—¡Paul! —Jessica lo cogió por los hombros, mirando su mano—. ¿Qué es esto?
Paul habló casualmente, pero había un asomo de tensión en su tono.
—Un cazador-buscador. Lo cogí en mi dormitorio y le he roto la punta, pero quiero estar bien seguro. El agua tendría que cortocircuitarlo.
—¡Sumérgelo! —ordenó ella.
Obedeció.
—Ahora suéltalo —dijo ella luego—. Déjalo en el agua y retira la mano. Paul sacó su mano, se sacudió el agua de ella y miró el inerte metal en la fuente. Jessica cortó una hoja y con el tallo movió la aguja asesina. Estaba muerta.
Dejó caer la hoja en el agua y miró a Paul. Sus ojos estaban examinando la estancia con una penetración que ella conocía bien… la Manera Bene Gesserit.
—Este lugar podría esconder cualquier cosa —dijo él.
—Tengo razones para creer que es seguro —dijo ella.
—Mi habitación fue supuestamente considerada segura, también. Hawat dijo…
—Era un cazador-buscador —le recordó ella—. Había alguien dentro de la casa operándolo. La onda de control del buscador tiene un radio de acción limitado. Es posible que fuera ocultado en el dormitorio después de la investigación de Hawat. Pero, al mismo tiempo, pensaba también en el mensaje de la hoja: «…la traición de un compañero fiel o de un lugarteniente». No Hawat, seguramente. Oh, seguramente no Hawat.
—Los hombres de Hawat están registrando toda la casa, ahora —dijo Paul—. Ese buscador estuvo a punto de matar a la vieja mujer que acudió a despertarme.
—La Shadout Mapes —dijo Jessica, recordando su encuentro al pie de la escalera—. Tu padre te llamaba para…
—Eso puede esperar —dijo Paul—. ¿Por qué estás convencida de que este lugar es seguro?
Jessica señaló la nota y le explicó su significado.
Paul se relajó ligeramente.
Pero Jessica siguió tensa, pensando: ¡Un cazador-buscador! ¡Madre Misericordiosa!
Tuvo que acudir a todo su adiestramiento para reprimir un temblor histérico.
—Son los Harkonnen, por supuesto —dijo Paul tranquilamente—. Hemos de destruirlos.
Alguien llamó a la puerta… usando el código de los hombres de Hawat.
—Adelante —dijo Paul.
La puerta se abrió, y un hombre alto vistiendo el uniforme de los Atreides con la insignia de Hawat en la gorra entró en la estancia.
—Estáis aquí, señor —dijo—. El ama de llaves nos ha dicho que os encontraríamos aquí —su mirada recorrió la estancia—. Hemos encontrado un túmulo en el sótano y a un hombre escondido en él. Tenía consigo el dispositivo de control del buscador.
—Quiero asistir a su interrogatorio —dijo Jessica.
—Lo siento, mi Dama. Hemos tenido que luchar para capturarlo. Ha muerto.
—¿No hay nada que pueda identificarlo? —preguntó.
—Todavía no hemos hallado nada, mi Dama.
—¿Era un nativo de Arrakis? —preguntó Paul.
Jessica inclinó aprobadoramente la cabeza ante lo hábil de la pregunta.
—Tiene el aspecto de un nativo —dijo el hombre—. Lo habían metido en el túmulo hace más de un mes, según parece, para esperar nuestra llegada. Las piedras y el mortero estaban intactos ayer, cuando inspeccionamos el lugar. Pongo mi reputación en ello.
—Nadie pone en duda vuestra meticulosidad —dijo Jessica.
—Nadie, salvo yo mismo, mi Dama. Deberíamos haber usado sondas sónicas.
—Presumo que esto es lo que estáis haciendo ahora —dijo Paul.
—Por supuesto, señor.
—Hacedle saber a mi padre que llegaré con retraso.
—Inmediatamente, señor. —Miró a Jessica—. Las órdenes de Hawat son de que bajo tales circunstancias el joven amo sea mantenido en lugar seguro. —Sus ojos escrutaron de nuevo la estancia—. ¿Lo es este lugar?
—Tengo razones para creer que es seguro —dijo ella—. Tanto Hawat como yo lo inspeccionamos a fondo.
—Entonces montaré guardia en el exterior, mi Dama, hasta que hayamos inspeccionado toda la casa una vez más.
—Se inclinó, tocó su gorra en un saludo a Paul, dio media vuelta y cerró la puerta tras él.
Paul rompió el repentino silencio.
