—Es una certeza —dijo el capitán de los guardias—. Están muertos. El Barón encajó su gordo cuerpo en los suspensores, centrando su atención en una estatua de ebalina, representando a un muchacho saltando, situada en una hornacina al otro lado de la estancia. El sueño se alejó de él. Ajustó los suspensores bajo los grasos pliegues de su cuello y miró más allá del único globo del dormitorio, hacia la puerta donde se hallaba el capitán Nefud, inmovilizado de pie por el pentaescudo.
—Están realmente muertos, Barón —repitió el hombre.
El Barón captó en los vacuos ojos de Nefud las huellas de la semuta. Era obvio que el hombre se hallaba sumido en la droga en el momento en que había recibido aquel informe, y había tomado el antídoto antes de precipitarse hacia allí.
—Tengo un informe completo —dijo Nefud.
Hagámosle sudar un poco, pensó el Barón. Los instrumentos del poder deben estar siempre afilados y a punto. Poder y miedo… afilados y a punto.
—¿Has visto sus cadáveres? —retumbó el Barón.
Nefud vaciló.
—¿Bien?
—Mi Señor… se les ha visto hundirse en una tormenta de arena… vientos por encima de los ochocientos kilómetros. Nada sobrevive a una tormenta, mi Señor. ¡Nada! Uno de nuestros propios aparatos ha sido destruido en la persecución. El Barón observaba fijamente a Nefud, notando el tic nervioso en los músculos de su mandíbula, el modo como se crispaba su mentón cuando intentaba deglutir.
—¿Has visto los cadáveres? —preguntó el Barón.
—Mi Señor…
—¿Con qué propósito has venido hasta aquí haciendo tintinear tu armadura? —gruñó el Barón—. ¿Para decirme que algo es cierto cuando en realidad no lo es? ¿Crees acaso que debo felicitarte por tu estupidez, ascenderte de nuevo?
El rostro de Nefud palideció.
Mira a ese gallina, pensó el Barón. Estoy rodeado de una pandilla de inútiles. Si echara arena ante él y le dijera que es trigo, se pondría a picotearla.
—Entonces, ¿el hombre Idaho te ha conducido hasta ellos? —preguntó el Barón.
—¡Sí, mi Señor!
Mira como escupe sus respuestas, pensó el Barón.
—Así que intentaban unirse a los Fremen, ¿eh? —dijo.
—Sí, mi Señor.
—¿Dice algo más este… informe?
—El Planetólogo Imperial, Kynes, está también involucrado, mi Señor. Idaho contactó a ese Kynes en misteriosas circunstancias… Me atrevería a decir que en sospechosas circunstancias.
—¿Y?
—Ellos… esto, volaron hacia un lugar en el desierto donde al parecer se encontraban el muchacho y su madre. En la excitación de la caza, varios de nuestros grupos han sido víctimas de una explosión láser-escudo.
—¿Cuántos hombres hemos perdido?
—Yo… esto, no conozco aún la cifra exacta, mi Señor.
Está mintiendo, pensó el Barón. Debe ser una cifra considerablemente alta.
—El lacayo Imperial, ese Kynes —dijo el Barón—. Jugaba un doble juego, ¿eh?
—Pongo en ello mi reputación, Señor.
¡Su reputación!
—Haz que maten a ese hombre —dijo el Barón.
—¡Mi Señor! Kynes es el Planetólogo Imperial, el servidor de su Maj…
—¡Entonces haz que parezca un accidente!
—Mi Señor, había un grupo de Sardaukar entre nuestras fuerzas cuando atacamos aquel nido Fremen. Son ellos quienes tienen ahora a Kynes bajo su custodia.
—Haz que te lo entreguen. Di que quiero interrogarle.
—¿Y si se niegan?
—No lo harán si tú actúas correctamente.
Nefud tragó saliva.
—Sí, mi Señor.
—Ese hombre debe morir —retumbó el Barón—. Ha intentado ayudar a nuestros enemigos.
Nefud cambió su peso de uno a otro pie.
—¿Sí?
—Mi Señor, en realidad los Sardaukar tienen… a dos personas bajo su custodia que pueden interesarnos. Han capturado también al Maestro de Asesinos del Duque.
—¿Hawat? ¿Thufir Hawat?
—He visto al prisionero con mis propios ojos, mi Señor. Es Hawat.
—¡Nunca lo hubiera creído posible!
—Dicen que fue puesto fuera de combate con un aturdidor, mi Señor. En el desierto, donde no podía usar el escudo. Está virtualmente ileso. Si pudiéramos poner nuestras manos sobre él, podría proporcionarnos una buena distracción.
—Estás hablando de un Mentat —gruño el Barón—. Uno no malgasta así a un Mentat.
