—Conozco las Cosas Oscuras y los caminos de la Gran Madre —dijo Jessica. Leyó, en el aspecto de Mapes, en cada uno de sus gestos, los más obvios signos reveladores—. Miseces prejia —dijo, en lengua chakobsa—. ¡Andal t’re pera! Trada cik buscakri miseces perakri…
Mapes dio un paso atrás, dispuesta a huir.
—Sé muchas cosas —dijo Jessica—. Sé que has engendrado hijos, que has perdido a seres queridos, que te has ocultado por miedo y que has cometido violencia y que volverás a cometer más violencia. Sé muchas cosas.
—No quería ofenderos, mi Dama —dijo Mapes en voz muy baja.
—Hablas de la leyenda y buscas respuestas —dijo Jessica—. Guárdate de las respuestas que puedas encontrar. Sé que has venido aquí preparada para la violencia, con un arma en tu corpiño.
—Mi Dama, yo…
—Existe una remota posibilidad de que consigas derramar la sangre de mi vida —dijo Jessica—, pero si lo hicieras causarías más daño del que te puedas imaginar en tus más locos terrores. Hay cosas peores que la muerte, tú lo sabes… incluso para todo un pueblo.
—¡Mi Dama! —imploró Mapes. Parecía a punto de caer de rodillas—. Esta arma es un regalo para vos si podéis probar que sois Ella.
—Y el instrumento de mi muerte si no puedo probarlo —dijo Jessica. Esperó, en la aparente calma que hacía a las Bene Gesserit tan terribles en el combate. Ahora veremos hacia dónde se inclina la decisión, pensó.
Lentamente, Mapes metió la mano por el cuello de su vestido y sacó una oscura funda. Una negra empuñadura, profundamente grabada para hacer segura la sujeción, emergía de ella. Tomó la funda con una mano y la empuñadura con la otra, y con un rápido movimiento extrajo una hoja de un color blanco lechoso. La blandió por encima de su cabeza y la hoja pareció brillar con luz propia. Era de doble filo, como un kindjal, y la hoja tendría unos veinte centímetros de largo.
—¿Conocéis esto, mi Dama? —preguntó Mapes.
No podía ser otra cosa, se dijo Jessica, que el fabuloso cuchillo crys de Arrakis, la hoja que nunca había salido de aquel planeta y que en otras partes sólo era un rumor y un misterio.
—Es un crys —dijo.
—No lo pronunciéis con ligereza —dijo Mapes—. ¿Sabéis el significado de este nombre?
Y Jessica pensó: Esta es una pregunta de doble filo. Aquí está la razón por la cual esta Fremen ha querido servir conmigo, tenía que hacerme esta pregunta. Mi respuesta puede precipitar la violencia o… ¿qué? Exige una respuesta de mi parte: el significado de este cuchillo. La llaman la Shadout en lengua chakobsa, el cuchillo es el «hacedor de muerte». Se está impacientando. Tengo que responder ya. Retardar la respuesta es tan peligroso como una respuesta falsa.
—Es un hacedor… —dijo.
—¡Aiiiieeeeeee! —gritó Mapes. Era un sonido de dolor y de alivio. Temblaba tan violentamente que la hoja del cuchillo creaba reflejos por toda la estancia. Jessica esperaba, inmóvil. Iba a decir que el cuchillo era un hacedor de muerte y a añadir la antigua palabra, pero ahora todos los sentidos la advertían, con la intensidad de su adiestramiento capaz de revelar el significado del menor estremecimiento muscular. La palabra clave era… hacedor.
¿Hacedor? Hacedor.
Sin embargo, Mapes empuñaba el cuchillo como si estuviera dispuesta a usarlo.
—¿Cómo has podido pensar —dijo Jessica— que yo, conociendo los misterios de la Gran Madre, no iba a conocer el Hacedor?
Mapes bajó el cuchillo.
—Mi Dama, cuando uno ha vivido tanto tiempo con la profecía, el momento de la revelación es un shock.
Jessica pensó en la profecía… el Shari-a y toda la panoplia propheticus; una Bene Gesserit de la Missionaria Protectiva había sido enviada allí muchos siglos antes; había muerto hacía ya mucho, no cabía ninguna duda de ello, pero había cumplido sus propósitos: las leyendas protectoras sólidamente implantadas en aquel pueblo para el día en que una Bene Gesserit tuviera necesidad de ellas.
Bien, el día había llegado.
