Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

En el silencio que siguió, Paul estudió al hombre, sintiendo el aura de poder que irradiaba de él. Era un líder… un líder Fremen.

El hombre que estaba cerca del centro de la mesa, al otro lado frente a Paul, murmuró:

—¿Quién es él para decirnos cuáles son los derechos que tenemos sobre Arrakis?

—Se dice que el Duque Leto gobierna con el consenso de sus gobernados —dijo el Fremen—. Así que debo explicaros cual es para nosotros la situación: una cierta responsabilidad recae sobre aquellos que han visto un crys. —Miró sombríamente a Idaho—. Son nuestros. No pueden abandonar Arrakis sin nuestro consentimiento. Halleck y algunos otros hicieron gesto de alzarse, con expresiones airadas en sus rostros. Halleck dijo:

—Es el Duque Leto quien determina…

—Un momento, por favor —dijo Leto, y la suavidad de su voz lo retuvo. La situación no debe escapárseme de la mano, pensó. Se volvió hacia el Fremen—. Señor, hago honor y respeto la dignidad personal de cualquier hombre que respete mi dignidad. Tengo una deuda con vos. Y yo pago siempre mis deudas. Si es vuestra costumbre que este cuchillo permanezca enfundado aquí, entonces soy yo quien ordena que así sea. Y si hay otro medio de honrar al hombre que ha muerto a nuestro servicio, no tenéis más que nombrarlo.

El Fremen miró al duque y después, lentamente, apartó su velo, revelando una delgada nariz, una boca de gruesos labios y una barba de un negro brillante. Deliberadamente se inclinó sobre la pulida superficie de la mesa y escupió en ella.

—¡Quietos! —gritó Idaho, en el mismo momento en que todos se levantaban de un salto; y, en el tenso silencio que siguió, dijo—: Te agradecemos, Stilgar, el presente que nos haces de la humedad de tu cuerpo. Y lo aceptamos con el mismo espíritu con que ha sido ofrecido —e Idaho escupió en la mesa, ante el Duque. Mirando a este, añadió—: recordad hasta qué punto es preciosa aquí el agua, Señor. Esta es una prueba de respeto.

Leto se relajó en su silla y sorprendió la mirada de Paul, la amarga sonrisa en el rostro de su hijo, sintiendo cómo se relajaba la tensión alrededor de la mesa a medida que sus hombres iban comprendiendo.

El Fremen miró a Idaho y dijo:

—Te has conducido muy bien en mi sietch, Duncan Idaho. ¿Hay acaso un lazo de lealtad entre ti y el Duque?

—Me pide que me ponga a su servicio, Señor —dijo Idaho.

—¿Aceptaría él una doble lealtad? —preguntó Leto.

—¿Deseáis que vaya con él, Señor?

—Deseo que seas tú quien tomes tu decisión al respecto —dijo Leto. Y no consiguió disimular la tensión en su voz.

Idaho estudió al Fremen.

—¿Me aceptarías en estas condiciones, Stilgar? Habrá ocasiones en que tendré que regresar para servir al Duque.

—Has combatido bien, y has hecho todo lo que has podido por nuestro amigo —dijo Stilgar. Miró a Leto—. Que sea así: el hombre Idaho conservará el crys como signo de su lealtad hacia nosotros. Deberá ser purificado, por supuesto, y los ritos tendrán que ser observados, pero esto puede ser hecho . Será al mismo tiempo Fremen y soldado de los Atreides. Hay un precedente para esto: Liet sirve a dos amos.

—¿Duncan? —preguntó Leto.

—Comprendo, señor —dijo Idaho.

—Así pues, estamos de acuerdo —dijo Leto.

—Tu agua es nuestra, Duncan Idaho —dijo Stilgar—. El cuerpo de nuestro amigo sigue con el Duque. Que su agua sea el agua de los Atreides. Este es un lazo entre nosotros. Leto suspiró; miró a Hawat, escrutando los ojos del viejo Mentat. Hawat asintió con expresión satisfecha.

—Esperaré abajo —dijo Stilgar— mientras Idaho dice adiós a sus amigos. Turok era el nombre de nuestro amigo muerto. Recordadlo cuando llegue el momento de liberar su espíritu. Sois amigos de Turok —se volvió para marcharse.

—¿No queréis quedaros un poco? —preguntó Leto.

El Fremen le miró, colocó su velo en su lugar con un gesto casual, y ajustó algo bajo él. Paul entrevió como un delgado tubo antes de que el velo ocupara su lugar.

—¿Hay alguna razón para que me quede? —preguntó el Fremen.

—Nos sentiríamos honrados —dijo el duque.

—El honor exige que yo esté en otro lugar dentro de poco —dijo el Fremen. Miró de nuevo a Idaho, se volvió y salió a grandes pasos, franqueando la guardia de la puerta.

