—Creo que mi decisión ya ha sido tomada —dijo Kynes.
—Alguien detectó vuestras máquinas antes de que dejaran de funcionar —dijo Paul. Empujó a su madre fuera de la puerta, leyendo la desesperación en sus ojos.
—Debí sospechar algo al ver que no llegaba el café —dijo Kynes.
—Existe otra salida —dijo Paul—. ¿Podemos usarla?
Kynes inspiró profundamente.
—Esta puerta debería resistir veinte minutos como mínimo, a menos que utilicen los láser —dijo.
—No van a utilizar los láser por miedo a que tengamos escudos aquí —dijo Paul.
—Eran Sardaukar con uniformes Harkonnen —susurró Jessica.
Se oían rítmicos golpes contra la puerta.
Kynes señaló los archivadores de la pared de la derecha.
—Por aquí —dijo. Se acercó al primer archivador, abrió un cajón y manipuló una palanca en su interior. Toda la batería de archivadores se abrió, mostrando la negra boca de un túnel. Esta puerta también es de plastiacero —dijo.
—Estáis bien preparado —dijo Jessica.
—Hemos vivido ochenta años bajo los Harkonnen —dijo Kynes. Les empujó hacia las tinieblas y cerró la puerta a sus espaldas.
En la repentina oscuridad, Jessica vio una flecha luminosa en el suelo. La voz de Kynes resonó tras ellos:
—Aquí nos separaremos. Esta puerta es mucho más resistente. Aguantará al menos una hora. Seguid las flechas del suelo. Se extinguirán a vuestro paso. Os guiarán a través del laberinto hacia otra salida donde hay oculto un tóptero. Esta noche hay una tormenta en el desierto. Vuestra única esperanza es ir al encuentro de esta tormenta, sumergiros en ella y seguirla. Así es como procede mi pueblo para robar los tópteros. Si os mantenéis altos en la tormenta sobreviviréis.
—¿Pero y vos? —preguntó Paul.
—Intentaré escapar por otro camino. Si soy capturado… bien, sigo siendo el Planetólogo Imperial. Puedo decir que era vuestro prisionero. Corriendo como cobardes, pensó Paul. ¿Pero cómo podré sobrevivir de otro modo para vengar a mi padre? Se volvió hacia la puerta.
Jessica captó su movimiento.
—Duncan está muerto, Paul —dijo—. Has visto su herida. No puedes hacer nada por él.
—Algún día les haré pagar por todo esto —dijo Paul.
—No, a menos que os apresuréis —dijo Kynes.
Paul sintió la mano del planetólogo en su hombro.
—¿Cuándo volveremos a encontrarnos, Kynes? —preguntó Paul.
—Enviaré a los Fremen a buscaros. Conocen la ruta de la tormenta. Apresuraos, y que la Gran Madre os dé velocidad y suerte.
Oyeron sus pasos alejarse en las tinieblas.
Jessica tomó la mano de Paul y tiró suavemente de él.
—No debemos separarnos —dijo.
—Sí.
La siguió a través de la primera flecha, que se apagó cuando sus pies la tocaron. Otra flecha se iluminó ante ellos.
La cruzaron, se apagó a su vez, y otra se encendió más adelante. Ahora estaban corriendo.
Planes en los planes en los planes en los planes, pensó Jessica. ¿Estamos acaso participando en los planes de algún otro?
Las flechas les guiaron a través de vueltas y revueltas, rozando bifurcaciones apenas entrevistas en la débil luminiscencia. Su camino descendió durante un tiempo, hasta que empezó a ascender de nuevo. Continuaron subiendo hasta que llegaron a unos peldaños, giraron una última vez y se encontraron ante una pared luminiscente con una manija negra visible en su centro.
Paul pulsó la manija.
La pared se alejó de ellos. Se encendió una luz, revelando una caverna tallada en la roca con un ornitóptero agazapado en su centro. Más allá del vehículo había una pared gris y plana, con una señal indicando una puerta.
—¿Dónde habrá ido Kynes? —preguntó Jessica.
—Ha hecho lo que haría todo buen jefe de guerrilleros —dijo Paul—. Nos ha separado en dos partes y lo ha dispuesto todo de modo que le sea imposible revelar dónde estamos si es capturado. Ya que realmente no lo sabe.
Paul la hizo entrar en la caverna, notando como sus pies levantaban una densa nube de polvo del suelo.
—Nadie ha venido aquí desde hace mucho tiempo —dijo.
