Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Ahora sé que aún seguís siendo fiel a mi Duque —dijo—. Ahora estoy dispuesta a perdonaros esa afrenta.

—¿Hay algo que perdonar?

Jessica frunció las cejas, pensando: ¿Debo jugar mis cartas? ¿Debo hablarle de la hija del Duque que llevo en mi seno desde hace unas semanas? No… ni siquiera Leto lo sabe. Esto no haría más que complicarle la vida, distrayéndole en un momento en que debe concentrarse para garantizar nuestra supervivencia. Todavía queda tiempo para usar esto.

—Una Decidora de Verdad resolvería esto —dijo—, pero no disponemos aquí de ninguna Decidora de Verdad cualificada por la Alta Junta.

—Como decís bien, no disponemos de ninguna Decidora de Verdad.

—¿Hay un traidor entre nosotros? —preguntó Jessica—. He estudiado a nuestra gente con el mayor cuidado. ¿Quién puede ser? No Gurney. Ciertamente, tampoco Duncan. Sus lugartenientes no están situados lo bastante estratégicamente como para tomarlos en consideración. Tampoco sois vos, Thufir. No puede ser Paul. Sé que no soy yo. ¿El doctor Yueh, entonces? ¿Tengo que llamarle y someterle a prueba?

—Sabéis que sería una acción inútil —dijo Hawat—. Está condicionado por el Alto Colegio. Estoy seguro de esto.

—Sin mencionar que su esposa era una Bene Gesserit asesinada por los Harkonnen —dijo Jessica.

—Así que era eso lo que le ocurrió —dijo Hawat.

—¿No habéis detectado el odio en su voz cuando pronuncia el nombre de los Harkonnen?

—Sabéis que no poseo el oído —dijo Hawat.

—¿Qué es lo que os ha hecho sospechar de mí? —preguntó ella.

Hawat se removió en su asiento.

—Mi Dama coloca a su servidor en una posición imposible. Mi lealtad va ante todo hacia el Duque.

—Estoy dispuesta a perdonar cosas a causa de esta lealtad —dijo ella.

—Pero vuelvo a preguntaros: ¿hay algo que perdonar?

—El rey está ahogado —preguntó ella—. ¿Tablas?

Hawat se alzó de hombros.

—Ahora discutamos otra cosa por un minuto —dijo Jessica—. Duncan Idaho, el admirable guerrero cuya habilidad como guardián y vigilante es tan estimada. Esta noche se ha excedido con algo llamado cerveza de especia. Me han llegado informes de que otros de entre nuestra gente se han dejado vencer por esa misma mixtura. ¿Es eso cierto?

—Tenéis vuestros informes, mi Dama.

—Precisamente. ¿No creéis que esos excesos son un síntoma, Thufir?

—Mi Dama habla por enigmas.

—¡Usad vuestra habilidad de Mentat en ello! —cortó bruscamente Jessica—. ¿Cuál es el problema con Duncan y los otros? Puedo decíroslo en cua tro palabras: no tienen un hogar.

Hawat señaló el suelo con un dedo.

—Arrakis, este es su hogar.

—¡Arrakis es una incógnita! Caladan era su hogar, pero les hemos desarraigado de allá. No tienen hogar. Y temen que el Duque les falle.

Hawat se envaró.

—Unas palabras como esas pronunciadas por cualquiera de mis hombres sería suficiente para…

—Oh, basta con eso, Thufir. ¿Es derrotismo o traición por parte de un doctor diagnosticar correctamente una enfermedad? Mi única intención es curar esta enfermedad.

—El Duque me ha encargado a mí de estas cosas.

—Pero vos comprendéis que yo experimente cierta preocupación acerca de los progresos de esta enfermedad —dijo ella—. Y quizá me concedáis cierta habilidad en este terreno.

¿Debo administrarle un shock? se dijo. Necesita una sacudida, algo que consiga sacarle de la rutina.

—Vuestras preocupaciones podrían ser interpretadas de muy diversos modos —dijo Hawat. Se alzó de hombros.

—¿Así que ya me habéis condenado?

—Por supuesto que no, mi Dama. Pero no puedo permitirme el correr ningún riesgo, viendo como está la situación.

—Una amenaza contra la vida de mi hijo os ha pasado inadvertida en esta misma casa —dijo ella—. ¿Quién ha corrido el riesgo?

El rostro del hombre se oscureció.

—He presentado mi dimisión al Duque.

—¿Habéis presentado también vuestra dimisión a mí… o a Paul?

Ahora el hombre estaba abiertamente furioso: su respiración agitada, las ventanas de su nariz dilatadas, su fija mirada le traicionaban. Percibió el rápido pulsar de una vena en su sien.