—Si los otros Fremen son como él, haremos grandes cosas juntos —dijo el Duque.

—Es una simple muestra, Señor —dijo Idaho con voz seca.

—¿Has comprendido lo que debes hacer, Duncan?

—Seré vuestro embajador cerca de los Fremen, Señor.

—Dependerá mucho de ti, Duncan. Vamos a necesitar no menos de cinco batallones de esa gente antes de la llegada de los Sardaukar.

—Esto requerirá un cierto trabajo, Señor. Los Fremen son mas bien independientes. —Idaho vaciló antes de proseguir—: Y, Señor, hay otra cosa. Uno de los mercenarios que hemos abatido intentaba arrebatarle esta hoja a nuestro amigo Fremen muerto. El mercenario dijo que los Harkonnen ofrecen un millón de solaris al primer hombre que les entregue aunque sea un solo crys.

Leto se irguió, en un movimiento de obvia sorpresa.

—¿Por qué desearán hasta tal punto una de estas hojas?

—El cuchillo es un diente de gusano de arena. Es el emblema de los Fremen, Señor. Con él, un hombre de ojos azules podría penetrar en cualquier sietch. Yo sería detenido y duramente interrogado si no fuera conocido. Yo no parezco Fremen. Pero…

—Piter de Vries —dijo el Duq ue.

—Un hombre de diabólica astucia, mi Señor —dijo Hawat.

Idaho deslizó el arma dentro de su funda bajo su túnica.

—Guarda este cuchillo —dijo el Duque.

—Comprendo, mi Señor. —Palmeó el transmisor incrustado en su cinturón—. Informaré tan pronto como sea posible. Thufir posee mi código de llamada. Usad el lenguaje de batalla. —Saludó, giró en redondo y se apresuró tras el Fremen. Sus pasos resonaron a lo largo del corredor.

Una mirada de entendimiento se cruzó entre Leto y Hawat. Sonrieron.

—Tenemos mucho que hacer, Señor —dijo Halleck.

—Y yo os distraigo de vuestras tareas —dijo Leto.

—Tengo los informes de las bases de avanzada —dijo Hawat—. ¿Deseáis escucharlos en otra ocasión, Señor?

—¿Son largos?

—No, si os hago un resumen. Entre los Fremen se dice que hay más de doscientas de esas bases de avanzada, construidas en Arrakis durante el período en que el planeta era una Estación Experimental de Botánica del Desierto. Parece que todas están desiertas, pero hay informes de que fueron selladas antes de ser abandonadas.

—¿Hay equipo en ellas? —preguntó el Duque.

—Sí, según los informes que poseo de Duncan.

—¿Dónde están situadas? —preguntó Halleck.

—La respuesta a esta pregunta —dijo Hawat— es invariable: Liet lo sabe.

—Dios lo sabe —murmuró Leto.

—Quizá no, Señor —dijo Hawat—. Habéis oído a Stilgar usar el nombre. ¿No podría tratarse de una persona real?

—Servir a dos amos —dijo Halleck—. Esto suena como una cita religiosa.

—Y tú deberías conocerla —dijo el Duque.

Halleck sonrió.

—Ese Arbitro del Cambio —dijo Leto—, el ecólogo Imperial, Kynes… ¿no tendría que saber dónde se encuentran esas bases?

—Señor —le puso en guardia Hawat—, ese Kynes está al servicio del Emperador.

—Y hay un largo camino hasta el Emperador —dijo Leto—. Quiero esas bases. Deben estar lle nas de materiales que podemos recuperar y utilizar para reparar nuestro equipo de trabajo.

—¡Señor! —dijo Hawat—. ¡Esas bases son legalmente un feudo de Su Majestad!

—El clima es aquí lo bastante duro como para destruir cualquier cosa —dijo el Duque—. Podemos echarle la culpa al clima. Buscad a ese Kynes e intentad al menos saber si esas bases existen realmente.

—Podría ser peligroso preguntar eso —dijo Hawat—. Duncan ha sido explícito en una cosa: esas bases, o la idea que representan, tienen un profundo significado para los Fremen. Podríamos ofender a los Fremen si nos apoderamos de ellas. Paul observó los rostros de los hombres alrededor de la mesa, notando la intensidad con que escuchaban las palabras que se pronunciaban. Parecían profundamente turbados por la actitud de su padre.

—Escúchale, padre —dijo Paul en voz muy baja—. Dice la verdad.

—Señor —dijo Hawat—, esas bases pueden proporcionarnos el material necesario para reparar el equipo que nos ha sido dejado, pero tal vez estén fuera de nuestro alcance por razones estratégicas. Sería arriesgado movernos sin tener mayor información. Ese Kynes arbitra la autoridad del Imperio. No debemos olvidarlo. Y los Fremen le obedecen.

