Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—¿Por qué no las rodeamos con escudos? —preguntó Paul.

—Según el informe de Idaho —dijo Hawat—, los escudos son peligrosos en el desierto. Incluso un simple escudo corporal bastaría para atraer a todos los gusanos existentes en centenares de metros a la redonda. Parece ser que los escudos crean en ellos una especie de furia homicida. No tenemos al respecto ninguna razón para dudar de la palabra de los Fremen. Idaho no ha visto ninguna evidencia de equipamiento de escudos en el sietch.

—¡Realmente ninguna? —preguntó Paul.

—Sería más bien difícil esconder ese tipo de material entre un millar de personas —dijo Hawat—. Idaho tenía libre acceso a cualquier parte del sietch. No vio ningún escudo ni la menor señal de su uso.

—Esto es un rompecabezas —dijo el Duque.

—Los Harkonnen, en cambio, utilizaron ciertamente una gran cantidad de escudos aquí —dijo Hawat—. Hay depósitos de reparaciones en todos los poblados de guarnición, y su contabilidad señala fuertes partidas de gasto destinadas a piezas de repuesto para los escudos.

—¿Es posible que los Fremen posean un medio de neutralizar los escudos? —preguntó Paul.

—Parece improbable —dijo Hawat—. Teóricamente es posible, desde luego… una contracarga estática podría supuestamente cortocircuitar un escudo, pero nadie ha sido nunca capaz de hacer realidad un tal dispositivo.

—Hubiéramos oído hablar de él —dijo Halleck—. Los contrabandistas han estado siempre en contacto con los Fremen, y hubieran comprado una panacea así si estuviera disponible. Y no hubieran vacilado en traficar con ella fuera del planeta.

—No me gusta que cuestiones de esta importancia queden sin respuesta —dijo Leto—. Thufir, quiero que dediques prioridad absoluta a la resolución de este problema.

—Estamos trabajando ya en él, mi Señor. —Hawat carraspeó—. Ah, Idaho dijo algo interesante: dijo que uno no podía engañarse sobre la actitud de los Fremen con respecto a los escudos. Dijo que parecían más bien divertidos con ellos. El Duque frunció las cejas.

—El objeto de esta discusión es el equipamiento para la especia —dijo. Hawat le hizo un gesto al hombre del proyector.

La imagen sólida de la factoría recolectora fue reemplazada por la proyección de un aparato alado que convertía en minúsculas las imágenes de figuras humanas a su alrededor.

—Esto es un ala de acarreo —dijo Hawat—. Es esencialmente un gran tóptero, cuya única función es transportar una factoría a las arenas ricas en especia, y rescatarla cuando aparece un gusano de arena. Siempre aparece alguno. La recolección de la especia es un proceso de salir corriendo, recolectar corriendo, y regresar corriendo lo antes posible.

—Admirablemente adecuado a la moral de los Harkonnen —dijo el Duque. Las risas estallaron bruscamente y demasiado fuertes.

Un ornitóptero sustituyó al ala de acarreo en el foco de proyección.

—Esos tópteros son bastantes convencionales —dijo Hawat—. Sus mayores modificaciones estriban en un radio de acción muy ampliado. Blindajes especiales permiten sellar herméticamente las partes esenciales contra la arena y el polvo. Tan sólo uno de cada treinta está protegido por un escudo… probablemente el peso del generador del escudo ha sido eliminado para ampliar el radio de acción.

—No me gusta este quitarle importancia a los escudos —murmuró el Duque. Y pensó:

¿Es este el secreto de los Harkonnen? ¿Significa quizá que ni siquiera podremos huir en nuestras fragatas equipadas con escudos si todo se vuelve contra nosotros? Agitó violentamente su cabeza para alejar aquellos pensamientos y añadió—: Pasemos a la estimación del rendimiento. ¿Cuál debería ser nuestro beneficio?

Hawat volvió dos páginas en su bloc de notas.

—Después de haber evaluado el estado del equipo y el coste de las reparaciones para hacerlo operable, hemos obtenido una primera estimación sobre los costes de explotación. Naturalmente hemos hecho un cálculo por encima de las posibilidades reales a fin de dejar un margen de seguridad. —Cerró los ojos en un semitrance Mentat—. Bajo los Harkonnen, el mantenimiento y los salarios ascendían a un catorce por ciento. Podremos considerarnos afortunados si conseguimos limitarlos, en los primeros tiempos, a un treinta por ciento. Con las reinversiones y los factores de desarrollo, incluyendo el porcentaje de la CHOAM y los costes militares, nuestro margen de beneficio se reducirá a un exiguo seis o siete por ciento, hasta que hayamos reemplazado todo el equipo fuera de uso. Entonces deberemos estar en situación de elevarlo hasta un doce o un quince por ciento, que es lo normal. —Abrió los ojos—. A menos que mi Señor quiera adoptar los métodos de los Harkonnen.

