—Estaba seguro de que recuperaríamos esa ala de acarreo —dijo Paul—. Cuando mi padre ataca un problema, lo resuelve. Es un hecho que los Harkonnen apenas empiezan a descubrir.
Se está vanagloriando, pensó Jessica. No debería hacerlo. Nadie que esta noche se vea obligado a dormir en las profundidades del subsuelo como una precaución contra los láser tiene derecho a vanagloriarse.
CAPÍTULO XVII
«No hay escapatoria… pagamos por la violencia de nuestros antepasados»
De «Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.
Jessica oyó el tumulto en el gran salón, y encendió la luz de la cabecera de su cama. El reloj no estaba aún correctamente ajustado al tiempo local, y tuvo que restar veintiún minutos para determinar que eran alrededor de las dos de la madrugada. El tumulto era fuerte y confuso.
¿Un ataque de los Harkonnen?, se preguntó.
Se deslizó fuera de la cama y comprobó los monitores para ver dónde se hallaba su familia. La pantalla reveló a Paul durmiendo en una habitación del sótano que habían habilitado apresuradamente para él. Obviamente el ruido no llegaba hasta allí. No había nadie en las habitaciones del Duque, su cama estaba intacta. ¿Se hallaba todavía en el puesto de mando?
No había ninguna pantalla conectada con la parte delantera de la casa. Jessica se inmovilizó en medio de la estancia, escuchando.
Resonó un grito, una voz incoherente. Alguien llamó al doctor Yueh. Jessica tomó su bata, se la echó por los hombros, deslizó sus pies en las zapatillas y se colocó el crys en su pantorrilla.
De nuevo, una voz llamó al doctor Yueh.
Jessica se ató el cinturón y salió al corredor. Entonces la sacudió un pensamiento: ¿Tal vez Leto está herido?
El corredor pareció hacerse más largo bajo sus apresurados pies. Franqueó la arcada, atravesó corriendo el comedor y recorrió el pasillo que conducía al Gran Salón, que estaba brillantemente iluminado, con todas las lámparas a suspensor encendidas al máximo.
A su derecha, cerca de la entrada frontal, vio a dos guardias de la casa sujetando a Duncan Idaho entre ellos. La cabeza del hombre basculaba hacia adelante. Un silencio, repentino, penoso, se había adueñado de la escena.
—¿Habéis visto lo que habéis hecho? —dijo acusadoramente uno de los guardias de la casa a Idaho—. Habéis despertado a Dama Jessica.
Los grandes cortinajes se agitaban tras ellos, revelando que la puerta seguía abierta. No había el menor signo del Duque ni de Yueh. Mapes se mantenía inmóvil a un lado, mirando heladamente a Idaho. Llevaba un largo vestido marrón con un dibujo serpentino en él. Sus pies estaban calzados con botas del desierto.
—Así que he despertado a Dama Jessica —murmuró Idaho. Levantó su cabeza hacia el techo y gritó—: ¡Mi espada ha bebido por primera vez la sangre de Grumman!
¡Gran Madre! ¡Está borracho!, pensó Jessica.
El rostro oscuro y redondo de Idaho estaba contorsionado por una mueca. Sus cabellos, rizados como el pelaje de un negro macho cabrio, estaban sucios de fango. Los desgarrones de su túnica mostraban la camisa que había llevado en la cena. Jessica avanzó hacia él.
Uno de los guardias inclinó la cabeza hacia ella, sin soltar a Idaho.
—No sabemos qué hacer con él, mi Dama. Ha ocasionado un disturbio ahí fuera, negándose a entrar. Temíamos que acudieran algunos nativos y le vieran. No hubiera sido bueno para nosotros. Nos hubiera dado mala fama.
—¿Dónde ha estado? —preguntó Jessica.
—Ha escoltado a una de las jóvenes invitadas a la cena, mi Dama. Ordenes de Hawat.
—¿Qué joven invitada?
—Una de las chicas de la escolta. ¿Comprendéis, mi Dama? —miró a Mapes y bajó la voz—. Siempre se llama a Idaho para la vigilancia de esas mujeres. Y Jessica pensó: ¡Ciertamente! Pero, ¿por qué está bebido?
Frunció el ceño y se volvió hacia Mapes.
—Mapes, tráele un estimulante. Sugiero cafeína. Quizá quede todavía un poco de café de especia.
Mapes se alzó de hombros y se dirigió hacia las cocinas. Los cordones de sus botas del desierto azotaron rítmicamente el suelo.
Idaho volvió penosamente su cabeza hacia Jessica, en un ángulo absurdo.
—He matado más de tres… trescientos hombres po… por el Duque —murmuró—.
