Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Hawat suspiró.

Nunca se había sentido tan cansado. Experimentaba en todos sus músculos un dolor que ninguna píldora energética podría aplacar.

¡Aquellos condenados Sardaukar!

Lleno de amargura, pensó en aquellos fanáticos soldados y en la traición Imperial que representaban. Pero su evaluación Mentat de los hechos le revelaba las escasas posibilidades que tenía de probar aquella traición ante el Alto Consejo del Landsraad, por lo que nunca se haría justicia.

—¿Deseas reunirte con los contrabandistas? —preguntó el Fremen.

—¿Es posible?

—El camino es largo.

«A los Fremen no les gusta decir que no», había dicho Idaho en una ocasión.

—Todavía no me has dicho si tu pueblo puede ayudar a mis heridos —dijo Hawat.

—Están heridos.

¡Cada vez esta maldita respuesta!

—¡Sé que están heridos! —restalló Hawat—. No es esto lo…

—Paz, amigo —amonestó el Fremen—. ¿Qué es lo que dicen tus heridos? ¿Hay alguno entre ellos que esté en condiciones de comprender la necesidad de agua de tu tribu?

—No hemos hablado de agua —dijo Hawat—. Nosotros…

—Puedo comprender tu reluctancia —dijo el Fremen—. Son tus amigos, los hombres de tu tribu. ¿Tenéis agua?

—No la suficiente.

El Fremen hizo un gesto hacia la túnica de Hawat, bajo la cual se veía su piel desnuda.

—Os han sorprendido en vuestro sietch, sin vuestras ropas. Tenéis que tomar una decisión de agua, amigo.

—¿Podemos alquilar vuestra ayuda?

El Fremen se alzó de hombros.

—No tenéis agua —sus ojos recorrieron el grupo de hombres tras Hawat—. ¿De cuántos de tus heridos podrías desprenderte?

Hawat permaneció silencioso, estudiando al hombre. Como Mentat, se daba cuenta de que aquella conversación estaba desfasada. Los sonidos de las palabras no encajaban normalmente.

—Soy Thufir Hawat —dijo—. Puedo hablar en nombre de mi Duque. Firmaré un compromiso a cambio de vuestra ayuda. No pido más que una ayuda limitada, a fin de conservar mis fuerzas para ajustar las cuentas a una traición que se cree más allá de toda venganza.

—¿Pretendes que nos unamos a ti en una vendetta?

—Yo mismo me encargaré de la vendetta. Quiero tan sólo que se me libere de la responsabilidad de mis heridos.

El Fremen frunció el ceño.

—¿Cómo puedes ser tú responsable de tus heridos? Ellos son sus propios responsables. Es el agua lo que importa, Thufir Hawat. ¿Quieres que sea yo quien decida por ti?

El hombre puso su mano en el arma oculta bajo sus ropas.

Thufir se tensó, pensando: ¿Es esta una nueva traición?

—¿Qué es lo que temes? —preguntó el Fremen.

¡Esa gente y su desconcertante franqueza!

—Hay un precio por mi cabeza —pronunció cautelosamente Hawat.

—Ahhh… —el Fremen retiró la mano de su arma—. Nos creéis tan corruptos como los bizantinos. No nos conocéis. Los Harkonnen no tienen bastante agua para corromper al más pequeño de nuestros niños.

Pero han pagado a la Cofradía el pasaje para más de dos mil naves de combate, pensó Hawat. Y la enormidad de tal precio le anonadó.

—Ambos combatimos a los Harkonnen —dijo Hawat—. ¿No deberíamos compartir los problemas y los medios para triunfar en la batalla?

—Los estamos compartiendo —dijo el Fremen—. Os he visto combatir contra los Harkonnen. Sois buenos. En algunos momentos hubiera apreciado la presencia de vuestros brazos a mi lado.

—Dime tan sólo en qué momento deseas que mi brazo te ayude —dijo Hawat.

—¿Quién sabe? —respondió el Fremen—. Hay fuerzas por todos lados. Pero aún no has tomado tu decisión de agua, ni la has sometido a tus heridos. Debo ser prudente, se dijo Hawat. Hay algo aquí que no comprendo.

—¿Puedes explicarme tus reglas —dijo—, las reglas arrakenas?

—El modo de pensar de un extranjero —dijo el Fremen, y había desprecio en su tono. Señaló hacia el noroeste, al otro lado de la cresta rocosa—. Os hemos observado esta noche, mientras atravesábais la arena —bajó su brazo—. Has hecho marchar a tus fuerzas por el lado deslizante de las dunas. Malo. No tenéis destiltrajes, no tenéis agua. No duraréis mucho.

—No es fácil habituarse a Arrakis —dijo Hawat.

—Cierto. Pero nosotros hemos matado Harkonnen.

—¿Qué hacéis vosotros con vuestros heridos? —pregunto Hawat.

