Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Este pensamiento calmó al Barón, venciendo su reluctancia a someter a un noble al dolor. Se vio de pronto a sí mismo como a un cirujano preparado para practicar infinitas disecciones… arrancando las máscaras a los idiotas y exponiendo el infierno que había debajo de ellas.

¡Conejos, todos ellos conejos!

¡Y cómo huían temblando apenas veían a un carnívoro!

Leto miró fijamente a través de la mesa, preguntándose qué estaba esperando. El diente pondría fin a todo muy rápidamente. Pero… la vida había sido tan hermosa en su mayor parte. Se descubrió a sí mismo recordando un milano real antenado suspendido sobre el cielo de Caladan, y a Paul riendo de alegría al contemplarlo. Y recordó el sol del alba, aquí en Arrakis… y las estrías de color de la Muralla Escudo difuminadas por la bruma de polvo.

—Tanto peor —murmuró el Barón. Echó su silla hacia atrás, se levantó con ligereza con la ayuda de sus suspensores, y vaciló notando un súbito cambio en la expresión del Duque. Le vio inspirar profundamente, y que su mandíbula se había endurecido. Un músculo se estremeció en el momento en que el Duque cerró con fuerza su boca.

¡Cuánto miedo me tiene!, pensó el Barón.

Aterrado ante el temor de que el Barón pudiera escapársele, Leto mordió salvajemente la cápsula en el diente y la notó romperse. Abrió la boca y expelió el pungente vapor que sentía formarse sobre su lengua. El Barón pareció hacerse más pequeño, una figura vista a través de un túnel que se alejara. Leto oyó un jadeo junto a su oído… la voz sedosa: Piter.

¡También le he cogido a él!

La voz retumbó lejana.

Leto sintió sus recuerdos girar en su mente… parecidos a murmullos de viejas desdentadas. La estancia, la mesa, el Barón, el par de ojos aterrorizados… azul sobre azul… todo se fundió a su alrededor en una simétrica destrucción. Había un hombre con el mentón parecido a la puntera de una bota, un títere, cayendo. El títere tenía la nariz rota hacia la izquierda: un metrónomo inmovilizado para siempre al inicio de su recorrido. Leto oyó el entrechocar de vajilla… tan lejano… un rumor en sus oídos. Su mente era un pozo sin fondo, recogiéndolo todo. Todo aquello que siempre había existido: cada grito, cada susurro, cada… silencio.

Un único pensamiento quedaba en él. Leto lo percibió como algo informe, unos trazos de luz negra: El día modela la carne y la carne modela el día. El pensamiento le golpeó con un sentimiento de plenitud que supo que nunca podría explicar. Silencio.

El Barón estaba de pie, con la espalda apoyada contra su puerta privada, en el refugio de seguridad tras su mesa. La había cerrado a una habitación llena de hombres muertos. Sus sentidos le decían que sus guardias corrían por todos lados. ¿Lo he respirado?, se preguntó. Fuera lo que fuese ¿me ha alcanzado también a mi?

Los sonidos volvían a él… y la razón. Oyó a alguien gritando órdenes: máscaras de gas… mantened la puerta cerrada… accionad los extractores. Los otros han caído muy aprisa, pensó. Yo aún sigo en pie. Todavía respiro. ¡Infiernos!

¡Ha faltado poco!

Ahora podía analizar lo sucedido. Su escudo estaba activado como siempre, regulado al mínimo pero siempre con la potencia suficiente para retardar el intercambio molecular a través de la barrera energética. Y se estaba separando de la mesa… y el jadeo de Piter que había provocado la intervención del capitán de la guardia y su muerte. La muerte y la advertencia que había leído en los rasgos de un hombre moribundo… esto le había salvado la vida.

El Barón no sintió ninguna gratitud hacia Piter. El idiota se había dejado matar. ¡Y aquel estúpido capitán de los guardias! ¡Había dicho que los había registrado a fondo a todos antes de llevarlos a presencia del Barón! ¿Cómo había sido posible que el Duque…? No había habido ningún aviso. Ni siquiera el detector de ve nenos sobre la mesa… hasta que había sido demasiado tarde. ¿Cómo era posible?

Ahora ya no tiene ninguna importancia, pensó el Barón, mientras su mente se reafirmaba. El próximo capitán de los guardias empezará a trabajar buscando las respuestas a estas preguntas.

Percibió un aumento de la actividad fuera, al otro lado de la puerta de aquella estancia donde reinaba la muerte. El Barón empujó la otra puerta y salió, estudiando a los lacayos a su alrededor. Todos permanecían inmóviles y silenciosos, esperando la reacción del Barón.

