—Según tengo entendido, habéis dicho que no podríais llevarnos hasta el desierto si no usábamos esta vestimenta —dijo el Duque—. Nosotros podemos llevar gran cantidad de agua. No tenemos intención de permanecer fuera mucho tiempo, y además tendremos una cobertura aérea… la escolta que estáis viendo en estos momentos encima de nosotros. Es poco probable que nos veamos obligados a aterrizar. Kynes le miró fijamente, estudiando la carne rica en agua de aquel hombre. Habló fríamente.
—Nunca habléis de probabilidades en Arrakis. Hablad tan sólo de posibilidades. Halleck se tenso.
—¡Dirigios al Duque como mi Señor!
Leto le hizo su gesto personal indicándole que se callara, y dijo:
—Somos nuevos aquí, Gurne y. Debemos hacer concesiones.
—Como deseéis, Señor.
—Os quedamos muy reconocidos, doctor Kynes —dijo Leto—. Esos trajes y vuestra consideración acerca de nuestra seguridad no serán olvidados. Impulsivamente, Paul citó un párrafo de la Biblia Católica Naranja:
—«El regalo es la bendición de quien lo hace» —dijo.
Las palabras resonaron fuertemente en el quieto aire. Los Fremen que Kynes había dejado a la sombra del edificio administrativo se pusieron de pie y murmuraron excitados. Uno de ellos dijo en voz alta:
—¡Lisan al-Gaib!
Kynes se volvió bruscamente e hizo un gesto imperativo con la mano. Dos guardias retrocedieron, murmurando entre sí, y se cobijaron de nuevo en la sombra del edificio.
—Muy interesante —dijo Leto.
Kynes dejó resbalar su dura mirada del Duque a Paul, y dijo:
—Muchos de los nativos del desierto son supersticiosos. No les prestéis atención. No os quieren ningún mal —pero pensó en las palabras de la leyenda: «Te darán la bienvenida con las Palabras Sagradas y tus regalos serán una bendición.»
El juicio de Leto sobre Kynes, basado en parte en el breve informe verbal de Hawat (precavido y muy suspicaz), cristalizó súbitamente: el hombre era Fremen. Kynes había venido a ellos con una escolta Fremen, lo cual podía significar simplemente que los Fremen estaban sometiendo a prueba su nueva libertad de entrar en las áreas urbanas… aunque la escolta parecía más bien una guardia de honor. Y por sus maneras, Kynes parecía un hombre orgulloso, habituado a la libertad, con su lenguaje y sus modales sujetos tan sólo por su propia suspicacia. La observación de Paul había sido directa y pertinente.
Kynes se había convertido en un nativo.
—¿No deberíamos partir, Señor? —preguntó Halleck.
El Duque asintió.
—Yo pilotaré mi propio tóptero. Kynes puede sentarse delante, junto a mi, para guiarme. Tú y Paul os colocaréis en los asientos de atrás.
—Un momento, por favor —dijo Kynes—. Con vuestro permiso, Señor, debo controlar la seguridad de vuestros trajes.
El Duque fue a decir algo, pero Kynes insistió:
—Me preocupo por mi piel tanto como por la vuestra… mi Señor. Sé perfectamente qué garganta sería cercenada si os ocurriera algo mientras estáis a mi cuidado. El Duque frunció el ceño, pensando: ¡Vaya momento delicado! Si rehúso, puedo ofenderlo. Y es un hombre que puede representar un inestimable valor para mí. Y sin embargo… dejarle penetrar así mi escudo, tocar mi persona, cuando sé aun tan poco sobre él…
Los pensamientos corrían por su mente, empujados por una decisión que debía ser tomada inmediatamente.
—Estamos en vuestras manos —dijo el Duque. Dio un paso adelante y abrió su ropa, viendo a Halleck alzándose sobre la punta de sus pies, inmóvil y atento, aunque aparentemente tranquilo—. Y, si sois tan amable —prosiguió el Duque—, os agradeceré una explicación acerca de esa ropa de alguien que vive tan íntimamente con ella.
—Ciertamente —dijo Kynes. Metió la mano bajo la ropa para comprobar las fijaciones de los hombros, hablando mientras examinaba el conjunto—. Básicamente es un tejido de varias microcapas… un filtro de alta eficacia y un sistema de intercambio de calor. —Ajustó las fijaciones de los hombros—. La capa en contacto con la piel es porosa. La transpiración pasa a través, refrescando el cuerpo… un proceso normal de evaporación. Las otras dos capas… —Kynes apretó el pectoral—… contienen filamentos de intercambio de calor y precipitaciones de sal. La sal es así recuperada.