—Parecía muy seguro de que los Fremen nos encontrarían —dijo Jessica.
—Confío en su seguridad.
Paul soltó su mano, cruzó hacia la portezuela izquierda del ornitóptero, la abrió, y colocó su mochila en la parte posterior.
—Este aparato lleva enmascaramiento de proximidad —dijo—. El panel de mandos controla a distancia la puerta y las luces. Ochenta años bajo los Harkonnen les han enseñado a ser previsores.
Jessica se apoyó al otro lado del aparato, recobrando su aliento.
—Los Harkonnen habrán dispuesto una fuerza de cobertura sobre esta zona —dijo—. No son estúpidos. —Consultó su sentido de orientación y señaló hacia la izquierda—. La tormenta va por allí.
Paul asintió, luchando contra una repentina repugnancia a moverse. No conocía el origen, pero aquel conocimiento no le hubiera sido de ninguna utilidad. Aquella noche, en un determinado momento, había superado un decisivo nexo hacia el más profundo desconocido. Conocía las regiones temporales que le circundaban, pero el ahora-y-aquí seguía siendo un misterio. Era como si se hubiera visto así mismo, desde lejos, desaparecer a través de un valle. Entre los innumerables caminos que salían del valle, algunos tenían el poder de conducir a Paul Atreides hasta su vista, pero muchos otros, no.
—Cuanto más esperemos, mejor preparados estarán ellos —dijo Jessica.
—Entra y sujeta tu cinturón —dijo él.
Subió al ornitóptero, luchando aún con el pensamiento de que aquella era una zona oscura, no vista en ninguna de sus visiones prescientes. Y con un brusco sentimiento de shock comprendió que había ido confiando una vez más en sus recuerdos prescientes, y que esto le había debilitado en aquel momento de emergencia.
«Si confías tan sólo en tu mirada, tus otros sentidos se debilitarán.» Este era un axioma Bene Gesserit. Lo hizo suyo, jurándose a sí mismo no caer nunca más en aquella trampa… si lograba sobrevivir a este momento.
Se sujetó el cinturón de seguridad, revisó el de su madre e inspeccionó el vehículo. Las alas estaban completamente desplegadas, con sus delicadas nervaduras metálicas extendidas. Tocó la palanca retractora, comprobando que las alas se replegaban para el empuje inicial de los chorros, tal como se lo había enseñado Gurney Halleck. El contacto funcionaba correctamente. Los diales del panel de instrumentos se iluminaron cuando conectó los chorros. Las turbinas dejaron oír un sordo silbido.
—¿Lista? —preguntó.
—Sí.
Tocó el control de las luces.
Las tinieblas les rodearon.
Su mano era tan sólo una sombra entre los diales luminosos cuando pulsó el control de la puerta. Se oyó un estridente gruñido ante ellos. Una cascada de arena se precipitó al interior, luego hubo silencio. Una polvorienta brisa azotó a Paul en las mejillas. Cerró su portezuela, comprobando que la presión interna se restablecía. Un amplio polígono de estrellas, matizadas por nubes de polvo, había aparecido allá donde antes estaba la puerta. Una cresta rocosa se silueteaba sobre el fondo, entre torbellinos de arena.
Paul pulsó el botón de la secuencia automática de despegue. Las alas comenzaron a batir, sacando al tóptero de su nido. La energía surgió de sus chorros, mientras las alas lo empujaban hacia arriba.
Las manos de Jessica se apresuraban sobre los dobles controles, imitando los precisos gestos de su hijo. Tenía miedo y, sin embargo, se sentía excitada. Ahora, el adiestramiento de Paul es nuestra única esperanza, pensó. Su decisión y su juventud. Paul dio más energía a los chorros. El tóptero se inclinó hacia un lado, aplastándoles contra sus asientos, mientras una pared oscura se recortaba contra las estrellas ante ellos. Las alas se desplegaron totalmente, la potencia aumentó. otro batir, y sobrevolaron las rocas, aristas heladas bajo el resplandor de las estrellas. La polvorienta segunda luna surgió del horizonte a su derecha, definiendo el curso de la tormenta. Las manos de Paul danzaron sobre los controles. Las alas se retractaron, convirtiéndose en los élitros de un escarabajo. La aceleración empujó nuevamente su carne, mientras el vehículo se inclinaba en otra curva.
—¡Chorros detrás nuestro! —dijo Jessica.
—Los he visto.
Apretó a fondo la palanca de la energía.
