Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Después concentró su atención en Brutha.

Había un infierno para los blasfemos. Había un infierno para quienes se oponían a la autoridad legítimamente constituida. Había toda una serie de infiernos para los mentirosos. Probablemente había un infierno para los niños que deseaban que sus abuelas estuvieran muertas. Había infiernos más que suficientes.

Esta era la definición de eternidad: el espacio de tiempo concebido por el Gran Dios Om para asegurar que todos recibieran el castigo que merecían.

Los omnianos tenían muchísimos infiernos.

En aquel momento, Brutha estaba pasando por todos ellos.

El hermano Nhumrod y el hermano Vorbis lo miraban mientras Brutha se revolvía en su catre como una ballena embarrancada.

—Es el sol —dijo Nhumrod, casi calmado una vez superada la conmoción inicial de que el exquisidor hubiera ido en su busca—. El pobre chico se pasa el día entero trabajando en ese huerto. Tenía que ocurrir.

—¿Habéis probado a pegarle? —preguntó el hermano Vorbis.

—Lamento decir que pegar al joven Brutha es como tratar de azotar un colchón —dijo Nhumrod —. Dice «¡Ay!», pero creo que sólo porque sabe que eso es lo que se espera de él. Brutha tiene muy buena disposición. Es el muchacho del que os he hablado.

—No parece muy espabilado —dijo Vorbis.

—No lo es —dijo Nhumrod.

Vorbis asintió aprobadoramente. La inteligencia indebida en un novicio tenía su parte buena y su parte mala. A veces podía ser canalizada para mayor gloria de Om, pero a menudo causaba… Bueno, no es que causara problemas, porque Vorbis sabía muy bien qué había que hacer con la inteligencia mal aplicada, pero sí que daba un trabajo innecesario.

—Y sin embargo me decís que sus preceptores lo tienen muy bien conceptuado —dijo.

Nhumrod se encogió de hombros.

—Es muy obediente —dijo —. Y… bueno, está su memoria.

—¿Qué pasa con su memoria?

—Pasa que hay muchísima —dijo Nhumrod.

—¿Tiene buena memoria?

—Decir que tiene buena memoria sería quedarse muy corto. Su memoria es soberbia. Se sabe a la perfección todo el Sept…

—¿Hmmmm? —dijo Vorbis.

Nhumrod se dio cuenta de cómo lo estaba mirando el diácono.

—Tan a la perfección como es posible llegar a saber algo en este mundo tan imperfecto —murmuró.

—Un joven aficionado a las lecturas devotas —dijo Vorbis.

—Esto… Pues no —dijo Nhumrod —. No sabe leer. Ni escribir.

—Ah. Un vago.

El diácono no era hombre que perdiera el tiempo con las zonas grises. La boca de Nhumrod se abrió y se cerró mientras buscaba las palabras apropiadas.

—No —dijo —. Brutha lo intenta. Estamos seguros de que lo intenta. Es sólo que no parece ser capaz de distinguir… Bien, el caso es que no consigue entender la relación existente entre los sonidos y las letras.

—¿Le habéis pegado por eso, al menos?

—No parece surtir mucho efecto, diácono.

—¿Y entonces cómo es que ha llegado a ser un pupilo tan capaz?

—Escuchando —dijo Nhumrod.

Nadie escuchaba como Brutha, pensó. Eso volvía muy difícil enseñarle. Era como… como estar dentro de una enorme caverna. Todas tus palabras se desvanecían en aquellas profundidades imposibles de llenar que había dentro de la cabeza de Brutha. Su concentrado ensimismamiento podía reducir a los preceptores desprevenidos a un silencio balbuceante, a medida que cada palabra que articulaban sus labios se precipitaba en los oídos de Brutha.

—Lo escucha todo —dijo Nhumrod —. Y lo observa todo. Se lo va guardando todo.

Vorbis miró a Brutha.

—Y nunca le he oído decir una palabra más alta que otra —prosiguió Nhumrod —. A veces los otros novicios se burlan de él. Lo llaman El Gran Buey Tonto. Sabéis a qué me refiero, ¿verdad?

La mirada de Vorbis recorrió las manos como jamones y las piernas como troncos de árbol de Brutha.

