—¿Desea mi Señor? —mantenía la cabeza baja, con los ojos semicerrados. Hizo un gesto:
—Haz desaparecer estos cuencos y estas toallas.
—Pero… Noble Nacido… —levantó la cabeza y le miró, con la boca abierta.
—¡Conozco la costumbre! —gritó—. Lleva estos cuencos a la puerta de la entrada. Mientras estemos comiendo y hasta que hayamos terminado cada mendigo que lo desee recibirá una taza llena de agua. ¿Has comprendido?
El curtido rostro reveló toda una serie de emociones: desesperación, rabia… Con una súbita inspiración, Leto comprendió que ella había planeado vender el agua exprimiendo aquellas toallas, arrancándoles algunas monedas a aquellos miserables que se presentaran a la puerta. Quizá esta era también la costumbre. Su rostro se ensombreció.
—Dispondré un hombre de guardia para que vigile que mis órdenes sean cumplidas al pie de la letra —gruñó.
Dio media vuelta y recorrió a largos pasos el corredor que conducía al Gran Salón. Los recuerdos se agitaban en su mente como el murmullo de viejas mujeres desdentadas. Recordaba las grandes extensiones de agua y las olas… días de hierba y no días de arena… y todos los esplendorosos veranos que habían sido barridos como hojas por una tormenta.
Todo se había ido.
Me estoy haciendo viejo —pensó—. He sentido la gélida mano de la muerte. ¿Y dónde la he sentido? En la rapacidad de una vieja.
En el Gran Salón, Dama Jessica era el centro de un abigarrado grupo frente a la chimenea. Un gran fuego crepitaba en ella, dando una luminosidad de reflejos anaranjados a los brocados y las ricas telas y las joyas. Reconoció en el grupo a un fabricante de destiltrajes de Carthag, un importador de aparatos electrónicos, un transportista de agua cuya morada estival había sido edificada en las proximidades de la factoría de extracción polar, un representante del Banco de la Cofradía (ascético y ausente, como siempre), un comerciante de piezas de recambio para el equipo de extracción de especia, una mujer delgada y de anguloso rostro cuyo trabajo de guía y acompañante para los visitantes de otros planetas era reputado como encubrimiento a labores de contrabando, espionaje y chantajes.
La mayor parte de las demás mujeres de la sala parecían pertenecer a un tipo muy específico: decorativas, perfectas hasta el mínimo detalle, una extraña mezcla de virtud intocable y de sensualidad.
Incluso sin su posición de anfitriona, Jessica hubiera dominado al grupo, pensó. No llevaba ninguna joya, y se había vestido con colores cálidos: un largo vestido que resplandecía casi con el color del fuego, y una cinta del color de la tierra anudada alrededor de sus cabellos.
Comprendió que ella quería reprocharle así, de aquella sutil manera, la reciente frialdad de su actitud. Sabía que él la prefería vestida así… como un abanico de vivos colores. Ligeramente aparte, con su brillante uniforme, el rostro impasible, los negros cabellos recogidos y cuidadosamente peinados, estaba Duncan Idaho. Había dejado a los Fremen por orden de Hawat: «Bajo el pretexto de protegerla, tendrás a Dama Jessica bajo constante vigilancia.»
El Duque miró en torno suyo por la gran sala.
Paul estaba en un rincón, rodeado de un grupo de ávidos jóvenes pertenecientes a las más ricas familias de Arrakeen, y a poca distancia de él había tres oficiales de las Tropas de la Casa. El Duque dedicó una particular atención a las chicas. Un rico botín de caza para un heredero ducal. Pero Paul las trataba a todas por igual, con una noble reserva. Llevará bien el título, pensó el Duque, y se dio cuenta con un estremecimiento de que aquel era también un pensamiento de muerte.
Paul vio a su padre en el umbral, y evitó su mirada. Miró hacia el grupo de los invitados, manos enjoyadas sosteniendo los vasos (y la discreta inspección de los detectores de veneno disimulados en cualquier objeto). Viendo aquellas bocas incansables, Paul sintió un repentino desánimo. No eran más que máscaras baratas aplicadas sobre pensamientos infectos, voces chillonas que se alzaban para intentar dominar el profundo silencio que reinaba en sus pechos.