Invitó al Duque a alzar los brazos con un gesto, y éste dijo:
—Muy interesante.
—Respirad profundamente —dijo Kynes.
El Duque obedeció.
Kynes estudió las fijaciones de las axilas, ajustando una.
—Los movimientos del cuerpo, especialmente la respiración —dijo— y alguna acción osmótica, proveen al cuerpo de la energía suficiente para el bombeo. —Alargó ligeramente el pectoral—. El agua recuperada circula y termina yendo a parar a los bolsillos de recuperación, de donde uno puede aspirarla a través de este tubo fijado al lado de vuestro cuello.
El Duque ladeó la cabeza para ver la extremidad del tubo.
—Simple y eficiente —dijo— Buena construcción.
Kynes se arrodilló para examinar las fijaciones de la piernas.
—La orina y las heces son procesadas en el revestimiento de los muslos —dijo, alzándose, tendiendo una mano hacia la fijación del cuello y levantando una sección cuadrada—. En pleno desierto, deberéis llevar este filtro sobre el rostro y estos tampones fijados a estos tubos en la nariz. Se inspira a través del filtro, con la boca, y se expira a través de la nariz. Con un traje Fremen en buenas condiciones, no perderéis más de un dedal de humedad al día… aunque os perdierais en el Gran Erg.
—Un dedal por día —dijo el Duque.
Kynes apretó un dedo contra la parte de la ropa que cubría la frente y dijo:
—Aquí es probable que el roce produzca irritación. En este caso, decídmelo y apretaré un poco más.
—Gracias —dijo el Duque. Movió los hombros, mientras Kynes retrocedía, y se sintió mucho más cómodo, notando que el traje estaba mejor ajustado y le irritaba menos. Kynes se volvió hacia Paul.
—Ahora vamos a por vos, joven.
Un hombre valiente, pensó el Duque. Pero deberá aprender a darnos nuestros títulos. Paul permaneció impasible mientras Kynes inspeccionaba sus ropas. Colocarse aquel traje de brillante y crujiente superficie le había causado una extraña sensación. En su consciencia sabía absolutamente que nunca antes de ahora se había enfundado un destiltraje. Y sin embargo, cada movimiento mientras se lo ajustaba bajo la torpe dirección de Gurney le había parecido natural e instintivo. Cuando había apretado el pectoral para obtener la máxima acción de bombeo del movimiento respiratorio, había sabido exactamente lo que estaba haciendo y para qué. Cuando había sujetado las correas del cuello y la frente, apretándolas al máximo, había sabido que esto era indispensable para evitar los roces.
Kynes se alzó y retrocedió con una expresión desconcertada.
—¿Habéis llevado ya un destiltraje antes de ahora? —preguntó.
—Esta es la primera vez.
—Entonces, ¿alguien os lo ha ajustado?
—No.
—Vuestras botas de desierto están puestas de modo que dejan libre juego a los tobillos. ¿Quién os lo ha enseñado?
—Esto… me ha parecido que era el modo correcto de ponérmelas.
—Realmente lo es.
Y Kynes se frotó la barbilla, pensando en la leyenda: Conocerá vuestras costumbres como si hubiera nacido entre vosotros.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo el Duque. Hizo un gesto en dirección al tóptero que esperaba y avanzó hacia él, aceptando el saludo del guardia con una inclinación. Subió a bordo, se aplicó el cinturón de seguridad, revisó los controles e instrumentos. El aparato chirrió cuando los otros subieron a bordo.
Kynes ajustó su cinturón, observando el lujoso confort de la cabina: blando tapizado gris verdoso, asientos mullidos, brillantes instrumentos, la sensación de frescor del aire filtrado en el momento en que se cerraban las compuertas y los ventiladores se ponían en marcha.
¡Tanta comodidad!, pensó.
—Todo a punto, Señor —dijo Halleck.
Leto dio paso al flujo de energía, las alas se alzaron y bajaron una, dos veces… A los diez metros de carrera remontaron el vuelo, con las alas estremeciéndose ligeramente y los chorros posteriores elevándolos por el aire con un suave silbido.
—Al sudeste, por encima de la Muralla Escudo —dijo Kynes—. Allí es donde he dicho a vuestro maestro de arena que concentrara su equipo.
—De acuerdo.
El Duque hizo elevarse el aparato hasta que se vio rodeado por todos lados por la cobertura aérea de los otros tópteros, que se colocaron inmediatamente en formación.
—El diseño y manufactura de estos destiltrajes revela un alto grado de sofisticación —dijo el Duque.
—Algún día os haré visitar una factoría sietch —dijo Kynes.
—Me interesará mucho —dijo el Duque—. He observado que estos trajes son confeccionados también en algunas de las ciudades de guarnición.
—Son malas copias —dijo Kynes—. Cualquier hombre de Dune que tenga aprecio por su piel utiliza trajes Fremen.
—¿Y mantiene su pérdida de agua en el límite de un dedal por día?
—Propiamente vestido, con la visera frontal bien apretada, todas las fijaciones en orden, la mayor pérdida de agua se produce a través de las palmas de las manos —dijo Kynes—. Uno puede llevar también guantes cuando no hay que realizar trabajos delicados, pero en el desierto la mayor parte de los Fremen prefieren frotarse las manos con el jugo de las hojas del arbusto creosota. Esto inhibe la transpiración. El Duque miró hacia abajo, a la izquierda, hacia el quebrado paisaje de la Muralla Escudo: vorágines de rocas torturadas, manchas amarillas y pardas marcadas por negras grietas. Era como si alguien hubiera lanzado desde el espacio aquel inmenso macizo, para dejarlo hundido allá para la eternidad.
Cruzaron una depresión poco profunda, donde se deslizaban largos tentáculos de arena gris provinente de un cañón abierto al sur. Los dedos de arena parecían correr hacia la depresión… como un delta seco que se destacaba sobre el oscuro fondo de la roca.
Kynes, sentado inmóvil, pensaba en toda aquella carne repleta de agua que había sentido bajo los destiltrajes. Llevaban cinturones escudo bajo sus ropas, aturdidores de descarga lenta a la cintura, y colgando del cuello transmisores miniatura de emergencia. Tanto el Duque como su hijo llevaban puñales de muñeca metidos en sus fundas, y las fundas parecían ser de buena calidad. Aquella gente sorprendía a Kynes con su mezcla de delicadeza y de fuerza. Poseían una cualidad elusiva que los hacía completamente distintos de los Harkonnen.
—Cuando presentéis vuestro informe sobre el cambio de gobierno al Emperador,
¿pensáis decirle que hemos observado las reglas? —preguntó Leto. Lanzó una ojeada a Kynes, y después se concentró de nuevo en su rumbo.
—Los Harkonnen se han ido, vos habéis venido —dijo Kynes.
—¿Y todo ha sido hecho como debía haber sido hecho? —preguntó Leto. Una momentánea tensión se dibujó en un músculo a lo largo de la mandíbula de Kynes.
—Como planetólogo y Arbitro del Cambio dependo directamente del Imperio… mi Señor.
El Duque sonrió sin alegría.
—Pero ambos sabemos la realidad.
—Debo recordaros que Su Majestad financia mi trabajo.
—¿De veras? ¿Y cuál es vuestro trabajo?
En el breve silencio que siguió, Paul pensó: Está empujando a ese Kynes demasiado aprisa. Paul miró a Halleck, pero el juglar guerrero estaba contemplando el desolado paisaje.
—Por supuesto —dijo Kynes en voz muy baja—, os estáis refiriendo a mis trabajos de planetólogo.
—Por supuesto.
—Consisten principalmente en la biología y la botánica de las tierras áridas… un poco de geología, perforaciones de la corteza y algunos experimentos. Uno nunca puede agotar las posibilidades de todo un planeta.
—¿Realizáis también investigaciones acerca de la especia?
Kynes se volvió, y Paul notó la dura línea del perfil del hombre.
—Esta es una curiosa pregunta, mi Señor.
—No olvidéis, Kynes, que este es ahora mi feudo. Mis métodos difieren de aquellos de los Harkonnen. No me importa que estudiéis la especia, siempre que compartáis conmigo los resultados. —Observó fijamente al planetólogo—. Los Harkonnen no estimulaban las investigaciones acerca de la especia, ¿no es cierto?
Kynes le miró a su vez, sin responder.
—Podéis hablar abiertamente —dijo el Duque—, sin ningún temor por vuestra vida.
—La Corte Imperial está ciertamente muy lejos —murmuro Kynes. Y pensó: ¿Qué está esperando este invasor repleto de agua? ¿Me cree tan estúpido como para ponerme a su servicio?