Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Si yo deseara un fantoche, el Duque se casaría inmediatamente conmigo —dijo ella—. Incluso podría hacerle pensar que lo hacía por su propia voluntad. Hawat inclinó la cabeza, mirándola con ojos entrecerrados. Sólo el más rígido control le retenía de su deseo de llamar a la guardia. Control… y la sospecha de que aquella mujer no se lo permitiría. Se estremeció ante el recuerdo de cómo le había dominado. ¡En aquel instante de vacilación hubiera podido extraer un arma y matarle!

¿Es cierto entonces que cada ser humano es víctima de esta ceguera?, pensó. ¿Es posible que cada uno de nosotros pueda ser manipulado de esta forma sin poder resistirse? Esta idea le asombró. ¿Quién podría detener a una persona dotada de un tal poder?

—Habéis entrevisto el puño bajo el guante Bene Gesserit —dijo ella—. Muy pocos lo han entrevisto y han sobrevivido. Y lo que he hecho es algo relativamente sencillo para nosotras. No habéis visto aún todo mi arsenal. Pensad en ello.

—¿Por qué no lo usáis para destruir a los enemigos del Duque? —preguntó él.

—¿Querríais realmente que los destruyera? —respondió ella con otra pregunta—.

¿Dando así una imagen debilitada de nuestro Duque, forzándole a depender para siempre de mí?

—Pero, con tales poderes…

—Este poder es un arma de doble filo, Thufir —dijo ella—. Vos pensáis: «Qué fácil sería para ella fabricarse un instrumento humano para hundirlo en las entrañas del enemigo.» Es cierto, Thufir; incluso en vuestras propias entrañas. Sin embargo, ¿qué conseguiría con ello? Si algunas de nuestras Bene Gesserit hicieran esto, ¿no harían que todas las Bene Gesserit fueran sospechosas? Nosotras no queremos esto, Thufir. No queremos destruirnos a nosotras mismas. —Asintió con la cabeza—. Sí, realmente, sólo existimos para servir.

—No puedo responderos —dijo él—. Vos sabéis que no puedo responderos.

—No diréis a nadie lo que ha ocurrido aquí —dijo ella—. Os conozco, Thufir.

—Mi Dama… —de nuevo el anciano intentó deglutir, pero su garganta estaba seca. Y pensó: Tiene grandes poderes, es cierto. ¿Pero esos poderes no la harían un instrumento aún más formidable para los Harkonnen?

—El Duque podría ser destruido tan rápidamente por sus amigos como por sus enemigos —dijo ella—. Espero que ahora examinaréis a fondo las razones de esas sospechas y las anularéis.

—Si se revelan sin fundamento —dijo él.

—Si —musitó ella.

—Si —repitió él.

—Sois tenaz —dijo ella.

—Prudente —observó él—, y consciente de la posibilidad de error.

—Entonces os voy a hacer otra pregunta: ¿qué significa para vos el encontraros ante otro ser humano, y saberos atado y sin posibilidades de defensa, mientras el otro tiene un cuchillo apuntando a vuestra garganta… y este, en vez de mataros, os libera de vuestras ligaduras y os ofrece el cuchillo para que lo uséis contra él?

Jessica se levantó del sillón y se volvió de espaldas a él.

—Podéis iros, Thufir.

El viejo Mentat se alzó, vaciló, sus manos se movieron hacia el arma mortal escondida bajo su túnica. Recordó la arena y el padre del Duque (que había sido un hombre valeroso pese a sus otros defectos), y el día de la corrida hacía tanto tiempo: la feroz bestia negra inmóvil, con la cabeza baja, desconcertada. El viejo Duque había dado la espalda a los cuernos, con la capa llameantemente doblada en su brazo, mientras las aclamaciones resonaban en las tribunas.

Yo soy el toro y ella el matador, se dijo Hawat. Apartó su mano del arma, mirando el sudor que brillaba en su palma.

Y supo entonces que, ocurriera lo que ocurriese, nunca olvidaría aquel instante, y que la suprema admiración que experimentaba por Dama Jessica nunca disminuiría. Silenciosamente, se volvió y salió de la estancia.

Jessica le observó a través del reflejo de la ventana, y se volvió hacia la puerta cerrada.

—Ahora veamos cual es la acción más adecuada —susurró.

CAPÍTULO XVIII

¿Luchar contra los sueños? ¿Batirse contra las sombras? ¿Caminar en las tinieblas de un sueño? El tiempo ya ha pasado.

La vida os ha sido robada. Perdida entre fruslerías, Víctima de vuestra locura.