Estoy de mal humor, pensó Paul, y se preguntó qué hubiera dicho Gurney al respecto. Conocía el origen de aquel malhumor. No hubiera querido participar en aquella recepción, pero su padre había sido firme: «Tienes un rango, una posición que defender. Eres bastante adulto como para hacerlo. Ya casi eres un hombre.»
Paul vio a su padre avanzar, inspeccionar la sala y dirigirse al grupo que rodeaba a Dama Jessica.
Mientras Leto se acercaba al grupo de Jessica, el transportista de agua estaba diciendo:
—¿Es cierto que el Duque quiere instalar un control climático?
—Mis proyectos no llegan hasta tal punto, señor —dijo el Duque detrás del hombre. Este se volvió, mostrando su rostro redondo y bronceado.
—Ah, el Duque —dijo—. Habíamos observado vuestra ausencia.
Leto miró a Jessica.
—Había algo que debía ser hecho —dijo. Volvió de nuevo su atención al transportista de agua y explicó lo que había ordenado con respecto a los cuencos, añadiendo—: En lo que a mi respecta, esa vieja costumbre termina aquí.
—¿Es una orden ducal, mi Señor? —preguntó el hombre.
—Dejo esto a vuestra… conciencia —dijo el Duque. Se volvió, viendo a Kynes avanzar hacia el grupo.
—Creo que es un gesto muy generoso por vuestra parte —dijo una de las mujeres—. Ofrecer el agua a… —alguien la hizo callar.
El Duque observó a Kynes, notando que el planetólogo llevaba el uniforme marrón oscuro de antiguo estilo, con las charreteras del Servicio Imperial y una minúscula gota de oro indicando su rango en el cuello.
—¿Debo entender que las palabras del Duque implican una crítica hacia nuestras costumbres? —preguntó el transportista de agua con voz irritada.
—Esa costumbre ha sido cambiada —dijo Leto. Saludó a Kynes con una inclinación de cabeza y observó un fruncimiento de cejas por parte de Jessica. Fruncir las cejas no es cosa de Jessica, pensó, pero alimentará los rumores de fricción entre nosotros.
—Con el permiso del Duque —dijo el transportista de agua—, me gustaría profundizar algo más acerca de las costumbres.
Leto percibió la repentina untuosidad de la voz del hombre, notó el silencio del grupo, observó que todas las cabezas en la sala se volvían hacia ellos.
—¿No es casi la hora de la cena? —preguntó Jessica.
—Pero nuestro huésped ha hecho una pregunta —dijo Leto. Y miró fijamente al transportista de agua, viendo a un hombre de rostro alunado con grandes ojos y gruesos labios y recordando el informe de Hawat: «…y ese transportista de agua es un hombre que debe ser vigilado. Recordad su nombre: Lingar Bewt. Los Harkonnen lo usaron, aunque sin llegar a controlarlo nunca totalmente.»
—Las costumbres relacionadas con el agua son muy interesantes —dijo Bewt, y su rostro se iluminó con una sonrisa—. Tengo curiosidad por saber qué pensáis hacer con el invernadero anexo a esta casa. ¿Continuaréis haciendo ostentación de él ante el pueblo… mi Señor?
Leto dominó su cólera mientras miraba al hombre. Los pensamientos brotaban de su mente. Estaba desafiándole en su propio castillo, especialmente ahora que la firma de Bewt estaba al pie de un contrato de lealtad. Claro que aquel hombre parecía gozar de un cierto poder personal. El agua significaba poder en aquel mundo. Por ejemplo, si todas las fuentes de agua fueran destruidas a una señal… El hombre se veía capaz de hacerlo. La destrucción del agua facilitaría la destrucción de Arrakis. Esta debía ser la amenaza que había usado Bewt con los Harkonnen.
—Mi Señor el Duque y yo tenemos otros planes para nuestro invernadero —dijo Jessica. Sonrió a Leto—. Pensamos conservarlo, es cierto, pero tan sólo en nombre del pueblo de Arrakis. Nuestro sueño es conseguir que un día el clima de Arrakis pueda ser cambiado lo suficiente como para permitir que plantas como esas crezcan por todas partes, a cielo abierto.
¡Bendita sea!, pensó Leto. Veamos como engulle esto nuestro transportista de agua.
—Vuestro interés por el agua y el control climático es obvio —dijo el Duque—. Os aconsejo diversificar vuestros intereses. Llegará un día en que el agua ya no será un bien tan precioso en Arrakis.