—Estamos trabajando para establecer una base planetaria sólida y permanente —dijo el Duque—. Debemos hacer que una gran parte de la población sea feliz… especialmente los Fremen.

—Muy especialmente los Fremen —asintió Hawat.

—Nuestra supremacía en Caladan —dijo el Duque— dependía de nuestro poder en el mar y en el aire. Aquí, debemos desarrollar algo que yo llamo el poder del desierto. Esto puede incluir el poder en el aire, aunque es probable que no sea así. Quiero llamar su atención sobre la falta de escudos en los tópteros —agitó la cabeza—. Los Harkonnen contaban con una permanente rotación del personal proveniente de otros planetas para algunos de sus puestos clave. Nosotros no podemos permitírnoslo. Cada nuevo grupo de recién llegados tendrá su cuota de provocadores.

—Entonces deberemos contentarnos con menores bene ficios y recolecciones más reducidas —dijo Hawat—. Nuestra producción durante las primeras dos estaciones deberá ser inferior en un tercio con respecto a la de los Harkonnen.

—Exactamente como habíamos previsto —dijo el Duque—. Debemos apresurarnos con los Fremen. Querría disponer de cinco batallones de tropas Fremen antes de nuestra primera revisión de cuentas de la CHOAM.

—No es mucho tiempo, Señor —dijo Hawat.

—No tenemos mucho tiempo, como bien sabes. A la primera ocasión estarán aquí con los Sardaukar disfrazados de Harkonnen. ¿Cuántos crees que desembarcarán, Thufir?

—Cuatro o cinco batallones en total, Señor. No más, el transporte de tropas de la Cofradía cuesta caro.

—Entonces, cinco batallones de Fremen más nuestras propias fuerzas serán suficientes. Esperen tan sólo a que llevemos algunos prisioneros Sardaukar ante el Consejo del Landsraad y veremos si no cambian las cosas… con o sin beneficios.

—Haremos lo mejor que podamos, Señor.

Paul miró a su padre, luego a Hawat, consciente repentinamente de la avanzada edad del Mentat y del hecho de que el anciano había servido a tres generaciones de Atreides. Viejo. Podía leerse esto en el apagado brillo de sus ojos castaños, en sus mejillas llenas de surcos y quemadas por exóticos climas, en la redonda curva de los ojos, en la fina línea de los resecos labios coloreados por el agrio jugo de safo. Demasiadas cosas dependen de un solo hombre viejo, pensó Paul.

—Estamos sumergidos en una guerra de asesinos —dijo el Duque—, pero aún no ha alcanzado toda su amplitud. Thufir, ¿en qué condiciones estamos ahora frente al mecanismo Harkonnen?

—Hemos eliminado doscientos cincuenta y nueve de sus hombres clave, mi Señor. No quedan más de tres células Harkonnen… quizá un centenar de personas en total.

—Esas criaturas Harkonnen que has eliminado —dijo el Duque—, ¿pertenecían a la clase de los muy ricos?

—La mayor parte estaban bien situados, mi Señor… en la clase de los capitalistas.

—Quiero que falsifiques certificados de lealtad con la firma de cada uno de ellos —dijo el Duque—. Envía copias al Arbitro del Cambio. Sostendremos legalmente la posición de que estos hombres permanecían aquí bajo falsa lealtad. Confiscaremos sus propiedades, se lo quitaremos todo, echaremos a sus familias, los desposeeremos absolutamente. Y asegúrate de que la Corona recibe su diez por ciento. Todo debe ser completamente legal.

Thufir sonrió, revelando manchas rojizas bajo los labios color carmín.

—Una maniobra digna de un gran señor, mi Duque. Me avergüenzo de no haberla pensado antes.

Halleck frunció el ceño al otro lado de la mesa, sorprendiendo otra expresión igualmente ceñuda en el rostro de Paul. Los demás sonreían y asentían. Es un error, pensó Paul. Lo único que conseguirá será hacer combatir a los demás con mayor dureza. Verán que no van a ganar nada rindiéndose.