Mapes volvió el cuchillo a su funda y dijo:
—Esta es una hoja inestable, mi Dama. Llevadla siempre con vos. Si permanece más de una semana lejos de la carne, empezará a desintegrarse. Es un diente de shai-hulud, permanecerá con vos durante todo el tiempo que dure vuestra vida. Jessica tendió su mano derecha y se arriesgó a decir:
—Mapes, has devuelto la hoja a su funda sin que estuviera marcada por la sangre. Con una ahogada exclamación, Mapes puso el enfundado cuchillo en la mano de Jessica y desgarró su corpiño, diciendo:
—¡Tomad el agua de mi vida!
Jessica extrajo la hoja de su funda. ¡Cómo relucía! La apuntó directamente hacia Mapes, y vio en sus ojos un pánico más grande que la muerte.
¿Un veneno en la punta?, se preguntó Jessica. Alzó la hoja, trazando un delicado arañazo en el seno izquierdo de Mapes con el lado de la hoja. Surgieron unas pocas gotas de sangre que se detuvieron casi inmediatamente. Coagulación ultrarrápida, pensó Jessica. ¿Una mutación para conservar la humedad del cuerpo?
Metió de nuevo la hoja en su funda y dijo:
—Abotona tu vestido, Mapes.
Mapes obedeció, temblando. Sus ojos sin blanco miraban fijamente a Jessica.
—Vos sois de los nuestros —murmuró—. Vos sois Ella.
En la entrada se oyó de nuevo el ruido de descargar bultos. Mapes tomó el cuchillo envainado y lo deslizó en el corpiño de Jessica.
—¡Cualquiera que vea esa hoja debe ser purificado o muerto! —gruñó—. ¡Vos lo sabéis, mi Dama!
Acabo de saberlo ahora, pensó Jessica.
Los descargadores, allá afuera, se marcharon sin pasar por la Gran Sala. Mapes recuperó su compostura y dijo:
—Aquel que es impuro y ha visto un crys no puede abandonar vivo Arrakis. No olvidéis esto, mi Dama. Os ha sido confiado un crys —hizo una profunda inspiración—. Ahora las cosas deben seguir su curso. No se puede apresurar nada. —Paseó su mirada por las cajas y paquetes apilados a su alrededor—. Y aquí hay mucho trabajo para dejar pasar el tiempo.
Jessica vaciló. «Las cosas deben seguir su curso». Una frase típica que prove nía directamente de las reservas de conjuros de la Missionaria Protectiva… La venida de la Reverenda Madre que os liberará.
Pero yo no soy una Reverenda Madre, pensó Jessica. Y luego: ¡Gran Madre! ¡Este mundo debe ser horrible para que hayamos tenido que implantar esto!
—¿Qué es lo primero que deseáis que haga, mi Dama? —dijo Mapes con voz tranquila.
El instinto empujó a Jessica a responder, con el mismo tono casual.
—La pintura del Viejo Duque, ésta, debe ser colocada en una de las paredes del comedor. La cabeza del toro en la pared opuesta.
Mapes se acercó a la cabeza del toro.
—Debía ser un animal enorme para tener una cabeza tan grande —dijo. Se inclinó sobre ella—. ¿Debo limpiarla primero, mi Dama?
—No.
—Pero la suciedad se ha incrustado en los cuernos.
—No es suciedad, Mapes. Es la sangre del padre de nuestro Duque. Esos cuernos fueron tratados con un fijador transparente pocas horas después de que este animal matara al Viejo Duque.
Mapes se irguió.
—¿Eh? —dijo.
—Es tan sólo sangre —dijo Jessica—. Sangre muy antigua. Busca a alguien que te ayude a colgar esto. Esas malditas cosas son pesadas.
—¿Creéis que un poco de sangre me impresiona? —preguntó Mapes—. Vengo del desierto, y he visto sangre en abundancia.
—Sí… estoy convencida de ello —dijo Jessica.
—Y, a veces, esa sangre era la mía —dijo Mapes—. Mucha más sangre de la que me ha producido vuestra rozadura.
—¿Hubieras preferido que cortara más profundamente?
—¡Oh, no! El agua del cuerpo es ya escasa, y no hay necesidad de malgastarla esparciéndola por el aire. Habéis actuado correctamente.
Y Jessica, a través de las palabras y el modo de decirlas, captó las profundas implicaciones de aquella frase, «el agua del cuerpo». Sintió de nuevo la sensación opresiva de la importancia del agua en Arrakis.
—¿En qué lado del comedor debo colgar estas hermosas cosas, mi Dama? —preguntó Mapes.
Siempre práctica, esta Mapes, pensó Jessica. Dijo:
—Usa tu buen juicio, Mapes. Realmente, no tiene importancia.
—Como deseéis, mi Dama. —Mapes se inclinó y comenzó a liberar la cabeza de los restos del embalaje—. ¿Así que mató a un viejo duque, decís? —murmuró suavemente.
—¿Llamo a alguien para ayudarte? —preguntó Jessica.
—Me las arreglaré yo sola, mi Dama.
Sí, se las arreglará, pensó Jessica. Eso es algo que realmente posee esa Fremen: la voluntad de acabar lo que emprende.
Jessica sintió el frío contacto del crys en su corpiño, y pensó en la larga cadena de intrigas Bene Gesserit, y en el nuevo eslabón que acababa de forjarse allí. Gracias a aquella cadena, había conseguido sobrevivir a una crisis mortal. «No se puede apresurar nada», había dicho Mapes. Y sin embargo, la prisa dominaba aquel lugar, llenando a Jessica de aprensión. Y ni siquiera todos los preparativos de la Missionaria Protectiva, ni siquiera las minuciosas inspecciones hechas por Hawat en aquel enorme cúmulo de piedras que era el castillo, habían conseguido disipar sus oscuros presagios.
—Cuando hayas terminado con esto, empieza a desempaquetar los bultos —dijo Jessica—. Uno de los descargadores está en la entrada principal con todas las llaves, y te dirá dónde hay que meter cada cosa. Haz que te dé las llaves y la lista. Si tienes que hacerme alguna consulta, estaré en el ala sur.
—Como vos deseéis, mi Dama.
Jessica se alejó, pensando: Hawat habrá juzgado esta residencia como segura, pero hay algo amenazador en este lugar. Lo presiento.
Una urgente necesidad de ver a su hijo invadió a Jessica. Se dirigió hacia la gran entrada abovedada que se abría al pasillo que conducía al comedor y a las habitaciones familiares. Andaba más y más aprisa, hasta que finalmente casi corría. Detrás de ella, Mapes hizo una breve pausa en su tarea de terminar de desembalar la cabeza del toro, y miró la silueta que se alejaba.
—Es Ella, no hay duda —murmuró—. Pobrecilla.
CAPÍTULO VIII
«¡Yueh!¡Yueh!¡Yueh!», dice el refrán. «¡Un millón de muertes no serían bastantes para Yueh!»
De «Historia de Muad’Dib para niños», por la Princesa Irulan.
La puerta estaba entrecerrada, y Jessica la abrió, penetrando en una estancia de paredes amarillas. A su izquierda había un diván bajo de piel negra y dos librerías vacías; una calabaza para agua pendía, vacía y con sus abombados lados llenos de polvo. A su derecha, flanqueando otra puerta, otras dos librerías vacías, un escritorio traído de Caladan y tres sillas. Junto a la ventana, directamente frente a ella, el doctor Yueh, dándole la espalda, parecía concentrar su atención en el mundo exterior. Jessica dio otro silencioso paso dentro de la habitación.
Observó que la chaqueta del doctor estaba arrugada, y que tenía marcas blancas a la altura de su codo izquierdo, como si se hubiera apoyado contra tiza. Visto así, de espaldas, parecía un esqueleto desprovisto de carne, envuelto en ropas negras demasiado amplias, una marioneta esperando moverse bajo las órdenes de un invisible marionetista. Sólo la cabeza parecía viva, con los largos cabellos color ébano, sujetos por el anillo de plata de la Escuela Suk, cayéndole sobre los hombros y agitándose ligeramente cuando se inclinaba para seguir mejor algún movimiento del exterior. Jessica miró nuevamente la estancia sin ver ninguna señal de su hijo, pero sabía que la puerta cerrada de la derecha conducía a otra estancia más pequeña por la cual Paul había mostrado su preferencia.
—Buenas tardes, doctor Yueh —dijo—. ¿Dónde está Paul?
El hombre inclinó la cabeza como respondiendo a alguien allá afuera, y contestó con voz ausente, sin volverse:
—Vuestro hijo estaba cansado, Jessica. Le he enviado a la otra estancia, a descansar. Se irguió bruscamente y se volvió, con el bigote cayendo sobre sus empurpurados labios.
—¡Perdonadme, mi Dama! Mis pensamientos estaban lejos de aquí… yo… no pretendía hablaros de modo tan familiar.
Ella sonrió, levantando su mano derecha. Por un instante temió que el hombre se arrodillase.
—Wellington, por favor.
—Usar vuestro nombre así… yo…
—Hace seis años que nos conocemos —dijo Jessica—. Tendríamos que haber roto las formalidades hace ya mucho… al menos en privado.
Yueh aventuró una débil sonrisa, pensando: Creo que ha resultado. Ahora pensará que lo poco usual de mi modo de comportarme es debido al azaramiento. No buscará razones más profundas, puesto que ya tiene la respuesta.