—¿Por qué no la matamos aquí? —preguntó Caracortada.
—Demasiado sucio —dijo el primero—. A menos que quieras estrangularla. Yo prefiero las cosas limpias. Los dejaremos en el desierto, como ha dicho el traidor, los golpearemos una o dos veces, y dejaremos la evidencia para los gusanos. Así, luego no tendremos que limpiar nada.
—Ya… sí, creo que tienes razón —dijo Caracortada.
Jessica escuchaba, observando, registrando. Pero la mordaza le impedía usar la Voz, y además había que tener en cuenta al sordo.
Caracortada enfundó su láser y la cogió por los pies. La levantaron como un saco de cereales, maniobrando a través de la puerta, y la dejaron caer en una litera a suspensor donde había otra figura atada. Al girarla para evitar que cayese, pudo ver el rostro de su compañero… ¡Paul! Estaba atado, pero no amordazado. Su rostro estaba a no más de diez centímetros del suyo, con los ojos cerrados y respirando regularmente.
¿Está drogado?, se preguntó.
Los soldados levantaron la litera, y los ojos de Paul se abrieron por una fracción de segundo… dos líneas oscuras que la miraron.
¡No debe utilizar la Voz!, rogó ella. ¡El soldado sordo!
Los ojos de Paul se cerraron.
Había utilizado la respiración controlada para calmar su mente, sin dejar de escuchar a sus captores. El sordo constituía un problema, pero Paul contenía su desesperación. El régimen de apaciguamiento mental Bene Gesserit que su madre le había enseñado le mantenía perfectamente despierto y calmado, dispuesto para aprovechar la menor oportunidad.
Paul entreabrió de nuevo rápidamente sus párpados para inspeccionar el rostro de su madre. No parecía herida. Pero estaba amordazada.
Se preguntó quién la habría capturado. En cuanto a él, la cosa estaba perfectamente clara… se había ido a la cama después de tomar una pastilla prescrita por Yueh, para despertarse atado en aquella litera. ¿Quizá había ocurrido algo parecido con su madre?
La lógica le decía que el traidor era Yueh, pero aún no podía pronunciarse definitivamente sobre aquel punto. No podía comprenderlo… un doctor Suk, un traidor. La litera se inclinó ligeramente mientras los soldados Harkonnen maniobraban para franquear una puerta que conducía a la noche estrellada. Una boya suspensora raspó contra el quicio. Después estuvieron sobre la arena, que chirrió bajo sus pasos. El ala de un tóptero apareció ante ellos, bloqueando las estrellas. La litera fue depositada en el suelo.
Los ojos de Paul se adaptaron a la débil claridad. Reconoció al soldado como al hombre que abría la puerta del tóptero y se inclinaba hacia la débil iluminación verdosa del tablero de sus instrumentos.
—¿Es este el tóptero que se supone debemos utilizar? —preguntó, volviéndose para observar los labios de sus compañeros.
—El traidor ha dicho que era uno de los que estaban preparados para el desierto —dijo Otro.
Caracortada asintió.
—Pero es uno de los utilizados para distancias cortas. No hay espacio más que para dos ahí dentro.
—Dos son suficientes —dijo el que llevaba la litera, acercándose al sordo y poniéndose frente a él para que pudiera leer sus labios—. Nosotros podemos encargarnos de ellos a partir de ahora, Kinet.
—El Barón me dijo que me asegurara de lo que les ocurría a esos dos —dijo Caracortada.
—Ella es una bruja Bene Gesserit —dijo el sordo—. Tiene poderes.
—Ahhh… —el hombre hizo una seña a su compañero, señalándose la oreja—. Una de esas, ¿eh? Ya veo lo que quieres decir.
El otro soldado, tras él, gruñó.
—Muy pronto servirá de comida a los gusanos. No creo que una bruja Bene Gesserit tenga poderes sobre uno de esos gordos gusanos, ¿eh, Czigo? —dio un codazo a su compañero.
—Ajá —dijo éste. Volvió a la litera y cogió a Jessica por los hombros—. Adelante, Kinet. Puedes venir si lo que deseas es ver cómo termina esto.
—Muy gentil por tu parte el invitarme, Czigo —dijo Caracortada. Jessica se sintió levantar, la sombra del ala giró a un lado, dejando ver las estrellas. Fue izada a la parte trasera del tóptero, sus ligaduras de krimskell fueron examinadas, y luego fijaron su cinturón. Paul fue colocado a su lado, asegurado cuidadosamente, y entonces observó que sus ligaduras eran de cuerda normal.