—Soy un hombre del Duque —dijo, mascando las palabras.

—No hay ningún traidor —dijo ella—. La traición viene de fuera. Quizá tenga alguna relación con los láser. Quizá corran el riesgo de introducir en secreto algunos láser con mecanismos de tiempo conectados a los escudos de la casa. Quizá…

—¿Y quién podría probar después de la explosión que no se habían usado atómicas?

—preguntó él—. No, mi Dama. No se arriesgarán a hacer algo tan ilegal. Las radiaciones persisten. Las evidencias son difíciles de borrar. No. Ellos observarán casi todas las formas. Ha de haber un traidor.

—Vos sois un hombre del Duque —comentó burlonamente ella—. ¿Le destruiríais en vuestro esfuerzo por salvarle?

Hawat inspiró profundamente.

—Si sois inocente, os presentaré mis más abyectas excusas.

—Hablemos ahora de vos, Thufir —dijo Jessica—. Los seres humanos viven mejor cuando cada uno ocupa su lugar, cuando cada uno sabe cual es su posición en el esquema de las cosas. Destruid este lugar, y destruiréis a la persona. Vos y yo, Thufir, entre todos los que aman al Duque, somos quienes estamos más idealmente situados para destruir el lugar del otro. ¿Creéis que no me sería muy fácil susurrar mis sospechas al oído del Duque alguna de estas noches? ¿En qué momentos imagináis que será más susceptible a ese tipo de susurros, Thufir? ¿Debo ser más explícita?

—¿Me estáis amenazando? —gruñó él.

—En absoluto. Simplemente pongo en evidencia el hecho de que alguien nos está atacando a través de las posiciones básicas de nuestras vidas. Es astuto, diabólico. Os propongo neutralizar este ataque disponiendo de nuestras vidas de tal modo que no exista ninguna fisura por la cual podamos ser alcanzados.

—¿Me acusáis de susurrar sospechas sin fundamento?

—Sin fundamento, sí.

—¿E intentáis combatirlas con vuestros propios susurros?

—Es vuestra vida la que está hecha de sospechas, Thufir, no la mía.

—¿Entonces ponéis en duda mis capacidades?

Jessica suspiró.

—Thufir, quisiera que examinarais hasta qué punto vuestras propias emociones están involucradas en esto. El ser humano natural es un animal de lógica. Vuestra proyección de la lógica en todos los asuntos es innatural pero es tolerada porque es útil. Vos sois la personificación de la lógica… un Mentat. Sin embargo, las soluciones de vuestros problemas son conceptos que, en un sentido muy real, son proyectados fuera de vos mismo, y deben ser observados, estudiados, examinados desde todos los ángulos.

—¿Pretendéis enseñarme mi trabajo? —preguntó el hombre, sin intentar ocultar el desdén en su voz.

—Podéis aplicar vuestra lógica a cualquier cosa que esté fuera de vos —dijo Jessica—. Pero es una característica humana el que cuando nos enfrentamos con nuestros problemas personales, las cosas más profundamente íntimas son las que mejor resisten el examen de nuestra lógica. Tendemos a buscar las causas a nuestro alrededor, acusando a todo y a todos, salvo la cosa bien real y profundamente enraizada en nosotros que es nuestra auténtica finalidad.

—Intentáis deliberadamente hacerme dudar de mis poderes de Mentat —dijo el hombre con voz áspera—. Si descubriera a alguien entre los nuestros intentando sabotear así un arma cualquiera de nuestro arsenal, no vacilaría en absoluto en denunciarlo y destruirlo.

—Los mejores Mentat conservan un saludable respeto hacia los factores de error en sus cálculos —dijo ella.

—¡Yo nunca he dicho lo contrario!

—Entonces, estudiad esos síntomas que ambos hemos observado: la embriaguez entre nuestros hombres, las disputas… cómo intercambian vagos rumores sobre Arrakis, cómo ignoran los más simples…

—Se aburren, eso es todo —dijo él—. No intentéis distraer mi atención presentándome un simple hecho banal como algo misterioso.

Ella le miró, pensando en los hombres del duque que, en sus barracones, rumiaban sus aflicciones hasta tal punto que la tensión llegaba hasta el castillo casi como un aislante quemado. Se están volviendo como los hombres de las leyendas pre-Cofradía, pensó. Como los hombres de aquel perdido explorador estelar, Ampoliros… enfermos a fuerza de sujetar las armas… siempre buscando, siempre preparados y nunca dispuestos.

—¿Por qué nunca habéis querido usar mis habilidades en vuestro servicio al Duque?

—preguntó—. ¿Temíais que fuera un rival que pusiera en peligro vuestra posición?