—Usad entonces la prudencia —dijo el Duque—. Sólo quiero saber si esas bases existen.

—Como deseéis, Señor —Hawat volvió a sentarse e inclinó la mirada.

—Muy bien, entonces —dijo el Duque—. Todos sabemos lo que nos espera: trabajo. Estamos preparados para él. Tenemos una cierta experiencia al respecto. Sabemos cuáles son las recompensas, y las alternativas están suficientemente clarificadas. Cada cual tiene asignadas sus misiones —miró a Halleck—. Gurney, ocúpate ante todo de la cuestión de los contrabandistas.

—«Marcharé con los rebeldes que ocupan las tierras áridas» —entonó Halleck.

—Algún día sorprenderé a este hombre sin la menor cita, y será como si estuviera totalmente desnudo —dijo el Duque.

Sonaron risas alrededor de la mesa, pero Paul las notó forzadas. Su padre se volvió hacia Hawat.

—Establece otro puesto de mando para las comunicaciones y las informaciones en esta misma planta, Thufir. Cuando todo esté preparado, quiero verte. Hawat se alzó, mirando a su alrededor por toda la estancia como si buscara un apoyo. Después se volvió y se dirigió hacia la salida. Los otros se alzaron apresuradamente, con gran ruido de correr de sillas, y le siguieron con cierta confusión. Todo termina en la confusión, pensó Paul, mirando a los últimos hombres que salían. Antes, las reuniones terminaban siempre en una atmósfera de decisión. Aquella reunión parecía haberse derrumbado, gastada por sus propias insuficiencias y por falta de un acuerdo.

Por primera vez, Paul se permitió pensar en la posibilidad de un fracaso… no porque tuviera miedo a causa de las advertencias de la Reverenda Madre, sino porque había evaluado personalmente la situación.

Mi padre está desesperado, se dijo. Las cosas no marchan demasiado bien para nosotros.

Y Hawat. Recordó la actitud del viejo Mentat durante la conferencia: sutiles excitaciones, signos de inquietud. Hawat estaba profundamente preocupado por algo.

—Será mejor que te quedes aquí por esta noche, hijo —dijo el Duque—. De todos modos, falta poco para que amanezca. Avisaré a tu madre. —Se puso lentamente en pie, rígido—. ¿Por qué no juntas algunas de esas sillas y te echas para descansar un poco?

—No estoy muy cansado, señor.

—Como quieras.

El Duque cruzó las manos a su espalda y comenzó a pasear arriba y abajo a lo largo de la mesa.

Como un animal enjaulado, pensó Paul.

—¿Discutirás con Hawat la posibilidad de la existencia de un traidor? —preguntó Paul. El Duque se detuvo ante su hijo y habló con el rostro vuelto hacia las oscuras ventanas.

—Hemos discutido esta posibilidad muchas veces.

—La vieja mujer parecía muy segura de sí —dijo Paul—. Y el mensaje que madre…

—Se han tomado precauciones —dijo el Duque. Miró a su alrededor, y Paul vio en sus ojos la salvaje luz del animal acosado—. Quédate aquí. Hay algunas cuestiones acerca de los puestos de mando que discutir con Thufir —se volvió y salió de la estancia, respondiendo con una rápida inclinación de cabeza al saludo de los guardias de la puerta. Paul miró al lugar donde había permanecido de pie su padre. El espacio le daba la impresión de haber estado vacío desde mucho antes de que el Duque abandonara la estancia. Y recordó la advertencia de la vieja mujer:

«…en cuanto a tu padre, no».

CAPÍTULO XIII

En aquel primer día en que Muad’Dib recorrió las calles de Arrakeen con su familia, alguna gente a lo largo del camino recordó las leyendas y las profecías y se aventuró a gritar: «¡Mahdi!». Pero su grito era más una pregunta que una afirmación, ya que sólo podían esperar que fuera aquél que les había sido anunciado como el Lisan al-Gaib, la Voz del Otro Mundo. Y su atención era atraída también por la madre, porque habían oído decir que era una Bene Gesserit, y era evidente a sus ojos que era como el otro Lisan al- Gaib.

Del «Manual de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

El Duque encontró a Thufir solo en la estancia de la esquina que le había señalado un guardia. Se oía el ruido de los hombres que estaban instalando el equipo de comunicaciones en la estancia vecina, pero aquel lugar era bastante tranquilo. El Duque miró a su alrededor mientras Hawat se levantaba de detrás de una mesa repleta de papeles. Era una estancia de paredes verdes, y además de la mesa el único mobiliario eran tres sillas a suspensor con la «H» de los Harkonnen disimulada apresuradamente con un toque de pintura.

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