y recordó las palabras que Gurney Halleck, el trovador guerrero, había dicho en una ocasión: «Es mejor una austera comida y un poco de calma que toda una casa llena de luchas y de suspicacias.»

Jessica repitió las palabras a Paul.

—Es propio de Gurne y —dijo él.

Ella captó el tono de su voz, como si estuviera hablando de alguien ya muerto, y pensó: Es probable que el pobre Gurney esté ya muerto. Todas las fuerzas de los Atreides estaban muertas o cautivas o perdidas como ellos en aquel mundo reseco.

—Gurney tenía siempre la frase apropiada —dijo Paul—. Es como si le oyera ahora mismo: «Y secaré los ríos, y venderé la tierra a los perversos: y transformaré el lugar, y todo lo que hay en él, en una extensión árida, y todo ello por manos extranjeras.»

Jessica cerró los ojos, conmovida hasta las lágrimas por la tristeza que emanaba de la voz de su hijo.

—¿Cómo te… encuentras? —preguntó Paul poco después.

Ella comprendió que la pregunta se refería a su embarazo.

—Tu hermana no nacerá hasta dentro de varios meses. Me siento… físicamente en forma.

Y pensó: ¡De qué modo tan rígidamente formal le hablo a mi hijo!

Y, puesto que había una Manera Bene Gesserit de descubrir las motivaciones de un extraño comportamiento, buscó en su interior el origen de su frialdad: Tengo miedo de mi hijo: tengo miedo de lo extraño que hay en él; me atemoriza lo que puede ver ante nosotros, en nuestro camino, lo que puede decirme.

Paul bajó su capucha sobre sus ojos, escuchando los sutiles ruidos de la noche. Sus pulmones estaban llenos de su propio silencio. La nariz le picaba. Se la rascó, se quitó el filtro, y percibió el intenso olor a canela en el aire.

—Hay melange cerca de aquí —dijo.

Un viento ligero acarició sus mejillas e hizo agitarse los pliegues de su albornoz. Pero aquel viento no anunciaba ninguna tormenta; podía sentir la diferencia.

—Se acerca el alba —dijo.

Jessica asintió.

—Hay un modo de atravesar sin peligro esa arena abierta —dijo Paul—. Los Fremen lo usan.

—¿Y los gusanos?

—Si plantamos un martilleador de nuestra Fremochila en aquellas rocas de allí —dijo Paul—, tendremos ocupado a un gusano durante un tiempo.

Ella miró al desierto bajo la luz de la luna, entre ellos y la otra escarpadura.

—¿Tanto tiempo como cuatro kilómetros?

—Quizá. Y si consiguiéramos cruzar la extensión produciendo tan sólo ruidos naturales, el tipo de ruidos que no atraen a los gusanos…

Paul estudió el desierto abierto, buscando en su memoria presciente, encontrando las misteriosas alusiones a los martilleadores y a los garfios de doma que había leído en el manual de la Fremochila. Le parecía extraño sentir tan sólo aquel absoluto terror hacia los gusanos. Era como si, justo en el centro de su percepción, residiera la convicción de que los gusanos debían ser respetados y no temidos… si… si… Agitó la cabeza.

—Tienen que ser ruidos carentes de todo ritmo —dijo Jessica.

—¿Qué? ¡Oh! Sí. Si caminamos irregularmente… la propia arena suele caer de cuando en cuando. Los gusanos no pueden investigar cada pequeño sonido que les llega. Pero debemos estar completamente descansados para esto.

Miró en dirección a la otra pared rocosa, observando el paso del tiempo a través de las sombras verticales creadas por la luz lunar.

—El alba estará aquí dentro de una hora.

—¿Dónde pasaremos el día? —preguntó Jessica. Paul giró a la izquierda y señaló.

—El acantilado se curva allí hacia el norte. Puedes ver que en aquel lugar el viento ha corroído la superficie. Encontraremos grietas.

—¿No sería mejor partir inmediatamente? —preguntó ella. El se levantó, ayudándola a ponerse en pie.

—¿Has descansado bastante para el descenso? Quiero llegar lo más cerca posible del desierto antes de acampar.

—Bastante —asintió ella, invitándole a abrir la marcha.