¿Ha hablado? ¿Qué piensa de su captura? ¿Sabe la amplitud de…? Pero, no.
—Sólo me han dicho, mi Señor, que está convencido de haber sido traicionado por Dama Jessica.
—Ahhh.
El Barón se sentó, pensativo. Luego:
—¿Estás seguro? ¿Es Dama Jessica quien atrae su furor?
—Lo ha dicho en mi presencia, mi Señor.
—Entonces, déjale creer que aún está viva.
—Pero, mi Señor…
—Calma. Quiero que Hawat sea tratado con cortesía. No hay que decirle nada sobre el difunto doctor Yueh, el verdadero traidor. Dile que el doctor Yueh encontró la muerte defendiendo a su Duque. En cierto sentido, no deja de ser verdad. Alimentaremos sus sospechas hacia Dama Jessica.
—Mi Señor, yo no…
—El mejor método de controlar y dirigir a un Mentat, Nefud, es alimentar su información. Falsas informaciones… falsos resultados.
—Sí, mi Señor, pero…
—¿Tiene hambre Hawat? ¿Tiene sed?
—¡Mi Señor, Hawat está aún en manos de los Sardaukar!
—Sí. Por supuesto, sí. Pero los Sardaukar estarán tan ansiosos como nosotros de obtener información de Hawat. He observado algo en nuestros aliados, Nefud. No son muy tortuosos… políticamente. Creo que esto es algo deliberado: el Emperador quiere que sea así. Recordarás al jefe Sardaukar mi habilidad en obtener información de los sujetos más reluctantes.
Nefud se mostró incómodo.
—Sí, mi Señor.
—Le dirás al jefe Sardaukar que deseo interrogar a Hawat y a Kynes al mismo tiempo, confrontándolos el uno con el otro. Espero que comprenda al menos esto.
—Sí, mi Señor.
—Y cuando los tengamos en nuestras manos… —el Barón inclinó la cabeza.
—Mi Señor, los Sardaukar querrán tener a uno de sus observadores con vos mientras dure… el interrogatorio.
—Estoy seguro de que podremos producir una situación de emergencia capaz de alejar a los observadores no deseados, Nefud.
—Comprendo, mi Señor. Y entonces será cuando Kynes pueda tener su accidente.
—Kynes y Hawat tendrán su accidente, Nefud. Pero sólo Kynes tendrá un auténtico accidente. Es Hawat a quien quiero. Sí. Ah, si.
Nefud parpadeó, tragando saliva. Pareció a punto de formular una pregunta, pero permaneció silencioso.
—Proporcionaremos a Hawat comida y bebida —dijo el Barón—. Le trataremos con gentile za, con simpatía. En su agua le administrarán un veneno residual puesto a punto por el finado Piter de Vries. Y procurarás que el antídoto esté presente regularmente en la dieta de Hawat a partir de ahora… hasta que yo diga lo contrario.
—El antídoto, sí —Nefud agitó la cabeza—. Pero…
—No seas estúpido, Nefud. El Duque estuvo a punto de matarme con la cápsula de veneno en su diente. El gas que exhaló en mi presencia me privó de mi valioso Mentat, Piter. Necesito un sustituto.
—¿Hawat?
—Hawat.
—Pero…
—Vas a decirme que Hawat es completamente leal a los Atreides. Cierto, pero los Atreides han muerto. Nosotros le seduciremos. Le convenceremos de que no tiene que culparse por la muerte del Duque. Que todo fue culpa de aquella bruja Bene Gesserit. Su dueño era débil, su razón se dejaba ofuscar por las emociones. Los Mentats admiran la habilidad de calcular por encima de las emociones, Nefud. Seduciremos al formidable Thufir Hawat.
—Le seduciremos. Sí, mi Señor.
—Desgraciadamente, Hawat tenía un dueño cuyos recursos eran pobres, uno que no podía elevar al Mentat a las sublimes cotas de razonamiento que son el derecho de un Mentat. Hawat tendrá que reconocer que hay cierto elemento de verdad en esto. El Duque no podía permitirse espías más eficientes para garantizarle a su Mentat las informaciones requeridas —el Barón miró a Nefud—. No intentemos nunca engañarnos entre nosotros, Nefud. La verdad es un arma poderosa. Sabemos cómo hemos triunfado sobre los Atreides, y Hawat lo sabe también. Con nuestra riqueza.
—Con nuestra riqueza. Sí, mi Señor.
—Seduciremos a Hawat —dijo el Barón—. Le pondremos fuera del alcance de los Sardaukar. Y tendremos en reserva… la posibilidad de cortarle el antídoto del veneno residual. No hay ningún modo de extraer un veneno residual. Y, Nefud, Hawat no sospechará nunca. El antídoto no será descubierto por los detectores de venenos. Hawat podrá controlar sus alimentos como le plazca sin detectar el menor rastro de veneno. Los ojos de Nefud se abrieron considerablemente con la comprensión.