—¿No sería mejor inspeccionar más tarde nosotros mismos la casa? Tus ojos podrían captar cosas que los demás hayan ignorado.
—Esta ala era el único lugar que yo no había examinado aún —dijo ella—. La había dejado para el final porque…
—Porque Hawat se había ocupado personalmente de ella —dijo Paul. Ella le dirigió una rápida e interrogativa mirada.
—¿Acaso desconfías de Hawat? —preguntó.
—No, pero se está haciendo viejo… y está agobiado de trabajo. Deberíamos descargarlo de algunas de sus obligaciones.
—Esto le avergonzaría y reduciría su eficacia —dijo ella—. Después de lo ocurrido, ni siquiera un insecto podrá insinuarse en esta ala sin que él lo sepa inmediatamente. Sentirá vergüenza de…
—Tenemos que tomar nuestras propias medidas —dijo Paul.
—Hawat ha servido a tres generaciones de Atreides con honor —dijo ella—. Merece todo el respeto y la confianza de nuestra parte… mucho respeto y mucha confianza, y por mucho tiempo.
—Cuando mi padre se enfada contigo por algo —dijo Paul—, exclama: «¡Bene Gesserit!» como si fuera una blasfemia.
—¿Y cuándo se enfada tu padre conmigo?
—Cuando discutes con él.
—Tú no eres tu padre, Paul.
Y Paul pensó: Esto va a lastimarla, pero debo explicarle lo que me dijo la mujer Mapes acerca de un traidor entre nosotros.
—¿Qué es lo que me estás ocultando? —preguntó Jessica—. Esto no es propio de ti, Paul.
El se alzó de hombros, explicándole su conversación con Mapes. Y Jessica pensó en el mensaje de la hoja. Tomó una repentina decisión, mostró la hoja a Paul, y le tradujo el mensaje.
—Mi padre debe conocer esto inmediatamente —dijo el muchacho—. Voy a radiografiarlo en clave y llevárselo.
—No —dijo ella—. Espera hasta que podamos estar a solas con él. Esto es algo que debe saber el menor número de personas posible.
—¿Quieres decir que no debemos confiar en nadie?
—Hay otra posibilidad —dijo ella—. El mensaje podría haber sido dejado para que lo descubriéramos. La gente que lo ha enviado puede estar convencida de que es cierto, pero es posible que su única finalidad sea la de impresionarnos. La expresión de Paul se hizo terca y sombría.
—Para hacer que desconfiáramos y sospecháramos de nuestras propias filas, y así debilitarnos —dijo.
—Debes hablar privadamente de ello a tu padre, y ponerle en guardia sobre este aspecto de la cuestión —dijo Jessica.
—Comprendo.
Ella se volvió hacia la gran superficie de cristal filtrante, mirando hacia el sol de Arrakis que se ponía por el sudoeste… una esfera dorada hundiéndose entre las montañas. Paul se volvió también hacia él, diciendo:
—De todos modos, no creo que sea Hawat. ¿Tal vez Yueh?
—No es ni un lugarteniente ni un compañero —dijo ella—. Y puedo asegurarte que odia a los Harkonnen tan profundamente como nosotros.
Paul dirigió su atención hacia las montañas, pensando: Y no puede ser Gurney… o Duncan. ¿Quizá uno de los subtenientes? Imposible. Todos pertenecen a familias que nos son leales desde hace generaciones… por excelentes motivos. Jessica se pasó una mano por la frente, sintiendo su propia fatiga. ¡Hay tantos peligros aquí! Miró hacia afuera, hacia el paisaje amarillo a través de los filtros, estudiándolo. Mas allá de los terrenos ducales había una llanura que albergaba un depósito de mercancías, rodeado por una alta barrera: hileras de silos de especia protegidos por numerosas torretas de vigilancia erguidas sobre largos sustentadores que les daban el aspecto de enormes arañas al acecho. Podía ver al menos veinte recintos semejantes, repletos de silos, extendiéndose hasta casi los límites de la Muralla Escudo… silos tras silos, multiplicándose a todo lo ancho de la explanada.
Lentamente, el filtrado sol se hundió tras el horizonte. Las estrellas empezaron a brillar. Una de ellas, muy baja sobre el horizonte, destaca de las demás, parpadeaba con un claro, preciso ritmo: blink-blink -blink-blink-blink-blink… Paul se movió a su lado, entre las sombras de la estancia.
Pero Jessica se concentró en aquella singular estrella luminosa, observando que estaba demasiado baja, que debía brillar en el mismo borde de la Muralla Escudo.