El vaciló, luego cargó la mochila, la sujetó a sus hombros y echó a andar a lo largo de la roca.

Si al menos tu viéramos suspensores, pensó Jessica. Sería muy sencillo saltar hasta allá. Pero quizá los suspensores son otra de las cosas que no pueden ser usadas en pleno desierto. Tal vez atraigan a los gusanos igual que un escudo. Llegaron a una serie de terrazas que descendían, y más abajo vieron una fisura, delineada por el claro de luna, que se hundía en la pared.

Paul inició el descenso, moviéndose cautelosamente pero rápido, porque era obvio que la luz lunar no iba a durar mucho. Se sumergieron en un mundo de sombras más y más profundas. Formas rocosas apenas visibles ocultaron las estrellas a su alrededor. La hendidura se estrechó hasta tener sólo diez metros de ancho, al borde de una pendiente de arena gris que se hundía hacia abajo en las tinieblas.

—¿Podemos descender? —murmuró Jessica.

—Creo que si.

Probó la superficie con un pie.

—Podemos deslizarnos —dijo—. Yo iré primero. Espera hasta que me oigas detenerme.

—Sé prudente —dijo ella.

Paul avanzó por la pendiente, deslizándose y resbalando hacia abajo por la blanda superficie hasta encontrar un tramo casi llano de arena endurecida. El lugar quedaba encajado entre murallas rocosas.

Entonces oyó el ruido de la arena deslizándose tras él. Se volvió, intentó mirar hacia arriba de la pendiente en la oscuridad, y fue embestido por una avalancha de arena. Luego, de nuevo el silencio.

—¿Madre? —llamó.

No obtuvo respuesta.

—¿Madre?

Dejó la mochila y trepó por la pendiente, arañando, escarbando, apartando la arena con sus manos como un animal enloquecido.

—¡Madre! —gritó—. Madre, ¿dónde estás?

Otra cascada de arena le embistió, cubriéndole hasta la cintura. Se extrajo violentamente.

Ha quedado atrapada por la avalancha, pensó. Sepultada por ella. Debo calmarme y proceder con precaución. No se asfixiará inmediatamente. Entrará en suspensión bindu para reducir el consumo de oxígeno. Sabe que estoy excavando en su busca. A la Manera Bene Gesserit que ella le había enseñado, Paul aplacó el furioso latir de su corazón y redujo su mente a un espacio vacío donde podían aparecer de nuevo los últimos momentos del pasado reciente. Cada movimiento parcial, cada contorsión de la avalancha, surgieron de nuevo en su memoria, moviéndose con enorme lentitud, aunque el tiempo real de la evocación fue apenas de una décima de segundo. Entonces, Paul se movió en diagonal a lo largo de la pendiente, sondeando cautelosamente hasta encontrar una de las paredes de la fisura y una saliente de ésta. Entonces empezó a excavar, moviendo lentamente la arena a fin de no provocar una nueva avalancha. Sus dedos tropezaron con un trozo de tela. Lo siguió, encontró un brazo. Suavemente, tiró de él, descubrió el rostro.

—¿Puedes oírme? —susurró.

Ninguna respuesta.

Excavó más aprisa, liberando los hombros. El cuerpo estaba fláccido bajo sus manos, pero detectó el débil latir del corazón.

Suspensión bindu, se dijo.

La liberó de arena hasta el talle, pasó los brazos bajo sus hombros y tiró de ella hacia la parte baja de la pendiente, lentamente al principio, luego más rápido, sintiendo que la arena se abría y soltaba su presa. Tiró más y más aprisa, jadeando por el esfuerzo, luchando por mantener su equilibrio. Tiró hasta encontrar bajo sus pies el suelo firme de la fisura y entonces, cargando el cuerpo sobre su hombro, echó a correr desesperadamente al tiempo que toda la ladera arenosa se precipitaba a sus espaldas retumbando entre las paredes rocosas.

Se detuvo al final de la fisura, mirando hacia la ininterrumpida extensión de dunas del desierto, unos treinta metros más abajo. Depositó suavemente el cuerpo sobre la arena, murmurando la palabra que la haría salir de la catalepsia.

Ella volvió lentamente en sí, su respiración se hizo más profunda.

—Sabía que me encontrarías —susurró. El se volvió hacia la fisura.

—Quizá hubiera sido mejor que no te hubiera encontrado.

—¡Paul!

—He perdido la mochila —dijo él—. Está sepultada bajo cien toneladas de arena… como mínimo.

—¿Todo?

—El agua de reserva, la destiltienda… todo lo que importaba —tocó uno de sus bolsillos—. Tengo aún el paracompás —palpó la bolsa colgada a su cintura—. También el cuchillo y los binoculares. Al menos, podremos echar una buena mirada al lugar donde vamos a morir.

En aquel instante el sol apareció sobre el horizonte, en algún lugar a su izquierda, más allá de la fisura. Los colores refulgieron en la arena por encima del desierto abierto. Un coro de pájaros entonó sus cantos en los múltiples nidos entre las rocas. Pero Jessica sólo tenía ojos para la desesperación que se reflejaba en el rostro de Paul. Había un tono despectivo en su voz cuando dijo:

—¿Esto es lo que te ha sido enseñado?

—¿Pero no comprendes? —preguntó él—. Todo lo que necesitábamos para sobrevivir en este lugar está debajo de esta arena.

—Me has encontrado a mi —dijo ella, y su voz era ahora dulce y razonable. Paul se acuclilló, apoyándose sobre sus talones.

Tras un momento, miró hacia arriba de la fisura, estudiando la nueva pendiente que se había formado, notando la blandura de la arena.

—Si tan sólo pudiéramos inmovilizar una pequeña zona de esta pendiente y perforar un pozo en la arena, quizá pudiéramos llegar hasta la mochila. Pero necesitamos agua para esto, y no tenemos suficiente para… —se interrumpió de golpe—. Espuma —dijo. Jessica permaneció inmóvil, temiendo interrumpir el hiperfuncionamiento de su mente. Paul miró hacia las dunas, buscando con su olfato y también con sus ojos, encontrando la dirección y concentrando su atención en una zona de arena más oscura bajo ellos.

—Especia —dijo—. Su esencia es altamente alcalina. Y tengo aún el paracompás. Su pila de energía contiene ácido.

Jessica se apoyó contra la roca.

Paul la ignoró, saltó sobre sus pies y avanzó a través de la superficie endurecida por el viento que penetraba por el fondo de la hendidura en dirección al desierto. Jessica observó su modo de avanzar, extraño e irregular: un paso… pausa; dos pasos… deslizamiento… pausa…

No había el menor ritmo que pudiera revelar a cualquier gusano al acecho que algo extraño al desierto se movía sobre él.

Paul alcanzó el yacimiento de especia, recogió un montón de ella y la guardó en un pliegue de su ropa, regresando hacia la fisura. Depositó la especia sobre la arena, ante Jessica, se acuclilló y comenzó a desmontar el paracompás, utilizando la punta de su cuchillo. La cara superior del paracompás se abrió. Se quitó la faja, colocó las piezas del compás en ella, sacó la pila de energía. Después sacó el dial del mecanismo, dejando un compartimiento vacío en el instrumento.

—Necesitarás agua —dijo Jessica.

Paul tomó el extremo del tubo de su cuello, aspiró una bocanada y la escupió en el compartimiento vaciado.

Si no lo consigue será agua malgastada, pensó Jessica. Pero de todos modos no tendrá importancia.

Con ayuda de su cuchillo, Paul abrió la pila de energía, esparciendo sus cristales en el agua. Espumearon ligeramente, y luego se aquietaron.

Los ojos de Jessica captaron un movimiento sobre ellos. Miró hacia arriba y vio una hilera de halcones perchados en lo alto de la fisura. Miraban fijamente al agua.

¡Gran Madre!, pensó. ¡Pueden sentir el agua hasta a esa distancia!

Paul había vuelto a colocar la tapa del paracompás, quitando el botón de reglaje para dejar una pequeña salida al líquido. Aferrando con una mano el instrumento así transformado, y con la otra un puñado de especia, Paul ascendió hasta la fisura, estudiando la pendiente. Su ropa, sin el cinturón, flotaba a su alrededor. Avanzó hundiendo sus pies en la pendiente, provocando pequeños riachuelos de arena. En un determinado momento se detuvo, metió una pizca de especia en el paracompás y sacudió la caja del instrumento.

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