—También, por la misma razón, podríamos dudar de mí —dijo Paul.
—Deben creer que han tenido éxito —dijo el Duque—. Es preciso que me crean tan loco como para pensar que es posible. Ha de parecer auténtico. Ni siquiera tu madre debe saber nada acerca de todo esto.
—Pero, señor, ¿por qué?
—La respuesta de tu madre no debe ser una acción. Oh, ella es capaz de una acción suprema… pero hay demasiadas cosas en juego aquí. Debo desenmascarar al traidor. Es necesario que le convenza de que he caído completamente en el engaño. Es mejor herirla así que hacerla sufrir luego cien veces más.
—¿Por qué me dices esto, padre? Puedo repetírselo a ella.
—Tú estás fuera de todo esto —dijo el Duque—. Y guardarás el secreto. Es necesario.
—Se acercó a la ventana, hablando sin volverse—. De este modo, si me ocurriera algo, tú podrías decirle la verdad… que nunca he dudado de ella, ni siquiera por un instante. Quiero que lo sepa.
Paul captó pensamientos de muerte tras las palabras de su padre, y dijo rápidamente:
—No te ocurrirá nada, señor. Yo…
—Silencio, hijo.
Paul contempló la espalda de su padre, notando la fatiga en la curva de su cuello y hombros y en la lentitud de sus movimientos.
—Tan sólo estás algo cansado, padre.
—Estoy cansado —admitió el Duque—. Estoy moralmente cansado. La melancólica degeneración de las Grandes Casas ha terminado quizá por alcanzarme. Y éramos tan fuertes antes.
—¡Nuestra Casa no ha degenerado! —dijo Paul con rabia.
—¿De veras?
El Duque se volvió haciendo frente a su hijo, revelando círculos negros alrededor de sus duros ojos y una cínica mueca en su boca.
—Hubiera debido casarme con tu madre, hacerla mi Duquesa. Sin embargo… mi condición de soltero hace que algunas Casas esperen aún poder aliarse conmigo casándome con alguna de sus hijas. —Se alzó de hombros—. Así que yo…
—Madre me ha explicado esto.
—No hay nada que consiga tanta lealtad hacia un líder como su aire de bravura —dijo el Duque—. Yo siempre he cultivado en mí un aire de bravura.
—Tú mandas bien —protestó Paul—. Gobiernas bien. Los hombres te siguen por su propia voluntad y te quieren.
—Mis servicios de propaganda están entre los mejores —dijo el Duque. Se volvió de nuevo para estudiar el paisaje, allá fuera—. Hay grandes posibilidades para nosotros, aquí en Arrakis, muchas más de las que nunca haya sospechado el Imperio. Y pese a todo hay veces en que pienso que hubiéramos hecho mejor huyendo, convirtiéndonos en renegados. A veces desearía que fuera posible hundirnos en el anonimato entre la gente, estar menos expuestos a…
—¡Padre!
—Si, estoy cansado —dijo el Duque—. ¿Sabes que estamos usando ya los residuos de la especia como materia prima para fabricar película virgen?
—¿Señor?
—No podemos hacer menos que esto —dijo el Duque—. De otro modo, ¿cómo podríamos inundar los pueblos y las ciudades con nuestras informaciones? La gente debe saber lo bien que la gobierno. ¿Y cómo puede saberlo si nosotros no se lo decimos?
—Deberías descansar un poco —dijo Paul.
El Duque miró de nuevo a su hijo.
—Había olvidado mencionarte otra gran ventaja de Arrakis. La especia está aquí por todos lados. Uno la come y la bebe en cualquier cosa. Y he descubierto que esto confiere cierta inmunidad natural contra algunos de los venenos más comunes del Manual de Asesinos. Y la necesidad de controlar la menor gota de agua hace que toda la producción alimenticia, grasas, hidropónicas, alimentos químicos, todo, sea estrechamente controlado. Nosotros no podemos eliminar una parte de la población valiéndonos del veneno, pero es igualmente imposible atacarnos del mismo modo. Arrakis nos obliga a ser morales y éticos.
Paul fue a hablar, pero el Duque le interrumpió:
—Tengo que decirle todo esto a alguien, hijo. —Suspiró, mirando de nuevo el árido paisaje, donde incluso las flores habían desaparecido, pisoteadas por los recolectores de rocío y quemadas por el sol—. En Caladan, teníamos con nosotros el poder del mar y del cielo —dijo—. Aquí, debemos obtener el poder del desierto. Esta es tu herencia, Paul.
¿Qué será de ti si a mi me ocurre algo? No tendrás una Casa renegada, sino una Casa de guerrilleros… perseguida, cazada.
Paul buscó palabras para responder, pero no encontró ninguna. Jamás había visto a su padre tan abatido.
—Para conservar Arrakis —dijo el Duque—, uno ha de enfrentarse con decisiones que pueden costar el respeto hacia uno mismo. —Señaló fuera de la ventana, hacia el estandarte verde y negro de los Atreides que colgaba fláccidamente de un mástil, al borde del campo de aterrizaje—. Esta honorable bandera puede que algún día simbolice muchas cosas malditas.
Paul tenía la garganta seca. Las palabras de su padre le parecían fútiles, llenas de un fatalismo que causaba en el muchacho una sensación de vacío en el pecho. El Duque tomó una tableta antifatiga de un bolsillo y la tragó sin ayuda de ningún líquido.
—Poder y miedo —dijo—. Los instrumentos de gobierno. Daré órdenes de que se intensifique tu entrenamiento para la guerrilla. Ese filmclip… te llaman «Mahdi»… «Lisan al-Gaib»… como último recurso, podrías utilizar incluso esto. Paul miró fijamente a su padre, observando que sus hombros se erguían a medida que la tableta iba haciendo efecto, pero recordando las palabras de duda y temor que acababa de oír.
—¿Qué es lo que retiene al ecólogo? —murmuró el Duque—. Le he dicho a Thufir que quería verle lo más pronto posible.
CAPÍTULO XV
Mi padre, el Emperador Padishah, me tomó un día por la mano y sentí, gracias a las enseñanzas de mi madre, que estaba turbado. Me condujo a la Sala de Retratos, hasta el egosímil del Duque Leto Atreides. Observé el enorme parecido entre ellos -entre mi padre y aquel hombre del retrato-, ambos con idéntico rostro delgado y elegante, dominado por los mismos gélidos ojos. «Hija-princesa —dijo mi padre—, me hubiera gustado que hubieses tenido más edad cuando llegó para este hombre el momento de elegir una mujer». Mi padre tenía 71 años en aquel tiempo, y no se veía más viejo que el hombre del retrato. Yo tenía tan sólo 14 anos, y aún recuerdo haber deducido en aquel instante que mi padre había deseado en secreto que el Duque fuera su hijo, y que odiaba las necesidades políticas que les convertían en enemigos.
«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.
El primer encuentro con la gente a la que se le había ordenado traicionar alteró al doctor Kynes. Se vanagloriaba de ser un científico, para el cual las leyendas eran tan sólo otros tantos interesantes indicios que revelaban las raíces de una cultura. Y sin embargo, aquel muchacho personificaba la antigua profecía con gran precisión. Tenía «los ojos inquisitivos» y e l aire de «reservado candor».
De acuerdo, la profecía no precisaba si la Diosa Madre llegaría con el Mesías o Le introduciría en escena cuando llegara el momento. Pero resultaba extraña aquella correspondencia entre las personas y la profecía.
El encuentro tuvo lugar a media mañana, fuera del edificio administrativo del campo de aterrizaje de Arrakeen. Un ornitóptero sin distintivo estaba posado en tierra, cerca de allí, y zumbaba débilmente, listo para iniciar su vuelo como un pájaro soñoliento. Un guardia Atreides estaba a su lado, con la espada desenvainada, circundado por la ligera distorsión del aire producida por su escudo.
Kynes sonrió furtivamente y pensó: ¡Ahí les reserva Arrakis una enorme sorpresa!
El planetólogo levantó una mano, indicando a sus guardias Fremen que se mantuvieran alejados. Siguió avanzando a largos pasos en dirección a la entrada del edificio, un agujero negro en la roca revestida de plástico. Era tan vulnerable aquel edificio monolítico, pensó. Mucho más indefenso que una caverna.
Un movimiento en la entrada atrajo su atención. Se detuvo, aprovechando la ocasión para ajustar su ropa y la fijación en su hombro izquierdo de su destiltraje. Las puertas de entrada se abrieron de par en par. Unos guardias Atreides surgieron rápidamente, todos ellos bien armados: aturdidores de descarga lenta, espadas y escudos. Tras ellos apareció un hombre alto, similar a un halcón, de piel y cabellos oscuros. Llevaba una capa jubba con el emblema de los Atreides bordado en el pecho, y se le notaba incómodo bajo aquella poco familiar indumentaria. La capa se pegaba a las perneras de su destiltraje por uno de los lados. Se le veía rígido, carente de agilidad y ritmo.
Al lado del hombre caminaba un joven con los mismos cabellos negros pero con el rostro más redondeado. Parecía un poco pequeño para los quince años que Kynes sabía que tenía. Pero el joven cuerpo emanaba un sentido de mando, una seguridad en el porte, como si tuviera el poder de distinguir y reconocer a su alrededor muchas cosas que eran invisibles para los demás. Llevaba el mismo tipo de capa que su padre, aunque con una casual naturalidad que hacía pensar que la había llevado durante mucho tiempo.
«El Mahdi conocerá cosas que los demás no sabrán ver», rezaba la profecía. Kynes agitó la cabeza, diciéndose a si mismo: Tan sólo son hombres. Junto a ellos dos, vestido también para el desierto, había alguien más a quien Kynes reconoció: Gurney Halleck. Kynes respiró profundamente para calmar su resentimiento hacia Halleck, que le había instruido acerca de cómo debía comportarse con el Duque y el heredero ducal.
«Deberéis llamar al Duque «Señor» o «mi Señor». «Noble Nacido» también es correcto, pero usualmente está reservado a ocasiones más formales. El hijo debe ser llamado «joven amo» o «mi Señor». El duque es un hombre muy indulgente pero no tolera la menor familiaridad.»
Y Kynes pensó, mientras observaba cómo el grupo se acercaba: Pronto aprenderán quién es el verdadero dueño en Arrakis. ¿Han ordenado a aquel Mentat que me interrogue durante más de la mitad de la noche? ¿Esperan de mí que les guíe a inspeccionar una explotación de especia? ¿Realmente?
La importancia de las preguntas de Hawat no se le había escapado a Kynes. Querían las bases Imperiales. Era obvio que habían sido informados por Idaho acerca de las mismas.
Ordenaré a Stilgar que envíe la cabeza de Idaho a su Duque, se dijo a sí mismo Kynes. El grupo ducal estaba ya a pocos pasos de él, con sus botas haciendo crujir la arena bajo sus pasos.
Kynes se inclinó.
—Mi Señor, Duque.
Mientras se acercaban a la solitaria figura de pie junto al ornitóptero, Leto no había dejado de estudiarla: alta, delgada, revestida con las amplias ropas del desierto, destiltraje y botas bajas. El hombre había echado hacia atrás la capucha, y su velo colgaba a un lado, revelando unos largos cabellos color arena y una corta barba. Sus ojos eran inescrutables bajo sus espesas cejas, azul sobre azul. Rastros de manchas negras marcaban aún sus párpados.
—Sois el ecólogo —dijo el Duque.
—Aquí preferimos el antiguo titulo, mi Señor —dijo Kynes—. Planetólogo.
—Como prefiráis —dijo el Duque. Miró hacia Paul—. Hijo, este es el Arbitro del Cambio, el juez de las disputas, el hombre que tiene la misión de procurar que sean cumplidas todas las formalidades en nuestra toma de posesión sobre este feudo. —Miró de nuevo a Kynes—. Este es mi hijo.
—Mi Señor —dijo Kynes.
—¿Sois un Fremen? —preguntó Paul.
Kynes sonrió.
—Soy aceptado tanto en el sietch como en el poblado, joven amo. Pero estoy al servicio de Su Majestad: soy el Planetólogo Imperial.
Paul asintió, impresionado por la apariencia de fuerza que emanaba de aquel hombre. Halleck le había señalado a Kynes desde una de las ventanas superiores del edificio administrativo:
—Ese hombre que está parado allá, con la escolta Fremen… el que ahora se dirige hacia el ornitóptero.
Paul había examinado brevemente a Kynes con los binoculares, observando la boca delgada y recta, la frente alta. Halleck le había susurrado al oído:
—Un tipo extraño. Habla de un modo preciso: claramente, sin ambigüedades, como cortando las palabras con una navaja.
Y el Duque, tras ellos, había añadido:
—Un tipo científico.
Ahora, a pocos pasos del hombre, Paul sentía la fuerza que emanaba de Kynes, el impacto de su personalidad, como si fuera un hombre de sangre real, nacido para mandar.
—Creo que debemos daros las gracias por los destiltrajes y las capas jubba —dijo el Duque.
—Espero que os vayan bien, mi Señor —dijo Kynes—. Son obra de los Fremen, y han intentado respetar tanto como han podido las dimensiones facilitadas por vuestro hombre Halleck aquí presente.