Conocía la actual convención del kanly de no conocer ninguna regla, pero aquel era el tipo de actuación que podía destruirlos al mismo tiempo que les concedía la victoria.

—«Yo era un extranjero en tierra extraña» —recitó Halleck. Paul le miró, reconociendo la cita de la Biblia Católica Naranja y preguntándose: ¿Acaso también Gurney desea poner fin a esas retorcidas intrigas?

El Duque miró hacia la oscuridad al otro lado de las ventanas, y luego bajó los ojos hasta Halleck.

—Gurney, ¿cuántos de esos trabajadores de la arena has conseguido persuadir para que se queden con nosotros?

—Doscientos ochenta y seis en total, Señor. Creo que debemos aceptarlos y considerarnos dichosos por ello. Pertenecen a las categorías más útiles.

—¿Tan pocos? —el Duque se mordió los labios—. Bien, haz decir a todos… Un ruido al otro lado de la puerta le interrumpió. Duncan Idaho entró abriéndose camino entre los guardias, se precipitó a lo largo de la mesa y dijo algo al oído del Duque. Leto le interrumpió con un gesto.

—Habla en voz alta, Duncan. Puedes ver que es una reunión estratégica del estado mayor.

Paul estudió a Idaho, notando sus movimientos felinos, aquella rapidez de reflejos que hacían de él un maestro de armas difícil de emular. El bronceado rostro de Idaho se volvió en aquel momento hacia Paul, con sus ojos habituados a la oscuridad de las profundidades de las cavernas sin dar muestras de haberle visto, pero Paul reconoció aquella máscara de serenidad por encima de la excitación.

Idaho recorrió con la mirada todo lo largo de la mesa y dijo:

—Hemos sorprendido una fuerza de mercenarios Harkonnen disfrazados como Fremen. Han sido los propios Fremen quienes nos han enviado un correo para advertirnos de este engaño. En el ataque, sin embargo, hemos descubierto que los Harkonnen le habían tendido una trampa al correo Fremen, hiriéndolo gravemente. Lo transportamos hacia aquí para que fuera curado por nuestros médicos, pero ha muerto por el camino. Cuando me he dado cuenta de lo mal que estaba me he detenido para intentar salvarle. Le he sorprendido mientras intentaba desembarazarse de algo. —Idaho miró fijamente a Leto—. Un cuchillo, mi Señor, un cuchillo como nunca habéis visto otro.

—¿Un crys? —preguntó alguien.

—Sin la menor duda —dijo Id aho—. De color blanco lechoso y con un brillo propio. —Hundió la mano en su túnica y extrajo una funda de la cual surgía una empuñadura estriada en negro.

—¡Guarda esa hoja en su funda!

La voz procedía de la abierta puerta al fondo de la estancia, una voz vibrante y penetrante que le hizo volverse con un sobresalto.

Una alta y embozada figura estaba de pie en el umbral, tras las cruzadas espadas de los guardias. Sus ligeras ropas eran de color de bronce, y envolvían completamente al hombre excepto una abertura en la capucha, velada de negro, que descubría dos ojos completamente azules… sin el menor blanco en ellos.

—Dejadle entrar —murmuró Idaho.

Los guardias vacilaron, luego bajaron sus espadas.

El hombre avanzó a través de la estancia y se detuvo frente al Duque.

—Stilgar, jefe del sietch que he visitado, líder de los que nos han advertido del engaño —dijo Idaho.

—Bienvenido, señor —dijo Leto—. ¿Por qué no debemos sacar este cuchillo de su funda?

La mirada de Stilgar estaba fija en Idaho.

—Tú has observado, entre nosotros, las costumbres de la honestidad y la pureza —dijo—. Te permitiré ver la hoja del hombre al cual has mostrado tu amistad —sus azules ojos recorrieron a todos los demás reunidos en la habitación—. Pero no conozco a estos otros. ¿Les permitirás mancillar un arma honorable?

—Soy el Duque Leto —dijo el Duque—. ¿Me permitirás ver el arma?

—Os autorizo a ganar el derecho a extraerla de su funda —dijo Stilgar y, al elevarse un murmullo de protestas alrededor de la mesa, levantó una delgada mano cruzada por venas oscuras—. Os recuerdo que esta hoja pertenecía a alguien que os había brindado su amistad.

Autore(a)s: