Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—¡Alguna ocupación! ¿Qué es lo que ocupa la mayor parte de mi tiempo, Wellington?

Soy la secretaria del Duque… tengo tanto trabajo que cada día aprendo nuevas cosas que temer… cosas que él ni siquiera sospecha que yo sepa. —Apretó los labios, hablando muy bajo—: A veces me pregunto cómo influyó mi adiestramiento Bene Gesserit en su elección de mí.

—¿Qué queréis decir? —se sentía impresionado por su tono cínico, por aquella amargura que nunca antes había descubierto en ella.

—¿No habéis pensado nunca, Wellington —dijo Jessica—, que una secretaria atada por el amor es mucho más segura?

—Este es un pensamiento injusto, Jessica.

El reproche había surgido espontáneamente de sus labios. No existía la menor duda acerca de los sentimientos del Duque hacia su concubina. Bastaba observarle cuando la seguía con los ojos.

Ella suspiró.

Y apretó de nuevo los brazos contra su pecho, notando el contacto del crys y su funda contra su carne y pensando en la obra aún no terminada que representaba.

—Muy pronto se derramará sangre —dijo—. Los Harkonnen no se detendrán hasta que sean exterminados o mi Duque destruido. El Barón no puede olvidar que Leto es sobrino de la sangre real (no importa en qué grado) mientras que los títulos de los Harkonnen no provienen más que de sus intereses en la CHOAM. Pero el auténtico veneno, instalado en lo más profundo de sus mentes, es el conocimiento de que fue un Atreides quien desterró a un Harkonnen por cobardía después de la Batalla de Corrin.

—Las viejas rencillas —murmuró Yueh. Y por un instante gustó el ácido sabor del odio. Las viejas rencillas le habían envuelto también a él en su trama, habían matado a su Wanna o —peor aún— la habían entregado a los Harkonnen para que la torturaran hasta que su esposo hubiera cumplido su tarea. Las antiguas rencillas le habían atrapado a él, y toda aquella gente que le rodeaba formaba también parte de aquella venenosa trampa. La ironía era que todo aquel odio mortal fuera a florecer allí, en Arrakis, única fuente en todo el universo de la melange, la prolongadora de vida, la droga de salud.

—¿En qué estáis pensando? —preguntó Jessica.

—Pienso que la especia vale actualmente seiscientos veinte mil solaris el decagramo, en el mercado libre. Es una riqueza que puede comprar tantas cosas.

—¿Os ha tocado la codicia, Wellington?

—La codicia, no.

—¿Qué, entonces?

Se alzó de hombros.

—La futilidad. —La miró—. ¿Recordáis vuestra primera toma de especia?

—Tenía sabor a canela.

—No tiene dos veces el mismo sabor —dijo el hombre—. Es como la vida… cada vez sabe a algo distinto. Algunos piensan que la especia produce una reacción de sabor agradable. El cuerpo, identificando que una cosa es buena para él, interpreta el sabor como agradable… ligeramente eufórico. Y, como la vida, no puede ser sintetizada.

—Creo que hubiera sido más juicioso para nosotros convertirnos en renegados, huir lo más lejos posible del Imperio —dijo ella.

El comprendió que Jessica no le había escuchado, y reflexionó sobre lo que acababa de decir, pensando: Sí… ¿por qué no le ha empujado a hacer esto? Virtualmente, ella puede empujarle a hacer cualquier cosa.

Habló rápidamente, porque aquello era verdad y cambiaba el tema:

—¿Me juzgaríais atrevido… Jessica, si os hiciera una pregunta personal?

Ella se apoyó en el alféizar de la ventana, presa de una inexplicable inquietud.

—Por supuesto que no. Vos sois… mi amigo.

—¿Por qué no habéis hecho que el Duque se casara con vos?

Se volvió bruscamente, la cabeza alta, la mirada llameante.

—¿Hacer que se casara conmigo? Pero…

—No debía haber hecho esta pregunta —dijo él.

—No. —Ella se alzó de hombros—. Hay una buena razón política.. — Mientras mi Duque permanezca soltero, algunas de las Grandes Casas pueden esperar una alianza. Y… —suspiró— …motivando a la gente, forzando a alguien a hacer algo, una se crea una actitud cínica hacia la humanidad. Degrada cualquier cosa que toques. Si yo le hubiera empujado a ello… en realidad no hubiera sido él quien lo hubiera hecho.