¿Queréis sa… saber por qué est… oy aquí? No puedo vi… vivir allá ab… ajo. No puedo vi… vir abajo. ¿Qué condenado lugar es éste, uhhh?
El sonido de una puerta lateral al abrirse atrajo la atención de Jessica. Se volvió, viendo a Yueh avanzar hacia ellos, con su maletín de médico en su mano izquierda. Iba completamente vestido, y se le veía pálido y exhausto. El tatuaje diamantino destellaba en su frente.
—¡El buen doc…tor! —hipó Idaho—. ¿Cómo estáis, doc…? ¿El hombre de las gasas y de las pil… píldoras? —Se volvió trabajosamente hacia Jessica—. Me estoy portando como un id… idiota, ¿eh?
Jessica frunció el ceño y permaneció silenciosa, preguntándose: ¿Por qué tendría que emborracharse Idaho? ¿Acaso le han drogado?
—Demasiada cerveza de especia —dijo Idaho, intentando enderezarse. Mapes volvió con una humeante taza en sus manos, y se detuvo indecisa detrás de Yueh. Miró a Jessica, que agitó la cabeza.
Yueh depositó su maletín en el suelo, hizo una inclinación a Jessica y dijo:
—Así que cerveza de especia, ¿eh?
—La condenad… amente mejor que he bebido nun… ca —dijo Idaho. Intentó cuadrarse—. ¡Mi espada ha be… bido por primera vez la sangre de Grum… man! He matado a un Harkon… Harkon… lo he matado por el Duque.
Yueh se volvió y miró la taza en las manos de Mapes.
—¿Qué es eso?
—Cafeína —dijo Jessica.
Yueh tomó la taza y se la tendió a Idaho.
—Bebe eso, muchacho.
—No quiero beb… er más.
—¡Bebe, te digo!
La cabeza de Idaho se bamboleó hacia Yueh, y dio un paso adelante, arrastrando a los guardias con él.
—Estoy hasta la coronilla de complacer al Universo Im… perial, doc… Por una vez haré lo… lo que yo quiero.
—Cuando hayas bebido esto —dijo Yueh—. Sólo es cafeína.
—¡… podrida como el resto en este lugar! Mal… dito sol… tan brillante. Nada tiene buen co… color. Todo está deformado y…
—Bueno, ahora es de noche —dijo Yueh. Hablaba en tono convincente—. Bébete esto como un buen chico. Te hará sentir mejor.
—¡No quiero sentirme mejor!
—No podemos pasarnos toda la noche discutiendo con él —dijo Jessica. Y pensó: Necesita un tratamiento de shock.
—No hay ninguna razón para que permanezcáis aquí, mi Dama —dijo Yueh—. Puedo ocuparme yo de ello.
Jessica agitó la cabeza. Dio un paso hacia adelante y abofeteó a Idaho con todas sus fuerzas.
Retrocedió, arrastrando a los guardias, y la miró ferozmente.
—Esa no es forma de comportarse en casa de tu Duque —dijo Jessica. Tomó la taza de manos de Yueh, derramando una parte de su contenido, y la tendió a Idaho—. ¡Y ahora bebe! ¡Es una orden!
Idaho se sobresaltó y se irguió, mirándola amenazadoramente. Habló con lentitud, con una pronunciación clara y precisa.
—No recibo órdenes de una maldita espía Harkonnen —dijo.
Yueh se envaró y se volvió hacia Jessica.
Ella se puso pálida, pero inclinó la cabeza. Ahora todo estaba claro para ella… las alusiones, vagas y fragmentarias, que había captado aquellos últimos días en las palabras y el comportamiento de quienes la rodeaban encajaban por fin. La invadió una cólera tan inmensa que a duras penas pudo contenerla. Tuvo que recurrir a lo más profundo de su adiestramiento Bene Gesserit para calmar su pulso y controlar su respiración. Pero aún así sintió que el fuego interior la abrasaba.
Siempre se llama a Idaho para la vigilancia de esas mujeres.
Miró a Yueh. El doctor bajó los ojos.
—¿Lo sabíais? —exigió.
—Yo… he oído rumores, mi Dama. Pero no quería añadir un nuevo peso a vuestras preocupaciones.
—¡Hawat! —gritó—. ¡Quiero que Thufir Hawat sea conducido a mi presencia inmediatamente!
—Pero, mi Dama…
Tiene que haber sido Hawat, pensó. Una tal sospecha no puede venir de nadie más que de él, o de otro modo hubiera sido descartada.
Idaho inclinó su cabeza.
—Tenía que haber soltado to… toda esa maldita historia —murmuró. Jessica miró bruscamente por un instante la taza que tenía en su mano, y bruscamente arrojó su contenido al rostro de Idaho.
—Encerradlo en una de las habitaciones de huéspedes del ala este —ordenó—. Haced que duerma la borrachera.
