Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Tras ellos, la lona cayó sobre el claro de luna. Una débil luz verdosa apareció ante ellos, revelando los peldaños y las paredes de roca, un giro hacia la izquierda. Embozados Fremen los rodeaban por todos lados, empujándolos hacia adelante. Giraron el ángulo, enfrentándose a otro pasaje que seguía descendiendo. Finalmente desembocaron en una cámara subterránea de paredes burdamente talladas en la roca. Kynes estaba de pie frente a ellos, con la capucha de su jubba echada sobre los hombros. El cuello de su destiltraje relucía a la verdosa luz. Sus largos cabellos y su barba estaban despeinados. Sus azules ojos, sin blanco, eran dos oscuros pozos bajo sus espesas cejas.

En el momento del encuentro, Kynes pensó: ¿Por qué estoy ayudando a esa gente? Es lo más peligroso que haya hecho nunca. Podría significar mi pérdida junto con la de ellos. Después miró directamente a Paul, viendo a un muchacho que acababa de asumir su pesada carga de adulto, escondiendo su dolor, olvidándolo todo excepto la posición que debería asumir en el futuro… el ducado. Y Kynes captó en aquel momento que el ducado existía aún gracias a ese muchacho, y que no era algo que pudiera tomarse a la ligera. Jessica miró en torno por toda la cámara, registrándola con sus sentidos a la Manera Bene Gesserit… un laboratorio, un lugar civil lleno de ángulos y de aristas cortados al modo antiguo.

—Esta es una de las Estaciones Ecológicas Experimentales Imperiales que quería mi padre como bases de avanzada —dijo Paul.

¡Que quería su padre!, pensó Kynes.

Y se preguntó de nuevo: ¿Soy tan imbécil como para ayudar a esos fugitivos? ¿Por qué lo estoy haciendo? Sería tan fácil capturarlos y comprar con ellos la confianza de los Harkonnen.

Paul imitó el ejemplo de su madre, inspeccionando la cámara con la mirada, viendo el banco de trabajo a un lado, las paredes de piedra bastamente talladas. Había instrumentos alineados en el banco… diales luminosos, separadores electrostáticos de los cuales surgían tubos de vidrio acanalado. El lugar estaba impregnado de un fuerte olor a ozono.

Algunos de los Fremen se movían en torno a un rincón disimulado de la estancia y de allí llegaban algunos sonidos… el pulsar de una máquina, chirridos de correas y de engranajes.

Paul vio al fondo de la cámara algunas jaulas con pequeños animales en su interior, apiladas contra la pared.

—Habéis identificado correctamente este lugar —dijo Kynes—. ¿Para qué lo utilizaríais, Paul Atreides?

—Para hacer este planeta habitable a los seres humanos —dijo Paul. Quizá es por esto por lo que les ayudo, pensó Kynes.

Los sonidos de la máquina se interrumpieron bruscamente y hubo un silencio. Se oyó el chillido de un animal en las jaulas. Luego cesó de pronto, como avergonzado. Paul volvió de nuevo su atención a las jaulas, observando que los animales era murciélagos con las alas de color pardo. Un alimentador automático se extendía a través de la pared junto a las jaulas.

Un Fremen emergió del rincón disimulado y le habló a Kynes:

—Liet, el equipo del generador de campo no funciona. No puedo esconder nuestra presencia a los detectores de proximidad.

—¿Puedes repararlo? —preguntó Kynes.

—No inmediatamente. Las piezas de recambio… —El hombre se alzó de hombros.

—Sí —dijo Kynes—. Entonces nos las arreglaremos sin máquinas. Conecta a la superficie una bomba manual para el aire.

—En seguida —el hombre se alejó apresuradamente. Kynes se volvió hacia Paul.

—Me gusta vuestra respuesta —dijo.

Jessica notó el timbre cálido en la voz del hombre. Era una voz noble, acostumbrada a mandar. Y el otro hombre le había llamado Liet. Liet era su alter ego Fremen, el otro rostro del tranquilo planetólogo.

—Os estamos muy reconocidos por vuestra ayuda, doctor Kynes —dijo.

—Hummm… ya veremos —dijo Kynes. Hizo una inclinación de cabeza hacia uno de sus hombres—. Café de especia en mis habitaciones, Shamir.

—Inmediatamente, Liet —dijo el hombre.

Kynes señaló hacia una arcada abierta en la pared de la cámara.

—Por favor.

Jessica asintió dignamente antes de seguirle. Vio a Paul hacerle una seña a Idaho, indicándole que montara guardia.

