Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—apuntó a otro que ya había descargado su generador—. ¡Y tres en los demás! ¡Corred, especie de perros de arena!

El hombre alto terminó de distribuir a los hombres y se acercó arrastrando los pies por la arena, seguido por tres de sus compañeros.

—Oigo el gusano, pero no puedo verlo —dijo Kynes.

Entonces lo oyeron todos. Era como un frotar rasposo, un crepitar distante que crecía en intensidad.

—Maldita manera de trabajar —gruñó el Duque.

Los aparatos comenzaron a batir las alas sobre la arena a su alrededor. El Duque pensó en las junglas de su planeta natal, el alzar el vuelo de los grandes pájaros carroñeros, sorprendidos en un claro sobre el costillaje desnudo de su presa por un toro salvaje.

Los trabajadores de la especia se apresuraron trabajosamente a lo largo del flanco del tóptero, y comenzaron a subir y a instalarse detrás del Duque. Halleck les ayudó, tirando de ellos y empujándoles hacia el fondo del vehículo.

—¡Arriba, chicos! —exclamó—. ¡Aprisa!

Paul, apretado contra un rincón entre aquellos hombres jadeantes, percibió el olor del miedo, y vio que dos de ellos llevaban el destiltraje parcialmente abierto en el cuello. Tomó mentalmente nota de ello para el futuro. Su padre tendría que imponer una disciplina más rigurosa respecto a los destiltrajes. Los hombres tienden a relajarse si uno descuida ciertas cosas.

El último hombre subió a bordo y jadeó:

—¡El gusano! ¡Está casi sobre nosotros! ¡Despeguemos!

El Duque se deslizó a su asiento, frunciendo el ceño.

—Tenemos aún tres minutos, según el cálculo del primer contacto. ¿No es así, Kynes?

—Cerró la portezuela y la comprobó.

—Exactamente, mi Señor —dijo Kynes, y pensó: Ese Duque no pierde nunca los nervios.

—Todo a punto, Señor —dijo Halleck.

El Duque asintió, comprobó que el último de los aparatos de escolta había despegado. Reguló la ascensión, dio una última ojeada a las alas y a los instrumentos, y pulsó el mando de los chorros.

La presión del despegue hundió al Duq ue y a Kynes contra sus asientos, empujando enérgicamente a la gente de atrás. Kynes observó el modo como el Duque manejaba los controles… delicadamente y con seguridad. El tóptero estaba ya en el aire, y el Duque estudiaba sus instrumentos, sin perder de vista las alas, a la derecha y a la izquierda.

—Vamos muy cargados, Señor —dijo Halleck.

—Dentro de los límites de la tolerancia de este aparato —dijo el Duque—. ¿Crees que me atrevería a arriesgar la vida de mis pasajeros, Gurney?

Halleck sonrió.

—Ni por un instante, Señor —dijo.

El Duque maniobró el aparato a lo largo de una amplia curva ascendente, hasta la vertical del tractor.

Paul, aplastado contra un rincón al lado de la ventanilla, miró hacia abajo, hacia la silenciosa máquina sobre la arena. La señal del gusano se había interrumpido a unos cuatrocientos metros del tractor. Y ahora estaba empezando a aparecer una cierta turbulencia en la arena alrededor de la máquina.

—El gusano está ahora bajo el tractor —dijo Kynes—. Vais a asistir a un espectáculo que pocos hombres han visto.

Manchas de polvo sombrearon ahora la arena alrededor del tractor. La enorme máquina comenzó a hundirse, inclinándose hacia la derecha. Un gigantesco vórtice de arena comenzó a formarse en este lado del tractor. Giró más y más rápidamente. La arena y el polvo se elevaron por el aire a centenares de metros a todo su alrededor.

¡Entonces lo vieron!

Un enorme agujero se formó en la arena. La luz del sol brilló en las paredes blancas y lisas. El orificio, estimó Paul, tenía al menos el doble de diámetro que la longitud del tractor. Miró fascinado la máquina girando en aquella abertura, en el corazón de una auténtica tormenta de polvo y arena. El agujero volvió a cerrarse.

—¡Dios, vaya monstruo! —murmuró un hombre al lado de Paul.

—¡Toda nuestra especia! —gruñó otro.

—Alguien pagará por esto —dijo el Duque—. Os lo prometo.

En la voz desprovista de expresión de su padre, Paul percibió una profunda ira. Tuvo consciencia de compartirla. ¡Era un despilfarro criminal!