El tóptero saltó hacia adelante como un animal asustado, alzándose hacia el sudoeste, en dirección a la tormenta y a la gran curva del desierto. No muy lejos, Paul descubrió sombras quebradas que revelaban dónde terminaba la línea de las rocas, hundiéndose bajo la arena. Más allá, la luz de la luna formaba sombras como de inmensos dedos… las dunas entrecruzándose unas con otras.
Y sobre el horizonte se elevaba la tormenta, como una inmensa muralla contra las estrellas.
Algo sacudió al tóptero.
—¡Explosiones! —jadeó Jessica—. Están usando algún tipo de armas a proyectiles. Había una salvaje sonrisa en el rostro de Paul.
—Parece que evitan utilizar los láser —dijo.
—¡Pero no tenemos escudos!
—¿Acaso lo saben ellos?
El tóptero se vio sacudido otra vez.
Paul se volvió a mirar hacia atrás.
—Sólo uno de sus aparatos parece bastante veloz como para seguirnos. Volvió su atención a los mandos, mientras la tormenta se elevaba ante ellos. Parecía tangiblemente sólida.
—Lanzadores de proyectiles, cohetes, todo el antiguo armamento… eso es lo que daremos a los Fremen —susurró Paul.
—La tormenta —dijo Jessica—. ¿No sería mejor dar media vuelta?
—¿Pero y el aparato que nos sigue?
—Están virando.
—¡Ahora!
Paul retractó las alas y enfiló directamente al lento y engañoso rebullir de la tormenta, sintiendo tensarse sus mejillas bajo la fuerza de la aceleración. Le pareció que se hundían en una nube de polvo que se hacía más y más densa. El desierto y la luna desaparecieron. El aparato no fue más que un largo y horizontal zumbido de oscuridad iluminado tan sólo por la verdosa luminiscencia del panel de instrumentos.
Por la mente de Jessica pasaron en una ráfaga todas las advertencias que había oído con respecto a esas tormentas: cortaban el metal como si fuera mantequilla, corroían la carne hasta los huesos y pulverizaban luego estos mismos huesos. Densos vórtices de polvo sacudían al vehículo, haciéndolo girar mientras Paul luchaba con los mandos. Cortó la energía, y el aparato se encabritó. El metal a su alrededor gimió y tembló.
—¡Arena! —gritó Jessica.
Percibió el gesto negativo de su cabeza a la débil luz del panel.
—No hay arena a esta altura.
Pero ella sintió que se sumergían cada vez más profundamente en aquel Maëlstrom. Paul extendió las alas al máximo, oyéndolas gemir bajo el esfuerzo. Sus ojos estaban fijos en los instrumentos, guiando por instinto, luchando por no perder altura. El ruido empezó a disminuir.
El tóptero derivó hacia la izquierda. Paul se concentró en la esfera luminosa con la curva de altitud, batallando por enderezar el aparato y mantenerlo en su línea de vuelo. Jessica tuvo la horrible impresión de que se habían detenido, y de que todos los movimientos provenían del exterior. Una constante oleada de polvo al otro lado de las ventanillas, un retumbante silbido, le recordaron las fuerzas desencadenadas a su alrededor.
El viento debe alcanzar los setecientos o los ochocientos kilómetros por hora, pensó. La adrenalina mordió su organismo. No debo tener miedo, se dijo, murmurando para sí las palabras de la letanía Bene Gesserit. El miedo mata la mente. Lentamente, los largos años de adiestramiento prevalecieron.
La calma volvió a ella.
—Tenemos al tigre por la cola —susurró Paul—. No podemos descender, no podemos aterrizar… y no creo que consiguiera salir de aquí. Tendremos que cabalgar con ella hasta el final.
La calma la abandonó de nuevo. Jessica sintió el castañeteo de sus dientes y los apretó con fuerza. Luego oyó la voz de Paul, baja y controlada, recitando la letanía:
—El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mi. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo.
CAPÍTULO XXVI
¿Qué es lo que desprecias? Por ello serás conocido.
Del «Manual de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.
—Están muertos, Barón —dijo Jakin Nefud, el capitán de los guardias—. Tanto la mujer como el muchacho están ciertamente muertos.
El Barón Vladimir Harkonnen se levantó arropado por los suspensores de sueño de sus habitaciones privadas. A su alrededor, más allá de estas habitaciones, envolviéndole como un huevo de múltiples cáscaras, se hallaba la fragata espacial que le había traído hasta Arrakis. Allí en sus habitaciones, el duro metal de la nave había sido disimulado con tapices, con paneles decorados y con raros objetos de arte.