—Mete tu mano derecha en esta caja —dijo ella.
El miedo se apoderó de Paul. Retrocedió, pero la vieja mujer dijo:
—¿Es así como obedeces a tu madre?
Afrontó la mirada de sus brillantes ojos de pájaro.
Lentamente, consciente de las compulsiones que surgían de su interior y no podía rechazar, Paul metió su mano dentro de la caja. Al principio experimentó una sensación de frío a medida que la oscuridad se acercaba en torno a su mano, después sintió el contacto del liso metal en sus dedos y un hormigueo, como si su mano se adormeciera. Una mirada de rapaz apareció en el rostro de la vieja mujer. Apartó su mano derecha de la caja y la puso, cerrada, al lado de la nuca de Paul. Este vio un destello metálico y quiso volver la cabeza.
—¡Quieto! —dijo ella secamente.
¡Está usando de nuevo la Voz!
Ella observó de nuevo fijamente su rostro.
—Tengo sujeto el gom jabbar cerca de tu cuello —dijo—. El gom jabbar, el peor enemigo. Es una aguja con una gota de veneno en la punta. ¡Quieto! No te muevas, o el veneno te morderá.
Paul intentó deglutir, pero su garganta estaba seca. No conseguía apartar su atención de aquel viejo rostro arrugado, aquellos ojos brillantes, aquellas encías pálidas, aquellos dientes de metal plateado que brillaban a cada palabra.
—El hijo de un Duque debe saber acerca de venenos —dijo—. Es algo de nuestro tiempo, ¿no? El Musky, para envenenar tu bebida. El Aumas, para envenenar tu comida. Los venenos rápidos, los venenos lentos y los intermedios. Este es uno nuevo para ti: el gom jabbar. Sólo mata a los animales.
El orgullo dominó el miedo de Paul.
—¿Pretendéis insinuar que el hijo de un Duque es un animal? —preguntó.
—Digamos que sugiero que puedes ser humano —dijo—. ¡No te muevas! Te lo advierto, no intentes escapar de mi lado. Soy vieja, pero mi mano puede clavar esta aguja en tu cuello antes de que consigas alejarte lo suficiente.
—¿Quién sois? —siseó Paul—. ¿Cómo habéis hecho para engañar a mi madre y conseguir que me dejara a solas con vos? ¿Habéis sido enviada por los Harkonnen?
—¿Los Harkonnen? ¡Cielos, no! Ahora, cállate —un seco dedo tocó su nuca, y tuvo que refrenar su involuntaria urgencia de escapar de allí.
—Muy bien —dijo ella—. Has pasado la primera prueba. Ahora, esto es lo que falta: si retiras tu mano de la caja, morirás. Esta es la única regla . Deja tu mano en la caja, y vivirás. Quítala, y morirás.
Paul inspiró profundamente para evitar un estremecimiento.
—Si llamo, en un momento esto estará lleno de sirvientes que caerán sobre vos, y seréis vos quien morirá.
—Los sirvientes no irán más allá de donde está tu madre, custodiando esta puerta. Puedes estar seguro. Tu madre sobrevivió a esta prueba. Ahora ha llegado tu turno. Siéntete honrado. Es raro que sometamos a los chicos a ella.
La curiosidad redujo el miedo de Paul hasta un nivel controlable. Había detectado la verdad en las palabras de la vieja mujer, no podía negarlo. Si su madre estaba allá fuera de guardia… si realmente se trataba de una prueba… Y fuera como fuese, sabía que no podía sustraerse a ella, atrapado por aquella mano cerca de su nuca: el gom jabbar. Trajo a su mente las palabras de la Letanía contra el Miedo del ritual Bene Gesserit, tal como su madre se las había enseñado:
«No conoceréis al miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitirá que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo.»
Sintió que la calma volvía a él y dijo:
—Terminemos ya con esto, vieja mujer.
—¡Vieja mujer! —gritó ella—. Tienes valor, no puede negarse. Bien, vamos a ver esto, señor mío —se inclinó hacia él y su voz se convirtió en un susurro—. Vas a sentir dolor en la mano, y mi gom jabbar tocará tu cuello … y la muerte será tan rápida como el hacha del verdugo. Retira la mano, y el gom jabbar te matará. ¿Has comprendido?
—¿Qué hay en la caja?
—Dolor.
El escozor se hizo más intenso en su mano. Apretó los labios. ¿Cómo es posible que esto sea una prueba?, se preguntó. El escozor se convirtió en comezón.