—¿Acaso un hombre no sabe cuándo vale la pena de ser salvado? —respondió el Fremen—. Tus heridos saben que no tenéis agua. —Inclinó la cabeza y lanzó una oblicua mirada a Hawat—. Está claro que este es el momento de tomar la decisión de agua. Heridos y no heridos deben pensar en el futuro de la tribu.

El futuro de la tribu, pensó Hawat. La tribu de los Atreides. Hay un sentido en esto. Se obligó a sí mismo a hacer la pregunta que había eludido hasta aquel momento.

—¿Sabes algo de mi Duque o de su hijo?

—¿Saber? —los ojos azules miraron insondables a Hawat.

—¡Su suerte! —restalló Hawat.

—La suerte es la misma para todos —dijo el Fremen—. Tu Duque, por lo que se dice, ha encontrado la suya. En cuanto al Lisan al-Gaib, su hijo, está en las manos de Liet. Y Liet no ha dicho nada.

Conocía la respuesta antes de haber formulado la pregunta, pensó Hawat. Miró a sus hombres. Ahora todos estaban despiertos. Habían oído. Miraban fijamente a través de la arena, y sus pensamientos podían leerse claramente: nunca regresarían a Caladan, y Arrakis estaba ya perdido.

Hawat se volvió de nuevo hacia el Fremen.

—¿Tienes noticias de Duncan Idaho?

—Estaba en la gran casa cuando cayó el escudo —dijo el Fremen—. Esto es lo que he oído decir… nada más.

Ella fue quien desactivó el escudo y dejó entrar a los Harkonnen, pensó. Soy yo quien esta vez daba la espalda a la puerta. ¿Cómo ha podido hacer esto, actuar contra su propio hijo? Pero… ¿quien sabe lo que piensa una bruja Bene Gesserit… si uno puede llamar a eso pensar?

Hawat intentó tragar saliva en su reseca garganta.

—¿Cuándo sabrás algo acerca del muchacho?

—Sabemos poco de lo que ocurre en Arrakeen —dijo el Fremen. Se alzó de hombros—. ¿Quién sabe?

—¿Tienes algún medio de saberlo?

—Quizá. —El Fremen se rascó la cicatriz al lado de su nariz—. Dime, Thufir Hawat,

¿sabes algo de las armas pesadas que han usado los Harkonnen?

La artillería, pensó amargamente Hawat. ¿Quién hubiera pensado en usar la artillería en estos días de escudos?

—Te refieres a la artillería que han usado para atrapar a nuestros hombres en las cavernas —dijo—. Tengo… un conocimiento teórico de esas armas explosivas.

—Todo hombre que se refugia en una caverna con una sola salida merece la muerte —dijo el Fremen.

—¿Por qué me has preguntado acerca de esas armas?

—Liet quiere saber.

¿Es esto entonces lo que espera de nosotros?, se preguntó Hawat.

—¿Has venido a informarte acerca de esos grandes cañones? —dijo.

—Liet quiere examinar por sí mismo una de esas armas.

—En ese caso, no tenéis más que ir y tomar una —se burló Hawat.

—Si —dijo el Fremen—. Hemos tomado una. La hemos ocultado allá donde Stilgar pueda estudiarla para Liet y donde Liet pueda verla con sus propios ojos si lo desea. Pero dudo que quiera: el arma no es de las mejores. Es mediocre para Arrakis.

—¿Habéis… habéis tomado una? —preguntó Hawat.

—Fue un buen combate —dijo el Fremen—. Sólo perdimos dos hombres, pero derramamos el agua de más de doscientos de ellos.

Había Sardaukars en cada cañón, pensó Hawat. ¡Este loco del desierto dice tranquilamente que sólo han perdido dos hombres contra los Sardaukar!

—No hubiéramos perdido a esos dos de no haber sido por aquellos otros que combatían con los Harkonnen —dijo el Fremen—. Algunos de ellos eran bravos guerreros.

Uno de los hombres de Hawat se acercó cojeando y se inclinó observando al Fremen.

—¿Estás hablando de los Sardaukar?

—Está hablando de los Sardaukar —dijo Hawat.

—¡Sardaukar! —dijo el Fremen, y su voz se llenó de alegría —. ¡Ahhh… eso es lo que eran! Entonces, fue una magnífica noche. Sardaukar. ¿De qué legión? ¿Lo sabes?

—Nosotros… lo ignoramos —dijo Hawat.

—Sardaukar —reflexionó el Fremen—. Pero llevaban uniformes Harkonnen. ¿No es eso extraño?

—El Emperador no quiere que se sepa que combate contra una Gran Casa —dijo Hawat.

—Pero tú sabes que son Sardaukar.

—¿Quién soy yo? —dijo amargamente Hawat.

—Tú eres Thufir Hawat —dijo el hombre flemáticamente—. Bien, de todos modos también hubiéramos terminado sabiéndolo. Hemos enviado tres prisioneros para que sean interrogados por los hombres de Liet.