Y pensó: Hawat debe redoblar sus esfuerzos para infiltrarse en esa organización de Bewt. Y debemos redoblar inmediatamente la vigilancia sobre las fuentes de agua. ¡Nadie puede sostener una tal amenaza sobre mi cabeza!
Bewt asintió, sin dejar de sonreír.
—Un hermoso sueño, mi Señor —y dio un paso hacia atrás.
Leto vio entonces la expresión del rostro de Kynes. El hombre estaba contemplando a Jessica. Su semblante estaba transfigurado… como un hombre enamorado… o presa de un trance religioso.
Los pensamientos de Kynes estaban ocupados totalmente en aquel momento por las palabras de la profecía: «Y compartirán con vosotros vuestro sueño más precioso ». Habló directamente a Jessica:
—¿Pensáis tomar el camino más corto?
—¡Ah, doctor Kynes! —dijo el transportista de agua—. Habéis venido, abandonado vuestras miserables hordas Fremen. Muy gentil por vuestra parte. Kynes posó en Bewt una mirada inescrutable.
—En el desierto —replicó— se dice que la posesión de agua en grandes cantidades lleva al hombre a fatales consecuencias.
—Hay muchos dichos extraños en el desierto —dijo Bewt, pero su voz traicionaba su turbación.
Jessica se acercó a Leto, deslizó su mano bajo el brazo del hombre, intentando calmarse por un momento. Kynes había dicho:
«…el camino más corto». En la antigua lengua, estas palabras podían ser traducidas como «Kwisatz Haderach». La extraña pregunta del planetólogo había pasado inadvertida para los demás, y ahora Kynes se inclinaba hacia una de las mujeres del grupo, prestando oídos a alguna coquetería murmurada en voz baja.
Kwisatz Haderach, pensó Jessica. ¿Acaso la Missionaria Protectiva había implantado también aquí la leyenda? Ante este pensamiento sintió avivarse las secretas esperanzas que alimentaba con respecto a Paul. Podría ser el Kwisatz Haderach. Podría serlo. El representante del Banco de la Cofradía hablaba con el transportista de agua, y la voz de Bewt resonó por un instante sobre el murmullo de las conversaciones:
—Mucha gente ha intentado modificar Arrakis.
El Duque observó hasta qué punto aquellas palabras alteraron a Kynes, que se irguió y abandonó bruscamente a la dama y su frívola conversación.
En el repentino silencio, un soldado de la casa con uniforme de lacayo carraspeó y dijo, mirando a Leto:
—La cena está servida, mi Señor.
El Duque miró interrogativamente a Jessica.
—La costumbre aquí es que los anfitriones sigan a sus invitados hacia la mesa —dijo ella con una sonrisa—. ¿Cambiamos también eso, mi Señor?
—Me parece una buena costumbre —respondió él fríamente—. La dejaremos por el momento.
La ilusión de que sospecho de ella por traición debe ser mantenida, pensó. Observó como los invitados desfilaban ante él. ¿Quién entre vosotros cree en tal mentira?
Jessica advirtió su distanciamiento y, una vez más, se preguntó la razón, como había hecho tantas veces aquella última semana. Actúa como un hombre en lucha consigo mismo, pensó. ¿Es acaso porque he organizado esta velada demasiado pronto? Sin embargo, sabe muy bien la importancia que tiene el que comencemos a mezclar nuestros oficiales y nuestros hombres con los notables del planeta. Somos en cierto modo el padre y la madre de todos ellos. Nada impresiona más que estas formas de reunión social. Leto, observando a los huéspedes que pasaban por su lado, recordó las palabras que había pronunciado Thufir Hawat cuando se enteró del asunto: «¡Señor! ¡Lo prohíbo!»
Una amarga sonrisa apareció en el rostro del Duque. Vaya escena había sido. Y cuando el Duque se mostró inamovible con respecto a la celebración de aquella cena, Hawat había agitado largamente la cabeza.
—Tengo un mal presentimiento al respecto, mi Señor —había dicho—. Las cosas se mueven demasiado aprisa en Arrakis. Este no es el modo de actuar de los Harkonnen. No lo es en absoluto.
Paul pasó junto a su padre, escoltando a una joven media cabeza más alta que él. Lanzó una gélida mirada a su padre, asintiendo a algo que la muchacha le había dicho.
—Su padre fabrica destiltrajes —dijo Jessica—. He oído decir que sólo un loco aceptaría aventurarse en el desierto con uno de sus trajes.