En el silencio que siguió oyeron la voz de Kynes.

—Bienaventurado el Hacedor y Su agua —murmuraba Kynes—. Bienaventurada Su llegada y Su partida. Pueda Su paso purificar el mundo. Pueda El conservar el mundo para Su pueblo.

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó el Duque.

Pero Kynes permaneció en silencio.

Paul observó a los hombres apretados a su alrededor. Miraban aterrados la nuca de Kynes. Uno de ellos susurró:

—Liet.

Kynes se volvió, ceñudo. El hombre intentó esconderse, confuso. Otro de los rescatados empezó a toser… una tos seca y áspera. Luego gruñó:

—¡Maldito sea ese agujero infernal!

—Cállate, Coss —dijo el hombre alto, el último en salir del tractor—. No haces más que empeorar tu tos. —Se abrió paso en el grupo hasta que estuvo cerca del Duque y pudo mirarle directamente a su nuca—. Vos sois el Duque Leto, supongo —dijo—. Es a vos a quien debemos dar las gracias por salvar nuestras vidas. Antes de vuestra llegada estábamos perdidos.

—Silencio, hombre, y deja al Duque pilotar su máquina —murmuró Halleck. Paul observó a Halleck. También él había visto los músculos contraídos en el rostro de su padre. Uno debía actuar con cautela cuando el Duque estaba furioso. Leto hizo salir al tóptero de su trayectoria circular, deteniéndola sobre la vertical para examinar mejor algo que se movía en la arena. El gusano se había retirado a las profundidades y ahora, cerca del lugar donde hasta hacía unos instantes se había hallado el tractor, podían verse dos figuras moviéndose hacia el norte, alejándose de la depresión arenosa. Parecían deslizarse por la superficie, levantando apenas algunos granos de arena.

—¿Quiénes son esos dos de ahí abajo? —barbotó el Duque.

—Dos tipos que se unieron a nosotros para ver, Señor —dijo el alto hombre de las dunas.

—¿Por qué nadie me dijo nada acerca de ellos?

—Fueron ellos quienes quisieron correr ese riesgo, Señor —dijo el hombre de las dunas.

—Mi Señor —dijo Kynes—, esos hombres saben que puede hacerse bien poco por los hombres atrapados por el desierto en el territorio de un gusano.

—¡Enviaremos un aparato de la base a buscarlos! —cortó el Duque.

—Como queráis, mi Señor —dijo Kynes—. Pero, cuando llegue, probablemente ya no haya nada que salvar.

—Lo enviaremos de todos modos —dijo el Duque.

—Estaban en el mismo lugar donde ha surgido el gusano —dijo Paul—. ¿Cómo han conseguido escapar?

—Las paredes del orificio son curvadas, y eso hace que las distancias sean engañosas —dijo Kynes.

—Estamos malgastando carburante, Señor —aventuró Halleck.

—Me he dado cuenta, Gurney.

El Duque hizo girar el aparato en redondo hacia la Muralla Escudo. La escolta descendió de sus posiciones de observación y formó a sus flancos. Paul reflexionó acerca de lo que habían dicho el hombre de las dunas y Kynes. Había percibido las verdades a medias, las mentiras completas. Los hombres en la arena, allá abajo, habían huido con una seguridad tal, moviéndose de un modo tan obviamente calculado, que era evidente que conocían el modo de no atraer de nuevo al gusano fuera de sus profundidades.

¡Fremen!, pensó Paul. ¿Quién más podía moverse por la arena con tanta seguridad?

¿Quién más no se hubiera sentido presa de nuestro mismo terror… sabiendo que ellos no estaban en peligro? ¡Ellos saben cómo vivir aquí! ¡Ellos saben cómo escapar al gusano!

—¿Qué hacían esos Fremen en el tractor? —preguntó Paul.

Kynes se volvió bruscamente.

El alto hombre de las dunas dirigió la mirada de sus grandes ojos hacia Paul… azul sobre azul.

—¿Quién es ese muchacho? —preguntó.

Halleck se interpuso entre el hombre y Paul.

—Es Paul Atreides, el heredero ducal —dijo.

—¿Por qué dice que había Fremen en nuestra máquina? —preguntó el hombre.

—Corresponden a la descripción —dijo Paul.

Kynes se relajó.

—¡No se puede identificar a un Fremen con una sola ojeada! —dijo. Miró al hombre de las dunas—. Tú, ¿quiénes eran esos hombres?

—Amigos de uno de los otros —dijo el hombre de las dunas—. Amigos de un poblado que querían ver las arenas de la especia.