—Eso es algo que mi Wanna hubiera podido decir —murmuró Yueh. Y esto también era verdad. Llevó una mano a su boca y tragó convulsivamente. Nunca había estado tan cerca de hablar, de confesar su secreto papel.

Jessica habló, rompiendo aquel instante.

—Además, Wellington, el Duque es realmente dos hombres. A uno le amo muchísimo. Es encantador, ingenioso, considerado… tierno… todas las cosas que una mujer puede desear. Pero el otro hombres es… frío, insensible, exigente, egoísta… tan duro y cruel como el viento del invierno. Ese es él hombre que fue formado por su padre —su rostro se contrajo—. ¡Si al menos ese viejo hubiera muerto cuando nació mi Duque!

En el silencio que se hizo entre ellos se oyó el cliqueteo de la persiana bajo la acción de la brisa de un ventilador.

Tras un instante, Jessica inspiró profundamente y dijo:

—Leto tiene razón… esas habitaciones son más acogedoras que las de las otras secciones de la casa. —Se volvió, recorriendo la estancia con la mirada—. Si queréis excusarme, Wellington, me gustaría echar otra ojeada a toda esta ala antes de asignar los apartamentos.

—Por supuesto —asintió Yueh. Y pensó: Si al menos existiera un medio de no tener que cumplir mi tarea.

Jessica dejó caer los brazos, se dirigió hacia la puerta que conducía al vestíbulo y se detuvo un momento, vacilante, en el umbral. Durante todo el tiempo que hemos estado hablando ha estado ocultándome algo, pensó. Sin duda para no herir mis sentimientos. Es un buen hombre. Vaciló de nuevo, dudando si girarse para confrontar a Yueh e intentar extraerle su secreto. Pero esto podría avergonzarle, le asustaría saber lo fácil que es leer en él. Debo confiar un poco más en mis amigos.

CAPÍTULO IX

Muchos han hecho notar la rapidez con que Muad’Dib aprendió las necesidades de Arrakis. Las Bene Gesserit, por supuesto, conocen los fundamentos de esta rapidez. Para los demás, diremos que Muad’Dib aprendió rápidamente porque la primera enseñanza que recibió fue la certeza básica de que podía aprender. Es horrible pensar cómo tanta gente cree que no puede aprender, y cómo más gente aún cree que el aprender es difícil. Muad’Dib sabía que cada experiencia lleva en sí misma su lección.

De «La humanidad de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

Paul, en su cama, fingía dormir. Le había sido fácil ocultar el somnífero del doctor Yueh, haciendo como que se lo tragaba. Paul contuvo una risita. Incluso su madre había creído que dormía. Había sentido deseos de levantarse y pedirle permiso para explorar la casa, pero sabía que no se lo habría concedido. Las cosas estaban aún demasiado inseguras. No. Había otro sistema mejor.

Si salgo de aquí sin haber pedido permiso, no habré desobedecido ninguna orden. Y permaneceré dentro de la casa, donde estoy seguro.

Oyó a su madre y a Yueh hablando en la otra habitación. Sus palabras eran indistintas… algo acerca de la especia… los Harkonnen. La conversación crecía y disminuía en intensidad.

La atención de Paul se dirigió a la tallada cabecera de la cama: una cabecera falsa fijada a la pared y que ocultaba los controles de la estancia. Era un pez volador tallado en madera, con oscuras olas bajo él. Paul sabía que, apretando el único ojo visible del pez, accionaba las lámparas a suspensor de la habitación. Una de las olas, al ser girada, controlaba la ventilación. Otra regulaba la temperatura.

Suavemente, Paul se sentó en la cama. Una alta librería ocupaba la pared de su izquierda. Haciéndola girar sobre uno de sus lados, revelaba un pequeño cuarto trastero con cajones en uno de sus lados. La manija de la puerta que se abría al exterior tenía la forma de la palanca de mandos de un ornitóptero.

La habitación parecía haber sido concebida para seducirle.

La habitación y aquel planeta.

Pensó en el librofilm que le había mostrado Yueh… «Arrakis: la Estación Botánica Experimental del Desierto de Su Majestad Imperial.» Era un viejo librofilm, anterior al descubrimiento de la especia. Un enjambre de nombres revoloteó por la mente de Paul, cada uno de ellos con su fotografía gracias a los impulsos mnemotécnicos del libro: saguaro, arbusto burro, palmera datilera, verbena de arena, prímula del atardecer, cactus barril, arbusto de incienso, árbol de humo, arbusto creosota… zorro mimético, halcón del desierto, ratón canguro…

Nombres e imágenes, nombres e imágenes surgidos del pasado terrestre del hombre… y muchos de los cuales no podían encontrarse en ningún lugar del universo excepto en Arrakis.