El pasadizo, de una profundidad de dos pasos, se abría a través de una pesada puerta a una pieza cuadrada iluminada por globos dorados. Jessica pasó su mano por la superficie de la puerta y descubrió con sorpresa que era de plastiacero. Paul dio tres pasos en la estancia y dejó caer la mochila al suelo. Oyó la puerta tras él, y estudió el lugar: unos ocho metros por lado, paredes de roca natural, color ocre, una serie de archivadores metálicos a su derecha. Un escritorio bajo con superficie de vidrio de color lechoso constelado de burbujas amarillentas ocupaba el centro de la estancia. Cuatro sillas a suspensor rodeaban el escritorio.

Kynes rodeó a Paul y ofreció una silla a Jessica. Ella se sentó, observando la forma en que su hijo examinaba la estancia.

Paul permaneció de pie el tiempo de otro parpadeo. Una leve anomalía en el flujo del aire de la estancia le reveló que había una salida secreta disimulada en los archivadores metálicos.

—¿Os sentáis, Paul Atreides? —preguntó Kynes.

Cómo evita darme mi título, pensó Paul. Pero aceptó la silla, permaneciendo en silencio mientras Kynes se sentaba a su vez.

—Vos intuís que Arrakis podría ser un paraíso —dijo Kynes—. ¡Sin embargo, como podéis ver, el Imperio nos envía únicamente a sus adiestrados espadachines en busca de la especia!

Paul levantó su pulgar con el sello ducal.

—¿Veis este anillo?

—Sí.

—¿Sabéis su significado?

Jessica se volvió a mirar a su hijo.

—Vuestro padre yace muerto en las ruinas de Arrakeen —dijo Kynes—. Técnicamente, vos sois el Duque.

—Soy un soldado del Imperio —dijo Paul—, técnicamente un espadachín. El rostro de Kynes se ensombreció.

—¿Incluso cuando los Sardaukar del Emperador permanecen sobre el cuerpo de vuestro padre?

—Los Sardaukar son una cosa, la fuente legal de mi autoridad, otra —dijo Paul.

—Arrakis tiene su propia manera de decidir a quién concede la autoridad —dijo Kynes. Y Jessica, volviéndose a mirarle, pensó: Hay acero en este hombre, pero nadie ha conseguido templarlo aún… y nosotros tenemos necesidad de acero. Paul se está librando a un juego peligroso.

—La presencia de los Sardaukar en Arrakis —dijo Paul— indica hasta qué punto nuestro bienamado Emperador temía a mi padre. Ahora soy yo quién le dará al Emperador Padishah razones para temer el…

—Muchacho —dijo Kynes—, hay cosas que vos…

—Dirigios a mí como Señor o mi Señor —dijo Paul.

Suavemente, pensó Jessica.

Kynes miró a Paul, y Jessica notó un destello de admiración en el rostro del planetólogo, y un rastro de humor.

—Señor —dijo Kynes.

—Soy un molestia para el Emperador —dijo Paul—. Soy una molestia para todos aquellos que quieren repartirse Arrakis para expoliarlo. Mientras viva, quiero continuar siendo una molestia, como un palo clavado en su garganta que termine sofocándolos y matándolos!

—Palabras —dijo Kynes. Paul le miró.

—Tenéis una leyenda aquí acerca del Lisan al-Gaib, la Voz del Otro Mundo, el que conducirá a los Fremen al paraíso. Vuestros hombres tienen…

—¡Superstición! —dijo Kynes.

—Quizá —aceptó Paul—. O quizá no. A veces la superstición tienen extrañas raíces y extrañas ramificaciones.

—Tenéis un plan —dijo Kynes—. Esto es obvio… Señor.

—¿Vuestros Fremen podrían aportarme una prueba positiva de que los Sardaukar están aquí con uniformes Harkonnen?

—Muy probablemente.

—El Emperador pondrá de nuevo a un Harkonnen en el poder, aquí —dijo Paul—. Quizá incluso a la Bestia Rabban. Que lo haga. Cuando se haya involucrado hasta tal punto que no pueda escapar a su culpabilidad, veremos si el Emperador sabrá afrontar la eventualidad de un Acta de Acusación presentada ante el Landsraad. Veremos si sabrá responder cuando…

—¡Paul! —dijo Jessica.

—Admitiendo que el Alto Consejo del Landsraad acepte vuestro caso —dijo Kynes—, esto no conducirá más que a un conflicto generalizado entre el Imperio y las Grandes Casas.

—El caos —dijo Jessica.

—Pero yo someteré mi caso al Emperador —dijo Paul— y le ofreceré una alternativa al caos.

—¿Un chantaje? —dijo Jessica en tono seco.

—Uno de los instrumentos del poder, como tú misma has dicho —dijo Paul, y Jessica captó amargura en su voz—. El Emperador no tiene hijos, sólo hijas.