Responso por Jamis en la Llanura Funeral, de «Canciones de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

Leto, en un salón de su casa, estudiaba una nota a la luz de una única lámpara a suspensor. Faltaban aún algunas horas para el alba, y se sentía muy cansado. Un mensajero Fremen había entregado la nota a uno de los guardias del exterior poco antes de que el Duque regresara del puesto de mando.

La nota decía: «Una columna de humo por el día, un pilar de fuego por la noche.»

No llevaba firma.

¿Qué es lo que quiere decir?, se preguntó.

El mensajero se había ido inmediatamente, sin esperar ninguna respuesta y antes de que pudiera ser interrogado. Había desaparecido en la noche como una sombra de humo. Leto guardó el papel en un bolsillo de su túnica, pensando en mostrárselo más tarde a Hawat. Echó hacia atrás un mechón de cabellos de su frente, y suspiró. El efecto de las píldoras anti fatiga comenzaba a disiparse. Habían pasado dos días desde el banquete, y muchos más desde que había dormido por última vez.

Además de los problemas militares, había aquella penosa discusión con Hawat, el informe de su entrevista con Jessica.

¿Debo despertar a Jessica?, pensó. No hay ninguna razón para jugar a los secretos con ella. ¿O sí?

¡Ese maldito y condenado Duncan Idaho!

Agitó la cabeza. No, Duncan no. Soy yo quien se equivocó no confiándome a Jessica desde el primer momento. Debo hacerlo ahora, antes de que surjan nuevos daños. Esta decisión le hizo sentirse mejor, y se apresuró desde el salón a través del Gran Vestíbulo y a lo largo de los corredores hacia el ala ocupada por su familia. Se detuvo donde el corredor se bifurcaba hacia el área de servicio. Un extraño gemido le llegó desde algún lugar del corredor de servicio. Leto apoyó su mano izquierda en el conmutador del cinturón escudo, sujetando su kindjal en su mano derecha. El cuchillo le dio una sensación de seguridad. Aquel extraño sonido le había hecho estremecer. Silenciosamente, el Duque avanzó hacia el corredor de servicio, maldiciendo la inadecuada iluminación. Pequeñas lámparas a suspensor habían sido espaciadas de ocho en ocho metros y su intensidad regulada al mínimo. Las oscuras paredes absorbían la luz.

En la penumbra, ante él, distinguió una forma confusa sobre el pavimento. Leto vaciló, a punto de activar su escudo, pero se contuvo porque esto hubiera limitado sus movimientos y ahogado los sonidos… y porque la captura del cargamento de lásers le había llenado de dudas.

Silenciosamente, avanzó hacia el bulto gris, y advirtió que se trataba de una figura humana, un hombre tendido de bruces en el suelo. Leto lo giró empujándolo con el pie, con el cuchillo a punto, y se inclinó para distinguir su rostro a la escasa luz. Era el contrabandista, Tuek, con una húmeda mancha en el pecho. Sus ojos sin vida reflejaban una vacía oscuridad. Leto tocó la mancha… aún estaba caliente.

¿Cómo es posible que este hombre haya muerto aquí?, se preguntó Leto. ¿Quién le ha matado?

El extraño gemido era más fuerte allí. Venía del corredor lateral que conducía a la habitación central donde había sido instalado el generador principal del escudo de la casa.

Con la mano en el conmutador del cinturón, el kindjal empuñado, el Duque contorneó el cuerpo, avanzó por el corredor y escrutó al otro lado de la esquina, en dirección a la habitación del generador del escudo.

Otra forma confusa yacía en el suelo unos pasos más adelante, y aquella era la fuente del sonido. La forma se arrastraba hacia él con una dolorosa lentitud, jadeando y gimiendo.

Leto reprimió un súbito terror, saltó al corredor y se inclinó junto a la reptante figura. Era Mapes, el ama de llaves Fremen, con los cabellos caídos sobre su rostro y sus ropas en desorden. Una mancha oscura y brillante goteaba de su espalda hasta su costado. Leto tocó su hombro y la mujer intentó erguirse, apoyándose en sus codos, levantando su cabeza, con sus ojos llenos de vacías sombras.

—V… vos —gimió—. Matad a… guardia… enviado… buscar… Tuek… huir… mi Dama… vos… vos… aquí… no… —se derrumbó, y su cabeza resonó contra las piedras. Leto apoyó los dedos en sus sienes. Ningún latido. Miró la mancha: había sido apuñalada por la espalda. ¿Por quién? Su mente era un torbellino. ¿Había querido decir que alguien había matado a la guardia? Y Tuek… ¿había sido Jessica quien la había llamado? ¿Por qué?

Fue a levantarse. Un sexto sentido le advirtió. Llevó una mano al conmutador del escudo… demasiado tarde. Un violento golpe hizo caer su brazo hacia el costado. Sintió el dolor, vio la aguja que surgía en su manga, notó la parálisis difundiéndose a lo largo de su brazo. Hizo un agonizante esfuerzo por levantar la cabeza y mirar hacia el otro extremo del corredor.

Yueh estaba de pie en el vano de la abierta puerta de la habitación del generador. Su rostro era amarillo bajo la luz de la única lámpara a suspensor que flotaba encima de la puerta. La habitación a sus espaldas estaba silenciosa… no se oía el sonido del generador.

¡Yueh!, pensó Leto. ¡Ha saboteado los generadores de la casa! ¡Estamos al descubierto!

Yueh avanzó hacia él, guardando en su bolsillo una pistola de agujas. Leto descubrió que aún era capaz de hablar y jadeó:

—¡Yueh! ¿Cómo es posible? —entonces la parálisis alcanzó sus piernas y se derrumbó al suelo, con la espalda apoyada contra la pared.

El rostro de Yueh estaba lleno de triste za cuando se inclinó sobre él y tocó la frente de Leto. El Duque descubrió que aún podía sentir el contacto pero que este era remoto… apagado.

—La droga de esta aguja es selectiva —dijo Yueh—. Podéis hablar, pero os aconsejo que no lo hagáis. —Lanzó una ojeada a lo largo del corredor y luego volvió a inclinarse sobre Leto, arrancó la aguja y la arrojó lejos. El sonido de la aguja sobre el pavimento le pareció a los oídos del Duque lejano, sofocado.

No puede ser Yueh, pensó Leto. Está condicionado.

—¿Cómo es posible? —susurró.

—Lo siento, mi querido Duque, pero hay cosas mucho más fuertes que esto —tocó el tatuaje diamantino de su frente—. Yo mismo lo encuentro muy extraño, una manifestación de mi consciencia pirética, pero quiero matar a un hombre. Sí, lo quiero realmente. Y nada podrá detenerme. —Miró al Duque—. Oh, no a vos, mi querido Duque. El barón Harkonnen. Es el Barón a quien quiero matar.

—Bar… ón Har…

—Calmaos, por favor, mi pobre Duque. No os queda mucho tiempo. Ese diente que os implanté tras vuestra caída en Narcal… debo sustituirlo. Dentro de un momento os adormeceré y os reemplazaré ese diente. —Abrió la mano, contemplando algo que tenía en ella—. Un duplicado exacto, con una exquisita imitación del nervio en el centro. Escapará a todos los detectores habituales, e incluso a un examen profundo. Pero si apretáis violentamente vuestra mandíbula, la capa externa se rompe. Entonces, si expeléis muy fuerte el aliento, difundiréis a vuestro alrededor un gas letal… absolutamente letal.

Leto miró a Yueh y captó la locura en los ojos del hombre, la transpiración goteando a lo largo de su frente hasta su mentón.

—Estáis condenado de todos modos, mi pobre Duque —dijo Yueh—. Pero, antes de morir, debéis acercaros al Barón. El creerá que estáis embrutecido por las drogas y que es imposible cualquier ataque por vuestra parte. Y vos estaréis, efectivamente, drogado e inmovilizado. Pero un ataque puede asumir las formas más extrañas. Y vos recordaréis el diente.

El viejo doctor se inclinó más y más hacia su rostro, y su caído bigote dominó el ofuscado campo de visión de Leto.

—El diente —murmuró Yueh.

—¿Por qué? —jadeó Leto.

Yueh apoyó una rodilla en el suelo, al lado del Duque.

—He concluido un pacto de shaitán con el Barón. Y debo asegurarme de que ha cumplido su parte. Cuando le vea, lo sabré. Cuando mire al Barón, entonces sabré. Pero no puedo presentarme a él sin haber pagado el precio. Vos sois el precio, mi pobre Duque. Y cuando le vea lo sabré. Mi pobre Wanna me ha enseñado muchas cosas, y una de ellas es la certeza de la verdad cuando la tensión es grande. No siempre puedo hacerlo, pero cuando vea al Barón… entonces sabré.

Leto intentó ver el diente en la palma de la mano de Yueh. Todo aquello era una pesadilla… no podía ser real.

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