Después pareció sumirse en profundas reflexiones.

—No sabe leer ni escribir —dijo finalmente —. Pero decís que es en extremo leal, ¿no?

—Leal y devoto —dijo Nhumrod.

—Y dotado de una buena memoria —murmuró Vorbis.

—Es algo más que eso —dijo Nhumrod—. Lo suyo no se parece en nada a la memoria.

Vorbis pareció llegar a una decisión.

—Que venga a verme en cuanto se haya recuperado —dijo. Nhumrod puso cara de horror.

—Sólo deseo hablar con él —dijo Vorbis —. Quizá pueda serme de utilidad.

—¿Sí, mi señor?

—Porque sospecho que el Gran Dios Om obra de maneras misteriosas.

En las alturas. Ningún sonido salvo el siseo del viento en las plumas.

El águila flotaba en la brisa y observaba los edificios de juguete de la Ciudadela.

Había caído en algún lugar de allí, y ahora no conseguía encontrarla. En algún lugar de allí abajo, en aquel pequeño retazo de verde.

Las abejas zumbaban entre los brotes de las judías. Y el sol batía la concha invertida de Om.

También hay un infierno para las tortugas.

Om ya estaba demasiado cansado para agitar las patas. Eso era lo único que podías hacer, agitar las patas. Y estirar el cuello todo lo que pudieras y moverlo de un lado a otro con la esperanza de que pudieras usarlo como palanca para enderezarte.

Si no tenías creyentes morías, y generalmente eso era lo que preocupaba a un dios menor. Pero también morías si morías.

En la parte de su mente que no estaba muy ocupada pensando en el calor, Om podía sentir el terror y la perplejidad de Brutha. No hubiese debido hacerle aquello al chico. Por supuesto que no lo había estado observando. ¿Qué dios hacía tal cosa? ¿A quién le importaba lo que hiciera la gente? Lo importante era la fe. Om había sacado el recuerdo de la mente del chico para impresionarlo, igual que un prestidigitador que saca un huevo de la oreja de alguien.

Estoy panza arriba, y cada vez tengo más calor, y voy a morir…

Y con todo… con todo… aquella maldita águila lo había dejado caer encima de un montón de estiércol. Un poco juguetona aquella águila, ¿no? Todo un lugar construido con rocas encima de una roca en un paraje rocoso, y aterrizaba sobre la única cosa que interrumpiría su caída sin interrumpir al mismo tiempo el curso de su existencia. Y realmente cerca de un creyente.

Curioso, muy curioso. Hacía que te preguntaras si existiría alguna clase de providencia divina, salvo por el hecho de que tú eras la providencia divina… y estabas panza arriba, y cada vez tenías más y más calor, y te preparabas para morir…

Aquel hombre que lo había puesto panza arriba. La expresión que había en aquel rostro apacible. Om la recordaría. Esa expresión, no de crueldad, sino de algún otro nivel del ser. Aquella expresión de terrible paz…

Una sombra cruzó el sol. Om alzó su único ojo hacia el rostro de Lu-Tze, quien lo contempló con suave compasión invertida. Y después le dio la vuelta. Y luego cogió su escoba y se fue, sin mirar atrás.

Om se quedó muy quieto, conteniendo la respiración. Y después se sintió mucho más animado.

Ahí arriba hay alguien que me quiere, pensó. Y da la casualidad de que ese alguien soy Yo.

El sargento Simonía no desplegó su tira de papel hasta haber vuelto a su alojamiento.

No le sorprendió encontrarse con el dibujito de una tortuga. Era el afortunado.

Había vivido para un momento como aquel. Alguien tenía que traer al escritor de la Verdad, para que fuese un símbolo para el movimiento. Y tendría que ser él. La única pega era que no podría matar a Vorbis.

Pero eso tenía que ocurrir allí donde pudiera ser visto.

Un día. Delante del Templo. Porque de otra manera nadie lo creería.

Om avanzaba por un pasillo arenoso.

Después de la desaparición de Brutha había estado remoloneando durante un rato. Remolonear es otra de las cosas que se les dan muy bien a las tortugas. Prácticamente son campeonas mundiales en eso.

Aquel condenado muchacho no daba una a derechas, pensó. Le estaba bien empleado por tratar de hablarle a un novicio que apenas sabía expresarse.