Kynes se volvió.

—¡Fremen!

Pero recordó las palabras de la leyenda: «El Lisan al-Gaib sabrá ver a través de cualquier subterfugio.»

—Seguramente ya habrán muerto ahora, joven Señor —dijo el hombre de las dunas—. No tendríamos que hablar mal de ellos.

Pero Paul seguía percibiendo la mentira en sus voces, y la amenaza que había hecho que Halleck se situara a su lado para protegerle.

—Es un lugar terrible para morir —dijo Paul secamente.

—Cuando Dios ordena a una criatura que muera en un lugar determinado —dijo Kynes sin volverse—, hace de modo que Su voluntad conduzca a la criatura hasta ese lugar. Leto se volvió y dirigió una dura mirada a Kynes.

Y Kynes, devolviéndole la mirada, se sintió de pronto profundamente turbado por algo que no había previsto: Este Duque se sentía mucho más preocupado por los hombres que por la especia. Ha arriesgado su propia vida y la de su hijo para salvarlos. Ha comentado la pérdida del tractor y toda la especia con un simple gesto. Pero la amenaza que pesaba sobre la vida de esos hombres le ha encolerizado. Un líder como él podría asegurarse una fanática lealtad. Sería difícil de abatir.

Contra su voluntad y contra sus anteriores juicios, Kynes tuvo que admitir para sí mismo: Me gusta este Duque.

CAPÍTULO XVI

La grandeza es una experiencia transitoria. Nunca es consistente. Dependen en parte de la imaginación humana creadora de mitos. La persona que experimenta la grandeza debe percibir el mito que la circunda. Debe reflexionar que es proyectado sobre él. Y debe mostrarse fuertemente inclinado a la ironía. Esto le impedirá creer en su propia pretensión. La ironía le permitirá actuar independientemente de ella misma. Sin esta cualidad, incluso una grandeza ocasional puede destruir a un hombre.

De «Frases escogidas de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

En el comedor de la gran casa de Arrakeen, las lámparas a suspensor estaban encendidas para combatir la creciente oscuridad. Su amarillenta claridad iluminaba la negra cabeza de toro de ensangrentados cuernos, y se reflejaba en el oscuro retrato al óleo del Viejo Duque.

Bajo los talismanes parecía brillar con los reflejos de la platería de los Atreides, dispuesta en perfecto orden a lo largo de la enorme mesa… pequeños archipiélagos de vajilla junto a las copas de cristal, ante las sillas de madera tallada. El clásico candelabro central estaba apagado, y su cadena se perdía en las sombras del techo, donde estaba disimulado el mecanismo del detector de venenos.

Haciendo una pausa en el umbral para inspeccionar la disposición de la mesa, el Duque pensó en el detector de venenos y lo que significaba en su sociedad. Todo según la norma, pensó. Se nos puede definir por nuestro lenguaje… por las precisas y delicadas definiciones que empleamos para los distintos medios de suministrar una traidora muerte. ¿Quizá alguien va a emplear el chaumurky esta noche… el veneno de la bebida? ¿O tal vez el chaumas… el veneno de la comida?

Agitó la cabeza.

Frente a cada silla, a todo lo largo de la mesa, había una jarra llena de agua. Había bastante agua en aquella mesa, estimó el Duque, como para permitir a una familia pobre de Arrakeen vivir más de un año.

Flanqueando la puerta había dos grandes cuencos de esmalte verde. Cada cuenco tenía al lado un perchero con toallas. La costumbre, le había explicado el ama de llaves, quería que cada invitado, al entrar, sumergiera ceremoniosamente sus manos en uno de los cuencos, derramando parte del agua por el suelo, se las secara luego en una de las toallas, y arrojara después ésta al cada vez mayor charco de agua del pavimento. Después de la comida, los mendigos reunidos fuera podían recoger el agua retorciendo las toallas.

Típico de un feudo Harkonnen, pensó el Duque. Todas las degradaciones que la mente pueda concebir. Inspiró profundamente, sintiendo que la ira retorcía su estómago.

—¡Esa costumbre termina aquí! —murmuró.

Vio a una de las sirvientas, una de las viejas y rugosas mujeres que el ama de llaves había recomendado, dirigiéndose hacia la puerta de la cocina ante él. El Duque le hizo una seña con la mano. Ella salió de las sombras y dio la vuelta a la mesa para acercarse, y pudo observar su reseco rostro parecido a cuero y los ojos azules sobre azul.

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