—¿Estás aspirando al trono? —preguntó Jessica.

—El Emperador no querrá arriesgarse a ver el Imperio derrumbarse en una guerra total —dijo Paul—. Planetas arrasados, desórdenes en todas partes… no se arriesgará a eso.

—Lo que proponéis es una elección desesperada —dijo Kynes.

—¿Qué es lo que más temen las Grandes Casas del Landsraad? —preguntó Paul—. Lo que está ocurriendo en este preciso instante en Arrakis: los Sardaukar destruyéndolas, una a una. Es por esto que hay un Landsraad. Constituye los fundamentos de la Gran Convención. Sólo unidas pueden enfrentarse a las fuerzas Imperiales.

—Pero ellas son…

—Eso temen —dijo Paul—. Arrakis podría ser un grito de unión. Cada una de ellas se sentirá identificada con mi padre… arrancado del rebaño y muerto. Kynes se dirigió a Jessica.

—¿Un plan así podría funcionar?

—No soy un Mentat —dijo Jessica.

—Pero sois una Bene Gesserit.

Jessica le dirigió una penetrante mirada.

—Este plan —dijo— tiene puntos buenos y puntos malos… como cualquier plan en este estadio. Un plan depende tanto de su ejecución como de su concepción.

—«La ley es la última ciencia» —recitó Paul—. Esto es lo que se halla escrito sobre la puerta del Emperador. Quiero mostrarle cuál es la ley.

—No estoy seguro de poder otorgarle mi confianza a la persona que ha concebido este plan —dijo Kynes—. Arrakis tiene su propio plan, que nosotros…

—Desde el trono —dijo Paul— podría convertir Arrakis en un paraíso con un solo gesto de mi mano. Este es el precio que ofrezco por vuestro apoyo.

Kynes se envaró.

—Mi lealtad no está a la venta, Señor.

Paul miró fijamente al otro lado del escritorio, afrontando la fría mirada de aquellos ojos totalmente azules, estudiando el barbudo rostro, el aspecto autoritario. Una dura sonrisa rozó sus labios.

—Bien hablado —dijo—. Pido disculpas.

Kynes sostuvo la mirada de Paul.

—Ningún Harkonnen ha admitido nunca su error —dijo—. Quizá los Atreides no seáis como ellos.

—Podría ser un fallo de su educación —dijo Paul—. Vos decís que no estáis en venta, pero sigo pensando que puedo ofreceros un precio que debéis aceptar. A cambio de vuestra lealtad os ofrezco mi lealtad… totalmente.

Mi hijo posee la sinceridad de los Atreides, pensó Jessica. Ese tremendo, casi ingenuo honor… la formidable fuerza que representa la verdad.

Vio que las palabras de Paul habían impresionado a Kynes.

—Esto es absurdo —dijo Kynes—. Sois tan sólo un muchacho y…

—Soy el Duque —dijo Paul—. Soy un Atreides. Ningún Atreides ha faltado a su palabra.

Kynes tragó saliva.

—Cuando digo totalmente —dijo Paul—, quiero decir sin reservas. Daría mi vida por vos.

—¡Señor! —dijo Kynes, y la palabra surgió como si le hubiera sido arrancada, pero Jessica vio que ya no le estaba hablando a un muchacho de quince años sino a un hombre, a un superior. Esta vez Kynes había hablado con sinceridad. En este momento daría su vida por Paul, pensó. ¿Cómo consiguen los Atreides llegar a ello tan rápidamente, tan fácilmente?

—Sé que habláis sinceramente —dijo Kynes—. Pero los Harkonnen… La puerta se abrió con fuerza detrás de Paul. Se volvió y descubrió una explosión de violencia: gritos, el entrechocar de acero, imágenes cerúleas de rostros contorsionados. Con su madre a su lado, Paul saltó hacia la puerta, viendo a Idaho bloqueando el paso, sus ojos inyectados en sangre brillando a través del confuso halo del escudo, numerosas manos intentando sujetarle, destellos de acero arqueándose repelidos por el escudo. La descarga anaranjada de un aturdidor fue rechazada por el escudo. Las hojas de Idaho penetraban en la carne a su alrededor, cortando y cercenando, chorreando sangre. Entonces Kynes estuvo al lado de Paul, y entre ambos empujaron la puerta con todo su peso. Paul tuvo aún una última visión de Idaho de pie ante un racimo de uniformes Harkonnen… sus gestos eran aún firmes y controlados, pero su rizada cabellera negra estaba marcada por una mortal flor escarlata. Después la puerta se cerró, y Kynes la atrancó.

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