El ayudante de Hawat habló lentamente, reflejando la incredulidad en cada palabra:

—¿Vosotros… habéis capturado a los Sardaukar?

—Sólo tres —dijo el Fremen—. Luchan bien.

Si al menos hubiésemos tenido tiempo para aliarnos con estos Fremen, pensó Hawat. Fue como un lamento en su interior. Si al menos hubiésemos podido adiestrarlos y armarlos. ¡Gran Madre, qué fuerza hubieran sido!

—Quizá es tu preocupación por el Lisan al-Gaib lo que te hace vacilar —dijo el Fremen—. Si es realmente el Lisan al-Gaib, nada puede tocarle. No pierdas tu tiempo por algo que aún no ha sido probado.

—Yo sirvo a… al Lisan al-Gaib —dijo Hawat—. Su seguridad es mi preocupación. Me he consagrado a mi mismo a ello.

—¿Te has consagrado a su agua?

Hawat miró a su ayudante, que seguía estudiando fijamente al Fremen, y volvió su atención a la figura acuclillada.

—A su agua, sí.

—¿Deseas volver a Arrakeen, al lugar de su agua?

—A… sí, al lugar de su agua.

—¿Por qué no has dicho al principio que era un asunto de agua? —el Fremen se levantó, ajustando firmemente sus tampones en la nariz.

Hawat hizo una seña con la cabeza hacia su ayudante para que volviera con los demás. Con un cansado encogimiento de hombros, el otro obedeció: Hawat le oyó murmurar algo para si mismo.

—Siempre hay un camino que conduce al agua —dijo el Fremen.

Un hombre lanzó un juramento a espaldas de Hawat. Su ayudante llamó:

—¡Thufir! Arkie acaba de morir.

El Fremen se llevó el puño al oído.

—¡El vínculo del agua! ¡Es un signo! —Miró a Hawat—. Hay un lugar aquí cerca para aceptar el agua. ¿Debo llamar a mis hombres?

El ayudante regresó al lado de Hawat.

—Thufir —dijo—, un par de hombres han dejado a sus mujeres en Arrakeen. Ellos… ya podéis imaginar lo que representa en estos momentos.

El Fremen seguía apretando su puño contra su oído.

—¿Es el vínculo del agua, Thufir Hawat? —inquirió.

La mente de Hawat trabajaba furiosamente. Ahora comprendía el sentido de las palabras del Fremen, pero temía la reacción de sus extenuados hombres, bajo el saliente rocoso, cuando lo supieran.

—El vínculo del agua —dijo Hawat.

—Deja que nuestras tribus se unan —dijo el Fremen, y bajó el puño. Como si esto fuera una señal, cuatro hombres surgieron de las rocas encima de ellos. Saltaron bajo la cornisa, envolvieron al hombre muerto en un amplio lienzo, lo levantaron y se fueron corriendo con él, a lo largo de la pared rocosa a su derecha. Sus pasos alejándose alzaron nubecillas de polvo.

Todo hubo terminado antes de que los exhaustos hombres de Hawat se dieran cuenta de lo que ocurría. El grupo con el muerto que oscilaba como un saco dentro del lienzo había desaparecido tras unas rocas.

Uno de los hombres de Hawat gritó:

—¿Dónde llevan a Arkie? Estaba…

—Se lo llevan para… enterrarlo —dijo Hawat.

—¡Los Fremen no entierran a sus muertos! —barbotó el hombre—. No intentéis engañarnos, Thufir. Sabemos lo que hacen con ellos. Arkie era uno de…

—El Paraíso está asegurado para aquellos hombres que mueren al servicio del Lisan al-Gaib —dijo el Fremen—. Si es cierto que servís al Lisan al-Gaib como habéis dicho,

¿por qué lamentaros? El recuerdo de aquél que ha muerto vivirá para siempre. Pero los hombres de Hawat avanzaron, con coléricas miradas en sus rostros. Uno de ellos había capturado una pistola láser. La blandió.

—¡Quieto dónde estáis! —restalló Hawat. Luchó contra la dolorosa fatiga que se apoderaba de todos sus músculos—. Esa gente respeta a nuestros muertos. Sus costumbres son distintas de las nuestras, pero tienen el mismo significado.

—Van a extraerle a Arkie toda su agua —gruñó el hombre del láser.

—¿Tal vez tus hombres desean asistir a la ceremonia? —preguntó el Fremen. No comprende el problema, pensó Hawat. La ingenuidad del Fremen era estremecedora.

—Están alterados por la muerte de un respetado camarada —dijo Hawat.

—Trataremos a vuestro camarada con el mismo respeto que si fuera uno de los nuestros —dijo el Fremen—. Este es el vinculo del agua. Conocemos los ritos. La carne de un hombre le pertenece; el agua pertenece a la tribu.

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