—¿Has oído hablar de los animales que se devoran una pata para escapar de una trampa? —dijo la vieja mujer—. Esa es la astucia a la que recurriría un animal. Un humano permanecerá cogido en la trampa, soportará el dolor y fingirá estar muerto para coger por sorpresa al cazador y matarlo, y eliminar así un peligro para su especie. La comezón aumentó en intensidad, hasta llegar a quemar.
—¿Por qué me hacéis esto? —preguntó.
—Para determinar si eres humano. Ahora, silencio.
Paul cerró fuertemente su mano izquierda, mientras la sensación de quemadura aumentaba en la otra mano. Crecía lentamente: calor y más calor… y más calor. Sintió que las uñas de su mano izquierda se clavaban en su palma. Intentó sostener los dedos de su mano que ardía, pero no consiguió moverlos.
—Se está quemando —siseó.
—¡Silencio!
El dolor ascendió por su brazo. El sudor perló su frente. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que retirara su mano de aquel pozo ardiendo… pero… el gom jabbar. Sin volver la cabeza, intentó mover sus ojos para ver aquella terrible aguja envenenada acechando a su cuello. Se dio cuenta de que jadeaba e intentó dominarse sin conseguirlo.
¡Dolor!
Su mundo se vació por completo excepto su mano derecha inmersa en aquella agonía y aquel rostro surcado de arrugas que lo miraba fijamente a pocos centímetros del suyo. Sus labios estaban tan secos que le costó separarlos.
¡Quema! ¡Quema!
Le pareció que la piel de aquella mano agonizante se arrugaba y ennegrecía, se agrietaba, caía, dejando tan sólo huesos carbonizados.
¡Y luego todo cesó!
Como un interruptor que hubiera cortado el flujo de la corriente, el dolor cesó. Paul sintió que su brazo derecho temblaba, el sudor seguía chorreando por todo su cuerpo.
—Ya basta —murmuró la vieja mujer—. ¡Kull wahad! Ningún hijo de mujer había tenido que soportar nunca tanto. Es como si hubiera querido que fracasaras —se retiró, apartando el gom jabbar de su cuello—. Retira tu mano de la caja, joven, y míratela. Reprimió un estremecimiento de dolor, y miró fijamente el oscuro hueco donde su mano, como movida por voluntad propia, se obstinaba en permanecer. El recuerdo del dolor le impedía el movimiento. La razón le susurraba que no iba a sacar más que un muñón renegrido de aquella caja.
—¡Retírala! —restalló ella.
Sacó la mano de la caja y la miró, atónito. Ni una señal. Ningún signo de la agonía sufrida por su carne. Alzó la mano, la giró, distendió los dedos.
—Dolor por inducción nerviosa —dijo ella—. No puedo ir por ahí mutilando potenciales seres humanos. De todos modos, habría más de uno que daría su mano por conocer el secreto de esta caja —la tomó y la sumergió entre los pliegues de su ropa.
—Pero el dolor… —dijo Paul.
—El dolor —sorbió ruidosamente—. Un humano puede dominar cualquier nervio del cuerpo.
Paul notó que su mano izquierda le dolía, la abrió, y descubrió cuatro sangrantes marcas allí donde las uñas se habían clavado en su palma. Dejó caer la mano a lo largo de su costado y miró a la vieja mujer.
—¿Hicisteis esto mismo a mi madre?
—¿Has tamizado nunca arena? —respondió ella.
La tangencial agresividad de su pregunta desencadenó en su mente un nivel más alto de consciencia. Tamizar la arena. Asintió.
—Nosotras, las Bene Gesserit, tamizamos a la gente para descubrir a los humanos. El levantó la mano derecha, intentando hallar el recuerdo de su dolor.
—¿Y eso es todo… el dolor?
—Te he observado en tu dolor, muchacho. El dolor es tan sólo el eje de la prueba. Tu madre te ha enseñado la forma en que observamos. He visto en ti los signos de esta enseñanza. Nuestra prueba consiste en provocar una crisis y observar. El tono de su voz confirmaba sus palabras. Paul dijo:
—Es cierto.
Ella le miró. ¡Percibe la verdad! ¿Quizá sea el que estamos buscando? ¿Quizá sea realmente el que estamos buscando? Refrenó su excitación, recordándose a sí misma: La esperanza ofusca la observación.
—Sabes cuando la gente cree en lo que dice —indicó.
—Lo sé.
Los armónicos de su voz confirmaban su capacidad experimentada. Ella lo percibió y dijo:
—Quizá tú seas el Kwisatz Haderach. Siéntate, hermanito, aquí a mis pies.
—Prefiero estar de pie.