Caracortada, el sordo que había sido llamado Kinet, ocupó su lugar delante. El que había conducido la litera, que había sido llamado Czigo, dio la vuelta al aparato y ocupó el otro asiento delantero.
Kinet cerró la portezuela y se inclinó sobre los controles. El tóptero levantó el vuelo con las alas replegadas, dirigiéndose al sur por encima de la Muralla Escudo. Czigo palmeó el hombro de su compañero y le dijo:
—¿Por qué no te vuelves y echas una mirada a esos dos?
—¿Sabes hacia dónde tenemos que ir? —Kinet no dejó de mirar los labios de Czigo.
—He oído decírselo al traidor, como tú.
Kinet hizo girar su asiento. Jessica vio las luces de las estrellas reflejarse en el láser que empuñaba. Sus ojos iban acostumbrándose a la pálida luminosidad del interior del ornitóptero, pero el rostro lleno de cicatrices del guardia permanecía en las sombras. Jessica comprobó el cinturón de su asiento, y descubrió que estaba flojo. Notó que estaba deshilachado a la altura de su brazo izquierdo, y se dio cuenta de que había sido casi seccionado allí, y que cedería al primer movimiento brusco.
¿Alguien ha venido antes a este tóptero y lo ha preparado para nosotros?, se preguntó.
¿Quién? Lentamente, apartó sus atados pies de los de Paul.
—Es realmente una lástima desperdiciar a una mujer tan hermosa como ésta —dijo Caracortada—. ¿Nunca has poseído a una de la nobleza? —Se volvió a mirar al piloto.
—Las Bene Gesserit no son siempre nobles —dijo el piloto.
—Pero todas tienen ese aspecto.
Puede verme bien, pensó Jessica. Levantó las atadas piernas y las apoyó en la silla, encogiéndolas y mirando a Caracortada.
—Realmente hermosa, sí, señor —dijo Kinet. Se humedeció los labios con la lengua—. Es realmente una lástima. —Miró a Czigo.
—¿Piensas lo que yo pienso que estás pensando? —preguntó el piloto.
—¿Quién lo sabrá nunca? —preguntó el guardia—. Luego… —se alzó de hombros—. Nunca he poseído a ninguna noble. Quizá nunca más en mi vida tenga una oportunidad como ésta.
—Si te atreves a poner una mano sobre mi madre… —gruñó Paul. Miró furiosamente a Caracortada.
—¡Hey! —el piloto se echó a reír—. El cachorro ladra. Pero de todos modos no puede morder.
Y Jessica pensó: Paul da un tono demasiado agudo a su voz. Pero de todos modos podría funcionar.
Siguieron volando en silencio.
Esos pobres idiotas, pensó Jessica, estudiando a sus guardias y evocando las palabras del Barón. Serán asesinados apenas terminen de informar del éxito de su misión. El Barón no quiere testigos.
El tóptero sobrevoló las crestas de la Muralla Escudo, y Jessica distinguió debajo de ellos una extensión de arena dibujada por las sombras de la luna.
—Debemos estar ya bastante lejos —dijo el piloto—. El traidor dijo que los depositáramos en la arena en cualquier lugar cerca de la Muralla Escudo. —inclinó el aparato en su largo descenso hacia las dunas, y después lo detuvo en su vertical. Jessica vio que Paul iniciaba sus ejercicios respiratorios para recuperar el dominio de sí mismo. Cerró sus ojos, los volvió a abrir. Jessica le miró, impotente para ayudarle. Todavía no tiene el pleno dominio de la Voz, pensó. Si fracasa… El tóptero tocó la arena con una blanda vibración, y Jessica, mirando hacia el norte, hacia la Muralla Escudo, vio una sombra alada que se posaba más allá, fuera de su vista.
¡Alguien nos sigue!, pensó. ¿Quién? Y luego: Los que ha enviado el Barón para vigilar a estos dos. Y a su vez habrá otros para vigilar a los que vigilan. Czigo paró los rotores de las alas. El silencio flotó sobre ellos. Jessica volvió la cabeza. En el exterior, más allá de Caracortada, la débil luz de la luna bañada una cresta rocosa color de hielo clavada en las arenosas dunas.
Paul carraspeó.
—¿Y ahora, Kinet? —preguntó el piloto.
—No sé, Czigo.
—¡Ahhh, mira! —dijo Czigo, volviéndose. Avanzó su mano hacia la falda de Jessica.
—Suéltale la mordaza —ordenó Paul.
Jessica sintió las palabras rodar por el aire. El tono, el excelente timbre… imperativo, cortante. Un poco menos agudo hubiera sido aún mejor, pero de todos modos había alcanzado el espectro auditivo del hombre.