¿Estará el Barón furioso?

Y el Barón se dio cuenta de que habían pasado tan sólo unos segundos desde que había escapado de aquella terrible habitación.

Algunos de los guardias mantenían sus pistolas apuntadas contra la puerta. Otros dirigían su ferocidad hacia el vacío vestíbulo donde se oían ahora los ruidos procedentes de la esquina a su derecha.

Un hombre apareció por esa esquina, con la máscara antigás colgando de su cuello, sus ojos fijos en los detectores de veneno alineados en el corredor. Tenía cabellos rubios, rostro aplanado y ojos verdes. Finas arrugas partían de su boca de gruesos labios. Hacía pensar en alguna criatura acuática perdida por algún extraño motivo entre los animales terrestres.

El Barón observó al hombre que se acercaba, recordando su nombre: Nefud. Iakin Nefud. Cabo de la guardia. Nefud era adicto a la combinación de música y semuta, que actuaba en los más profundos estratos de la consciencia. Este era un precioso dato de información.

El hombre se detuvo frente al Barón y saludó.

—El corredor está limpio, mi Señor. Estaba montando guardia en el exterior y he pensado en seguida que se trataba de un gas letal. Los ventiladores de vuestra estancia aspiraban el aire de este corredor —alzó los ojos hacia el detector encima de la cabeza del Barón—. No ha escapado ni un átomo de gas. Hemos limpiado ya completamente la estancia. ¿Cuáles son vuestras órdenes?

El Barón reconoció la voz del hombre… la misma que había gritado las órdenes. Eficiente este cabo, pensó.

—¿Están todos muertos ahí dentro? —preguntó el Barón.

—Sí, mi Señor.

Bien, habrá que adaptarse a ello; pensó el Barón.

—En primer lugar —dijo—, déjame felicitarte, Nefud. Eres el nuevo capitán de mi guardia. Y espero que aprenderás la lección en la muerte de tu predecesor. El Barón captó la consciencia de lo que representaba aquel ascenso para el hombre de su guardia: Nefud sabía que ya nunca más le faltaría semuta.

Nefud asintió.

—Mi Señor sabe que me consagraré enteramente a su seguridad.

—Sí. Bien, a lo que íbamos. Sospecho que el Duque llevaba algo en su boca. Descubrirás lo que era, cómo ha sido usado y quién lo puso allí. Toma todas las precauciones…

Se interrumpió, con la cadena de sus pensamientos rota por una perturbación en el corredor, detrás de él: los guardias de la puerta del ascensor que conducía a los niveles inferiores de la fragata intentaban detener a un alto coronel Bashar que acababa de emerger de la cabina.

El Barón no consiguió situar el rostro del coronel Bashar: delgado, con la boca parecida a una hendidura hecha en el cuero y unos ojos como manchas de tinta.

—¡Quitadme vuestras manos de encima, pandilla de carroñeros! —rugió el hombre, y empujó violentamente a los guardias.

Ahhh, uno de los Sardaukar, pensó el Barón.

El coronel Bashar avanzó a grandes pasos hacia el Barón, cuyos ojos se cerraron hasta convertirse en dos sutiles hendiduras de aprensión. Los oficiales Sardaukar le llenaban de inquietud. Tenían un aspecto que les hacía parecer parientes del Duque… del difunto Duque. ¡Y sus modales hacia el Barón!

El coronel Bashar se plantó a un paso del Barón, con las manos en las caderas. Los guardias se inmovilizaron detrás de él, indecisos.

El Barón observó la ausencia de saludo, el desdén en los modales del Sardaukar, y su inquietud aumentó. Había una sola legión de Sardaukar en el planeta, diez brigadas, reforzando las legiones Harkonnen, pero el Barón no se hacia ilusiones. Aquella única legión era perfectamente capaz de revolverse contra los Harkonnen y vencerles.

—Decid a vuestros hombres que no intenten impedirme que os vea, Barón —gruñó el Sardaukar—. En cuanto a los míos, os han traído al Duque Atreides antes de que pudiera discutir con vos su suerte. Vamos a hacerlo ahora.

No debo perder prestigio ante mis hombres, pensó el Barón.

—¿Y? —Su voz era fría y controlada, y el Barón se sintió orgulloso de ella.

—Mi Emperador me ha encargado asegurarme de que su real primo perecerá limpiamente, sin agonía —dijo el coronel Bashar.

—Estas son las órdenes Imperiales que he recibido —mintió el Barón—. ¿Creéis que iba a desobedecerlas?