—La ausencia de algo —dijo el Barón— puede ser tan mortal como su presencia. La ausencia de aire, ¿eh? La ausencia de agua. La ausencia de algo a lo que se sea adicto.
—El Barón agitó su cabeza—. ¿Me comprendes, Nefud?
Nefud deglutió.
—Sí, mi Señor.
—Ahora, muévete. Encuentra al jefe Sardaukar e inicia las operaciones.
—Inmediatamente, mi Señor. —Nefud se inclinó, se volvió y salió apresuradamente.
¡Hawat a mi lado!, pensó el Barón. Los Sardaukar me lo darán. Si sospechan algo será que quiero destruir al Mentat. ¡Y les confirmaré esta sospecha! ¡Los idiotas! Uno de los más formidables Mentat de toda la historia, un Mentat adiestrado en matar, y me lo dejarán como un juguete inútil para que lo rompa. Pero les mostraré el uso que puede hacerse de un tal juguete.
El Barón deslizó una mano hacia un tapiz al lado de su cama a suspensor y oprimió un botón llamando a su sobrino mayor, Rabban. Esperó, sonriendo.
¡Y todos los Atreides muertos!
El estúpido capitán de los guardias estaba en lo cierto, por supuesto. Sin lugar a dudas, nada sobreviviría en el camino de una tormenta de arena de Arrakis. Ni un ornitóptero… ni sus ocupantes. La mujer y el chico habían muerto. Todas las corrupciones en su justo lugar, los increíbles gastos para transportar aquellas aplastantes fuerzas militares hasta el planeta… todos los astutos informes confeccionados a la medida de los oídos del Emperador, todo el vasto plan cuidadosamente puesto a punto, daba por fin sus frutos.
¡Poder y miedo… miedo y poder!
El Barón veía el camino trazado ante él. Un día, un Harkonnen sería Emperador. No él, ni tampoco ninguno de sus retoños. Pero un Harkonnen. No aquel Rabban al que acababa de llamar, por supuesto, sino el hermano más pequeño de Rabban. El joven Feyd-Rautha. Había en el muchacho una cierta dureza que alegraba al Barón… una ferocidad.
Un muchacho adorable, pensó el Barón. Uno o dos años más… digamos cuando alcance sus diecisiete años, y sabré si es realmente el instrumento que necesita la Casa de los Harkonnen para acceder al trono.
—Mi Señor Barón.
El hombre que estaba de pie en el umbral de la puerta de entrada del dormitorio del Barón, protegida por el campo, era de baja estatura, grueso de rostro y de cuerpo, con los rasgos de la línea paterna de los Harkonnen presentes en los ojos muy juntos y los anchos hombros. Había cierta rigidez en sus gorduras, pero era obvio que dentro de muy poco tiempo tendría que llevar suspensores portátiles para acarrear todo su exceso de grasa.
Una mente musculosa y un cerebro blindado, pensó el Barón. No es un Mentat, mi sobrino… no es un Piter de Vries, pero quizá sea más apto para las tareas inmediatas. Si le dejo plena libertad, estoy seguro de que lo barrerá todo a su paso. ¡Oh, cómo le van a odiar aquí en Arrakis!
—Mi querido Rabban —dijo el Barón. Desactivó el escudo de la puerta, pero conservó intencionalmente su escudo corporal a plena potencia, sabiendo que el resplandor del globo situado junto a su lecho lo pondría en evidencia.
—Me has llamado —dijo Rabban. Penetró en la estancia, echando una ojeada a la turbulencia del aire del escudo corporal, buscando con la mirada una silla a suspensor sin encontrarla.
—Acércate un poco más de modo que pueda verte —dijo el Barón. Rabban avanzó otro paso, pensando que el maldito viejo había suprimido deliberadamente todas las sillas a fin de obligar a sus visitantes a permanecer de pie.
—Los Atreides han muerto —dijo el Barón—. Hasta el último de ellos. Es por esto por lo que te he hecho venir a Arrakis. Este planeta es tuyo de nuevo. Rabban parpadeó.
—Pero, creía que habías propuesto a Piter de Vries que…
—Piter también ha muerto.
—¿Piter?
—Piter.
El Barón reactivó el campo de la puerta, protegiéndola contra cualquier penetración de energía.
—Te has cansado finalmente de él, ¿eh? —preguntó Rabban. Su voz resonó hueca y sin vida en la estancia de nuevo aislada.
—Te diré una cosa de una vez por todas —retumbó el Barón—. Insinúas que he suprimido a Piter como uno suprime una bagatela —hizo chasquear los dedos—, así,