Czigo dirigió su mano hacia la banda alrededor de la boca de Jessica y comenzó a soltarla.
—¡Deja esto! —ordenó Kinet.
—¡Oh, cierra el pico! —dijo Czigo—. Tiene las manos atadas.
—Deshizo el nudo, y la banda cayó al suelo. Sus ojos relucían mientras examinaba a Jessica.
Kinet puso una mano en el brazo del piloto.
—Mira, Czigo, no necesitamos…
Jessica volvió la cabeza y escupió la mordaza. Habló en voz muy baja, en un tono íntimo.
—¡Caballeros! No necesitan pelear por mí —se movió al mismo tiempo, contoneándose sensualmente en beneficio de Kinet.
Vio que la tensión entre ambos aumentaba, y supo que en aquel instante estaban convencidos de la necesidad de pelear para obtenerla. Su desacuerdo no necesitaba otras razones. En sus mentes ya peleaban por obtenerla.
Levantó su cabeza a la luz de los instrumentos para estar segura de que Kinet podría leer sus labios.
—No deben estar en desacuerdo —se apartaron el uno del otro, mirándose suspicazmente—. ¿Vale la pena pelearse por una mujer?
Por el sólo hecho de hablar, de estar allí, era ya la causa viviente de su pelea. Paul apretó los labios, obligándose a permanecer en silencio. Había utilizado su única oportunidad de servirse de la Voz. Ahora… todo dependía de su madre, cuya experiencia era mucho mayor que la suya.
—Sí —dijo Caracortada—. No hay necesidad de pelear por… Su mano salió disparada al cuello del piloto. El golpe fue detenido por un chasquido metálico que interceptó el brazo y prosiguió su movimiento hasta golpear violentamente el pecho de Kinet. Caracortada gruñó sofocadamente y se derrumbó contra la portezuela.
—¿Me creías tan estúpido como para no conocer este truco? —dijo Czigo. Levantó la mano, y la hoja de un puñal destelló reflejada por la luna.
—Ahora el cachorro —dijo, y se volvió hacia Paul.
—No es necesario —murmuró Jessica.
Czigo vaciló.
—¿No preferirías verme cooperar? —preguntó Jessica—. Dale una oportunidad al muchacho. —Sus labios se curvaron en una sonrisa—. No tendrá muchas ahí afuera, en la arena. Dale sólo esto y… —sonrió de nuevo—. Descubrirás algo que valdrá la pena. Czigo miró a izquierda, a derecha, luego volvió su atención a Jessica.
—He oído lo que puede ocurrirle a un hombre en el desierto —dijo—. El chico tal vez prefiera el puñal.
—¿Acaso es demasiado lo que pido? —imploró Jessica.
—¿Estás intentando engañarme? —murmuró Czigo.
—No quiero ver morir a mi hijo —dijo Jessica—. ¿Es eso un engaño?
Czigo se levantó y soltó el seguro de la portezuela. Luego aferró a Paul, lo arrastró hasta su asiento, lo empujó a medias por el hueco de la portezuela y le apuntó con el cuchillo.
—¿Qué harás, cachorro, si corto tus cuerdas?
—Se alejará inmediatamente hacia aquellas rocas —dijo Jessica.
—¿Lo harás, cachorro? —preguntó Czigo.
La voz de Paul era convenientemente hosca.
—Sí.
El cuchillo descendió y cortó las ligaduras de sus piernas. Paul sintió la mano en su espalda que le empujaba afuera hacia la arena, fingió perder el equilibrio y se agarró al montante para recuperarlo, se volvió como para sostenerse, y lanzó su pie derecho bruscamente hacia adelante.
La puntera estaba apuntada con una precisión fruto de largos años de adiestramiento, como si todo aquel entrenamiento se concentrara en aquel preciso instante. Casi cada músculo de su cuerpo cooperó en emplazar el golpe en el lugar exacto. La puntera golpeó la parte blanda del abdomen de Czigo exactamente bajo el esternón, percutió con una terrible fuerza contra el hígado y a través del diafragma, y terminó en el ventrículo derecho del corazón del hombre.
Con un gemido estrangulado, el guardia fue proyectado hacia atrás contra los asientos. Paul, imposibilitado de usar sus manos, siguió su caída hacia la arena, dando una pirueta y volviendo a alzarse al mismo instante. Saltó de nuevo a la cabina, encontró el cuchillo y lo apretó entre sus dientes mientras su madre cortaba sus propias ligaduras. Después Jessica lo cogió a su vez y liberó las manos de su hijo.