Los dos guardias la miraron con aire poco alegre. Uno de ellos aventuró:
—Quizá debiéramos llevarlo a algún otro lado, mi Dama. Podríamos…
—¡Es aquí donde se supone que debe estar! —cortó Jessica—. Su trabajo está aquí —su voz rezumaba amargura—. Es muy eficiente vigilando a las mujeres. El guardia tragó saliva.
—¿Sabe alguien dónde está el Duque? —preguntó ella.
—En el puesto de mando, mi Dama.
—¿Está Hawat con él?
—Hawat está en la ciudad, mi Dama.
—Quiero que me traigáis a Hawat inmediatamente —dijo Jessica—. Estaré en mi sala de estar cuando llegue.
—Pero, mi Dama…
—Si es necesario, llamaré al Duque —dijo ella—. Pero espero que no sea necesario. No quiero molestarle por una cosa así.
—Si, mi Dama.
Jessica depositó la taza vacía en manos de Mapes, y su mirada tropezó con los interrogadores ojos totalmente azules.
—Puedes volver a acostarte, Mapes.
—¿Estáis segura de que no me necesitáis.
Jessica sonrió agriamente.
—Estoy segura.
—Quizá todo pudiera esperar hasta mañana —dijo Yueh—. Puedo daros un sedante y…
—Volved a vuestros aposentos y dejadme arreglar esto a mi manera —dijo Jessica. Le palmeó el brazo para atemperar la aspereza de su orden—. Es la única manera. Bruscamente, con la cabeza erguida, dio media vuelta y se dirigió con paso resuelto hacia sus habitaciones. Frías paredes… corredores… una puerta familiar… Abrió la puerta, entró, y la cerró violentamente a sus espaldas. Jessica permaneció inmóvil en medio de la estancia, mirando furiosamente las ventanas protegidas con escudos de su salón. ¡Hawat!
¿Acaso se halla a sueldo de los Harkonnen? Habrá que verlo.
Jessica se dirigió hacia el antiguo y mullido sillón recubierto de piel de schlag repujada, y lo corrió para que quedara frente a la puerta. Bruscamente fue consciente de la presencia real del crys en la funda sujeta a su pantorrilla. Lo tomó con su funda y lo sujetó a su brazo, comprobando su peso. Una vez más su mirada recorrió toda la estancia, registrando en su mente la posición exacta de cada objeto para un caso de emergencia: la silla en el rincón, los sillones de recto respaldo contra la pared, las dos mesas bajas, la cítara en su pedestal, junto a la puerta del dormitorio.
Las lámparas a suspensor irradiaban una pálida claridad rosada. Disminuyó su intensidad, se sentó en el sillón, acariciando su tapizado, apreciando por primera vez su pesada riqueza.
Ahora, que venga, se dijo. Ocurrirá lo que deba ocurrir. Y se dispuso a esperar a la Manera Bene Gesserit, acumulando paciencia y reservando sus fuerzas. Mucho antes de lo que esperaba sonó una llamada en la puerta, y Hawat entró a su mandato.
Le miró sin moverse del sillón, percibiendo en sus movimientos la vibrante presencia de una energía debida a la droga, y la fatiga que se escondía tras ella. Los viejos ojos acuosos de Hawat brillaban. Su correosa piel parecía ligeramente amarilla bajo la luz de la estancia, y una amplia y húmeda mancha se destacaba en la manga del brazo donde ocultaba su cuchillo.
Captó olor a sangre.
Señaló con la mano uno de los sillones de respaldo recto y dijo:
—Traed este sillón y sentaos frente a mi.
Hawat se inclinó y obedeció. ¡Ese loco borracho de Idaho!, pensó. Estudió el rostro de Jessica, preguntándose cómo podría salvar la situación.
—Es ya tiempo de aclarar la atmósfera entre nosotros —dijo Jessica.
—¿Qué es lo que turba a mi Dama? —Se sentó, colocando sus manos sobre las rodillas.
—¡No juguéis conmigo! —restalló ella—. Si Yueh no os ha dicho por qué os he hecho llamar, alguno de vuestros espías en mi propia casa lo habrá hecho. ¿Podemos ser honestos el uno con el otro al menos en lo que respecta a esto?
—Como deseéis, mi Dama.
—Primero, responded a una pregunta —dijo ella—. ¿Sois ahora un agente Harkonnen?
Hawat se levantó a medias de su asiento, con su rostro oscurecido por la ira.
—¿Osáis insultarme así? —preguntó.
—Sentaos —dijo ella—. Vos también me habéis insultado.
Lentamente, Hawat volvió a sentarse en el sillón.
Y Jessica, leyendo los signos en aquel rostro que tan bien conocía, sintió un profundo alivio. No es Hawat.