¡Alguien estaba haciendo señales!
Intentó descifrar el mensaje, pero era emitido en un código que desconocía. Otras luces se encendieron en la llanura bajo las montañas: pequeñas luces amarillas esparcidas en la azul oscuridad. Y otra luz a su izquierda creció en intensidad y empezó a brillar, encendiéndose y apagándose rápidamente en dirección a las montañas… muy rápidamente: ¡destello largo, parpadeo, destello!
Y se extinguió.
La falsa estrella desapareció también inmediatamente.
Señales… Jessica se sintió invadida por una premonición.
¿Por qué están utilizando luces para hacer señales a lo largo de la llanura?, se preguntó. ¿Por qué no usan la red normal de comunicaciones?
La respuesta era obvia: cualquier comunicación podía ser interceptada por los agentes del Duque Leto. Las señales luminosas significaban que aquellos mensajes habían sido intercambiados entre sus enemigos… entre agentes Harkonnen. Llamaron a la puerta detrás de ellos, y oyeron la voz del hombre de Hawat.
—Todo está a punto, señor… mi Dama. Es tiempo de conducir al joven amo hasta su padre.
CAPÍTULO XI
Se dice que el Duque Leto cerró los ojos ante los peligros de Arrakis, dejándose precipitar descuidadamente hacia el abismo. ¿Pero no sería más justo afirmar que había vivido tanto tiempo en estrecho contacto con los más graves peligros hasta el punto de no poder evaluar un cambio en su intensidad? ¿O no sería posible que se hubiera sacrificado deliberadamente a fin de asegurar a su hijo una vida mejor? Todas las evidencias señalan que el Duque no era hombre que se dejara engañar fácilmente.
De «Muad’Dib, comentarios familiares», por la Princesa Irulan.
El Duque Leto Atreides estaba apoyado en un parapeto de la torre de control, al borde del campo de aterrizaje, en las afueras de Arrakeen. La primera luna nocturna, una brillante moneda plateada, colgaba alta sobre el horizonte sur. Bajo ella, los dentados bordes de la Muralla Escudo destellaban como hielo seco entre una bruma de polvo. A su izquierda, las luces de Arrakeen resplandecían a través de esta misma bruma: amarillas… blancas… azules.
Pensó en todos los avisos con su firma colocados en todos los lugares populosos del planeta: «Nuestro Sublime Emperador Padishah me ha encargado que tome posesión de este planeta y ponga fin a toda disputa.»
El ritual formulismo del aviso le infundió una sensación de soledad. «¿Quién se dejará engañar por este pomposo legalismo? No los Fremen, ciertamente. Ni las Casas Menores que controlan el comercio de Arrakis… y que pertenecen todas ellas a los Harkonnen, hasta el último hombre.
¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!
Le era difícil dominar su rabia.
Distinguió las luces de un vehículo que venía de Arrakeen atravesando el campo. Esperó que fueran Paul y su escolta. El retraso comenzaba a inquietarle, aunque sabía que era producido por las precauciones tomadas por el lugarteniente de Hawat.
¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!
Agitó su cabeza para rechazar su rabia, y miró nuevamente al campo, en cuyo borde cinco de sus fragatas se erguían como monolíticos centinelas. Es mejor un prudente retraso que…
El lugarteniente era un buen elemento, se dijo así mismo. Un hombre digno de ser ascendido, completamente leal.
«Nuestro Sublime Emperador Padishah…»
Si la gente de aquella decadente ciudad de guarnición hubiera podido conocer la nota privada enviada por el Emperador a su «Noble Duque», y las despectivas alusiones a los velados hombres y mujeres: «…¿pero qué otra cosa se puede esperar de unos bárbaros cuyo más anhelado deseo es vivir fuera de la ordenada seguridad de las faufreluches?»
El Duque sintió en aquel momento que su más anhelado deseo hubiera sido terminar de una vez por todas con las distinciones de clase y acabar con aquel mortal orden de cosas. Levantó los ojos del polvo y miró a las inmutables estrellas, pensando: Alrededor de una de esas pequeñas lucecitas gira Caladan… pero ya nunca más volveré a ver mi hogar. La nostalgia por Caladan despertó un repentino dolor en su pecho. Sintió que no nacía de él, sino que fluía del propio Caladan. No conseguía hacerse a la idea de que aquel polvoriento desierto de Arrakis era ahora su hogar, y dudaba que lo consiguiera alguna vez.