—Tu madre se sentó a mis pies, una vez.
—Yo no soy mi madre.
—Me detestas un poco ¿eh? —Miró hacia la puerta y llamó—: ¡Jessica!
La puerta se abrió y Jessica apareció en el umbral, mirando la estancia con ojos duros. Se suavizaron al ver a Paul. Consiguió sonreír débilmente.
—Jessica, ¿has dejado alguna vez de odiarme? —preguntó la vieja mujer.
—Os quiero y os odio a la vez —dijo Jessica—. El odio… es a causa del dolor que nunca podré olvidar. El amor… es…
—Sólo los hechos básicos —dijo la vieja mujer, pero su voz era suave—. Puedes entrar ahora, pero guarda silencio. Cierra esa puerta y asegúrate de que nadie nos interrumpa. Jessica entró en la estancia, cerró la puerta y se inmovilizó, apoyada en ella. Mi hijo vive, pensó. Mi hijo vive y es… humano. Yo lo sabía… pero… vive. Ahora yo también puedo seguir viviendo. El contacto de la puerta era duro y real contra su espalda. Todo en la estancia era inmediato y ejercía presión contra sus sentidos. Mi hijo vive.
Paul miraba a su madre. Ha dicho la verdad. Hubiera querido irse y estar solo y pensar en aquella experiencia, pero sabía que no podría hacerlo antes de recibir el permiso. La vieja mujer había adquirido una especie de poder sobre él. Han dicho la verdad. Su madre había pasado aquella misma prueba. La finalidad de todo aquello debía ser terrible… el dolor y el miedo habían sido terribles. Y conocía la naturaleza de todo aquello, las finalidades que se persiguen a toda costa, aquellas que traen consigo la propia urgencia de ser llevadas a cabo. Paul sentía que aquella finalidad le había sido inoculada. Pero no sabía aún cuál era exactamente.
—Algún día, muchacho —dijo la vieja mujer—, tú también deberás esperar fuera de una puerta como ella. Se necesita mucha voluntad para hacerlo. Paul miró su mano a través de la cual había pasado el dolor, luego miró a la Reverenda Madre. El sonido de su voz contenía una diferenciación que la distinguía de todas las otras voces que había oído su experiencia. Las palabras habían sido definidas, brillantes. Sintió que cualquier pregunta que hubiera hecho habría recibido una respuesta que lo hubiera elevado fuera de su mundo carnal hacia algo más grande.
—¿Por qué buscáis a los humanos? —preguntó.
—Para hacerlos libres.
—¿Libres?
—Hubo un tiempo en que los hombres dedicaban su pensamiento a las máquinas, con la esperanza de que ellas les harían libres. Pero esto sólo permitió que otros hombres con máquinas les esclavizaran.
—«No construirás una máquina a semejanza de la mente del hombre» —citó Paul.
—Esto es lo que dicen el Jihad Butleriano y la Biblia Católica Naranja —dijo—. Pero en realidad la Biblia C.N. tendría que haber dicho: «No construirás una máquina que imite la mente humana» ¿Has estudiado al Mentat a tu servicio?
—He estudiado con Thufir Hawat.
—La Gran Revolución nos ha librado de nuestras muletas —dijo la vieja mujer—. Ha forzado a las mentes humanas a desarrollarse. Fueron fundadas escuelas para adiestrar los talentos humanos.
—¿Las escuelas Bene Gesserit?
Ella asintió.
—Han sobrevivido dos de esas antiguas escuelas: la Bene Gesserit y la Cofradía Espacial. La Cofradía, eso es al menos lo que pensamos, concentra todos sus esfuerzos en las matemáticas puras. La Bene Gesserit desarrolla otra función.
—Política —dijo Paul.
—¡Kull wahad! —dijo la vieja mujer. Dirigió a Jessica una dura mirada.
—No le he dicho nada, Vuestra Reverencia —dijo Jessica.
La Reverenda Madre volvió su atención hacia Paul.
—Has necesitado pocos indicios para deducir esto —dijo—. Se trata de Política. La escuela Bene Gesserit original estaba dirigida por aquellos que intuyeron que se necesitaba una continuidad en las relaciones humanas. Vieron que esta continuidad no podía existir sin separar el linaje humano del linaje animal… por razones de selección. Las palabras de la vieja mujer perdieron bruscamente aquella especial claridad para Paul. Percibía una ofensa hacia aquello que su madre llamaba instinto para la sinceridad. No era que la Reverenda Madre le mintiera. Obviamente, ella creía en lo que le estaba diciendo. Era algo más profundo, algo ligado a aquella terrible finalidad.