—Debo informar a mi Emperador de lo que haya visto con mis propios ojos —dijo el Sardaukar.

—El Duque ya ha muerto —cortó el Barón, y levantó una mano para despedir al hombre.

El coronel Bashar permaneció inmóvil frente al Barón. Ni un parpadeo, ni el menor estremecimiento de ninguno de sus músculos indicaron que se había dado cuenta de que había sido despedido.

—¿Cómo? —gruñó.

¡Realmente, esto ya es demasiado!, se dijo el Barón.

—Por su propia mano, si es eso lo que queréis saber —dijo el Barón—. Se ha envenenado.

—Quiero ver el cadáver —dijo el coronel Bashar.

El Barón alzó los ojos al techo, fingiendo exasperación, mientras sus pensamientos galopaban. ¡Maldición! ¡Ese Sardaukar de ojos aguzados va a penetrar en la estancia antes de que podamos cambiar nada!

—Ahora —precisó el Sardaukar—. Quiero verlo con mis propios ojos. No había forma de impedirlo, se dio cuenta el Barón. El Sardaukar iba a verlo todo. Sabría que el Duque había matado a hombres Harkonnen… y que el Barón había escapado por escaso margen. Los restos de la comida en la mesa eran una evidencia, y el Duque muerto frente a ellos, con la destrucción a su alrededor. Era imposible evitarlo.

—No quiero oír excusas —dijo ásperamente el coronel Bashar.

—Nadie quiere daros excusas —dijo el Barón, y miró a los ojos de obsidiana del Sardaukar—. No tengo nada que esconder al Emperador. —Inclinó la cabeza hacia Nefud—: El coronel Bashar quiere verlo todo, en seguida. Hazlo entrar por la puerta ante la que te hallas, Nefud.

—Por aquí, señor —dijo Nefud.

Lentamente, insolentemente, el Sardaukar rodeó al Barón y se abrió camino entre los guardias.

Insufrible, pensó el Barón. Ahora el Emperador sabrá cómo le he fallado en esto. Lo considerará un signo de debilidad.

Y experimentó la agonía de pensar que el Emperador y su Sardaukar eran idénticos en su desdén hacia cualquier signo de debilidad. El Barón se mordió el labio inferior, consolándose con la idea de que al menos el Emperador no estaba al corriente de la incursión de los Atreides sobre Giedi Prime, y de la destrucción de los almacenes de especia que los Harkonnen tenían allí.

¡Maldita sea ese pérfido Duque!

El Barón observó las dos espaldas que se alejaban… el arrogante Sardaukar y el robusto y eficiente Nefud.

Tendremos que adaptarnos, pensó el Barón. Deberé poner otra vez a Rabban al frente de este condenado planeta. Sin restricciones. Tendré que derramar incluso mi propia sangre Harkonnen para colocar a Arrakis en condiciones de aceptar a Feyd-Rautha.

¡Maldito sea Piter! ¡No se le ha ocurrido otra cosa que hacerse matar antes de que yo hubiera terminado con él!

El Barón suspiró.

Debo enviar inmediatamente a alguien a Tleilax para buscar un nuevo Mentat. Indudablemente ya tendrán a otro nuevo preparado para mí.

Un guardia tosió cerca de él.

El Barón se volvió hacia el hombre.

—Tengo hambre.

—Sí, mi Señor.

—Y deseo ser divertido mientras vosotros limpiáis esa estancia y estudiáis todos sus secretos para mí —retumbó el Barón.

El guardia bajó los ojos.

—¿Que diversión prefiere mi Señor?

—Estaré en mi dormitorio —dijo el Barón—. Hazme traer aquel joven que compramos en Gamont, el que tiene esos ojos tan adorables. Que lo droguen bien. No tengo el menor deseo de luchar.

—Sí, mi señor.

El Barón se volvió y se dirigió hacia sus habitaciones, dando saltitos por efecto de los suspensores. Sí, pensó. Ese con los ojos tan adorables, ese que se parece tanto al joven Paul Atreides.

CAPÍTULO XXII

Oh Mares de Caladan,
Oh gente del Duque Leto…
Ciudadela de Leto abatida,
Abatida para siempre…

De «Canciones de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

Paul sintió que todo su pasado, toda su vida antes de aquella noche, era como arena deslizándose por una clepsidra. Estaba sentado al lado de su madre, sujetándose las rodillas dentro de la pequeña tienda de tejido y plástico, una destiltienda, que habían encontrado, junto con las ropas Fremen que se habían puesto inmediatamente, en el paquete descubierto en el tóptero.

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