Y tantas cosas nuevas que aprender acerca de… la especia.

Y los gusanos de arena.

Una puerta se cerró en la otra habitación. Paul oyó los pasos de su madre alejándose hacia el vestíbulo. Sabía que el doctor Yueh habría encontrado algo para leer y permanecía en la estancia.

Ahora era el momento de explorar.

Paul se deslizó fuera de la cama, dirigiéndose hacia la librería que se abría al cuarto trastero. Se detuvo y se volvió al oír un ruido detrás de él. La tallada cabecera de la cama se inclinó hacia adelante. Paul permaneció inmóvil, y esta inmovilidad le salvó la vida. Del interior del cabezal se deslizó un pequeño cazador-buscador de no más de cinco centímetros de largo. Paul lo reconoció inmediatamente… era un arma asesina que todo niño de sangre real aprendía a conocer desde su más tierna edad. Era una peligrosa y fina aguja de metal, dirigida por un ojo y una mano que se hallaban en las inmediaciones. Se clavaba en la carne viva y luego se abría camino a lo largo del sistema nervioso hasta el órgano vital más próximo.

El buscador se alzó, giró atravesando la estancia, y regresó a su punto de origen. Por la mente de Paul pasaron en un relámpago sus conocimientos acerca de las limitaciones del cazador-buscador: el débil campo de suspensión distorsionaba la visión del ojo transmisor. Sin otra fuente luminosa que la luz ambiente, el operador debía confiar en el movimiento y atacar a todo lo que se moviese. El escudo estaba en la cama. Una pistola láser podría abatirlo, pero eran armas caras y delicadas que necesitaban un mantenimiento constante, y si tropezaban con un escudo activado existía el peligro de una explosión pirotécnica. Los Atreides confiaban en sus escudos corporales y en su habilidad.

Ahora Paul se había sumido en una inmovilidad catatónica, sabiendo que disponía tan sólo de su habilidad para afrontar el peligro.

El cazador-buscador se elevó otro medio metro. Continuaba oscilando en la trama de sombras y claridad de la ventana, sondeando la estancia.

Debo apoderarme de él, pensó Paul. Pero el campo suspensor lo hará resbaladizo. Debo sujetarlo muy fuerte.

El objeto volvió a descender medio metro, giró a su izquierda y dio la vuelta a la cama. Producía un débil zumbido.

¿Quién lo está operando?, se dijo Paul. Es alguien que está cerca de aquí. Podría llamar a Yueh, pero sería atacado apenas abriera la puerta.

La puerta exterior, a espaldas de Paul, resonó. Se oyó una ligera llamada. La puerta se abrió.

El cazador-buscador pasó rozando casi su cabeza y avanzó hacia el movimiento. La mano derecha de Paul saltó instantáneamente, aferrando el mortal objeto. Este zumbó y se retorció en su mano, pero sus músculos estaban contraídos desesperadamente. Con un violento giro, golpeó la punta del objeto contra el metal de la puerta. Notó cómo el ojo se rompía entre sus dedos, y el buscador murió en su mano. Pero siguió sujetándolo fuertemente.

Paul levantó los ojos y se encontró con la mirada impávida y totalmente azul de la Shadout Mapes.

—Vuestro padre me ha enviado a buscaros —dijo ella—. Hay un grupo de hombres esperando en el vestíbulo para escoltaros.

Paul asintió, con sus ojos y toda su atención centrada en aquella extraña mujer vestida con las informes ropas de los siervos. Estaba mirando el objeto que él apretaba en su mano.

—He oído hablar de ello —dijo—. Me hubiera matado, ¿no es así?

Paul tragó saliva antes de poder hablar.

—Yo… yo era el blanco.

—Pero venía hacia mí.

—Porque te movías —y se preguntó: ¿Quién es esa criatura?

—Entonces, habéis salvado mi vida —dijo ella.

—He salvado nuestras dos vidas.

—Hubiérais podido dejar que me atacase y huir —dijo ella.

—¿Quién eres? —preguntó él.

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