Hawat la miró torvamente, y sus viejos ojos llamearon.

—Conozco algo del adiestramiento que os convierte en… —se interrumpió, frunciendo el ceño.

—Continuad, decidlo —animó ella—. En brujas Bene Gesserit.

—Conozco algo del adiestramiento real que se os ha proporcionado —dijo él—. He podido ver como surgía en Paul. No me dejo engañar por lo que vuestras escuelas declaran en público, que existís tan sólo para servir.

El shock debe ser severo, y ya casi está preparado para recibirlo, pensó ella.

—Siempre me habéis escuchado respetuosamente en el Consejo —dijo—, pero muy raramente habéis tenido en cuenta mis opiniones. ¿Por qué?

—No tengo ninguna confianza en vuestras motivaciones Bene Gesserit —dijo Hawat—. Creéis que podéis leer en el interior de un hombre; tal vez penséis que podéis empujar a un hombre a hacer exactamente lo que vos…

—¡Thufir, pobre imbécil! —murmuró.

El la fulminó con la mirada, hundiéndose en su asiento.

—Sean cuales sean los rumores que os hayan llegado acerca de nuestras escuelas —dijo Jessica—, la verdad es mucho más vasta. Si yo deseara destruir al Duque… o a vos o a cualquier otra persona a mi alcance, vos nos podríais detenerme. Y pensó: ¿Por qué permito que el orgullo me haga decir tales palabras? Esta no es la manera en que fui adiestrada. No es así como puedo ocasionarle un shock. Hawat deslizó una mano bajo su túnica, al lugar donde ocultaba un pequeño proyector de dardos envenenados. No lleva escudo, pensó. ¿Acaso es una bravata? Podría matarla ahora… pero, ah… ¿Cuales serían las consecuencias si estoy equivocado?

Jessica vio el gesto de su mano y dijo:

—Roguemos porque la violencia nunca sea necesaria entre nosotros.

—Una loable plegaria —asintió él.

—Pero, mientras tanto, el mal se extiende entre nosotros. Os pregunto de nuevo:

¿acaso no es más razonable suponer que los Harkonnen hayan sembrado sus sospechas a fin de enfrentarnos al uno contra el otro?

—El rey vuelve a estar ahogado —dijo él.

Jessica suspiró y pensó: está casi a punto.

—El Duque y yo somos el padre y la madre tutelares de nuestro pueblo —dijo—. La posición…

—Aún no se ha casado con vos —dijo Hawat.

Jessica se obligó en mantenerse en calma, pensando: esta ha sido una buena respuesta.

—Pero no se casará con ninguna otra —dijo—. No, mientras yo viva. Y somos sus tutores, como os he dicho. Romper este orden natural, disturbarlo, desorganizarlo y confundirlo… ¿qué objetivo puede haber más atractivo para los Harkonnen?

Hawat captó hacia donde se estaba dirigiendo ella y se inclinó hacia adelante, con las cejas fruncidas.

—¿El Duque? —preguntó ella—. Un atractivo blanco, ciertamente, pero a excepción de Paul no hay nadie mejor guardado que él. ¿Yo? Seguramente lo intentan, pero saben que las Bene Gesserit constituyen un blanco difícil. Y existe otro blanco mejor, una persona en la cual sus funciones crean, necesariamente, una monstruosa ceguera. Una persona para la cual sospechar es tan natural como respirar. Que construye toda su vida en la insinuación y el misterio. —Tendió bruscamente su mano derecha hacia él—. ¡Vos!

Hawat se levantó a medias de su silla.

—¡No os he dicho que os retirarais, Thufir! —restalló ella.

El viejo Mentat casi se dejó caer hacia atrás sobre su asiento, sintiendo que de repente sus músculos le traicionaban.

Ella sonrió sin alegría.

—Ahora conocéis algo del verdadero adiestramiento que se nos da —dijo. Hawat intentó deglutir sin conseguirlo. La intimación de Jessica había sido regia, perentoria, restallando en un tono y una manera completamente irresistibles. Su cuerpo había obedecido aún antes de que pudiera pensar en ello. Nada hubiera podido impedir su reacción de respuesta, ni la lógica, ni el más apasionado furor… nada. Y todo aquello recelaba en ella un conocimiento profundo, sensible, de la persona a la que se había enfrentado, un control tan completo que jamás lo hubiera creído posible.

—Os dije antes que ambos deberíamos comprendernos —dijo ella—. En realidad quería decir que vos deberíais comprenderme a mí. Porque yo ya os comprendo. Y ahora os digo que vuestra fidelidad al Duque es la única garantía que tenéis para mí. El la miró, humedeciéndose los labios con la lengua.

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