Aquel anciano tan flaco no había podido oírlo, por supuesto. Ni el chef. Bueno, el viejo probablemente estaba sordo. En cuanto al cocinero… Om tomó nota de que, cuando hubiera recuperado todos sus poderes divinos, a aquel cocinero le esperaría un destino especial. Om todavía no estaba muy seguro de en qué iba a consistir exactamente, pero tendría algo que ver con el agua hirviente y cabía esperar que en un momento u otro también hubiese zanahorias.

Saboreó la idea unos instantes. Pero ¿dónde lo dejaba eso? En aquel maldito huerto, como una tortuga. Om sabía cómo había llegado allí —contempló con un sordo terror aquel puntito en el cielo que el ojo de la memoria sabía era un águila— y más valía que fuera encontrando una salida de carácter más terrestre a menos que quisiera pasar el próximo mes escondiéndose debajo de las hojas de un melón.

Otro pensamiento le pasó por la cabeza. ¡Muy sabrosas! Cuando volviera a tener todo su poder, Om dedicaría bastante tiempo a diseñar unos cuantos infiernos nuevos. Y un par de Preceptos nuevos, también. No comerás la Carne de la Tortuga. Ese estaba bien. Le sorprendió que no se le hubiera ocurrido antes. Perspectiva, esa era la clave.

Y si se le hubiera ocurrido uno como Te Asegurarás De Recoger A Cualquier Tortuga En Apuros Y La Llevarás Allí Donde Ella Quiera Ir, Y Esto Es Importante, Eres Un Águila unos cuantos años antes, ahora no estaría metido en semejante lío.

Bueno, a lo hecho pecho. Tendría que dar con el cenobiarca. Alguien como un sumo sacerdote tendría que ser capaz de oírle.

Y estaría en alguna parte de este sitio. Los sumos sacerdotes tendían a no moverse mucho. El cenobiarca debería ser fácil de localizar. Y si bien actualmente podía ser una tortuga, Om seguía siendo un dios. No podía ser muy difícil, ¿verdad? Tendría que subir. Una jerarquía significaba precisamente eso. Localizabas al que estaba arriba de todo subiendo.

Bamboleándose un poco y con su concha meciéndose de un lado a otro, el antiguo Gran Dios Om se dispuso a explorar la Ciudadela erigida a su mayor gloria.

Y aunque trataba de no fijarse demasiado, no pudo evitar darse cuenta de que las cosas habían cambiado mucho en tres mil años.

—¿Yo? —dijo Brutha—. Pero, pero…

—No creo que tenga intención de castigarte —dijo Nhumrod —. Aunque el castigo es lo que te tienes más que merecido, por supuesto. Todos nos lo tenemos más que merecido —añadió piadosamente.

—Pero ¿por qué?

—¿… por qué? Dijo que sólo quería hablar contigo.

—¡Pero es que un exquisidor no puede querer oír nada de lo que yo tenga que decir! —gimió Brutha.

—Estoy seguro de que no estarás cuestionando los deseos del diácono —dijo Nhumrod.

—No. No. Por supuesto que no —dijo Brutha. Agachó la cabeza.

—Buen chico —dijo Nhumrod, y le palmeó la espalda hasta allí donde podía llegar con la mano —. Y ahora vete. Estoy seguro de que todo irá bien. —Y luego, porque a él también le habían enseñado que siempre había que decir la verdad, añadió —: Probablemente.

Había pocos peldaños en la Ciudadela. El discurrir de las muchas procesiones que marcaban los complejos rituales del Gran Om exigía pendientes largas y suaves. Los peldaños que había eran lo bastante bajos para que pudieran ser salvados por hombres muy ancianos a los que les costaba bastante andar, y había muchos hombres así de ancianos en la Ciudadela.

La arena procedente del desierto entraba continuamente. Pequeñas dunas se iban acumulando en los escalones y en los patios, pese a todo lo que pudiera hacer un ejército de novicios armados con escobas.

Pero una tortuga cuenta con unas patas muy poco eficientes.

—Construirás Peldaños Todavía Más Bajos —siseó Om, izándose hasta lo alto de uno de ellos.

Muchos pies retumbaban juntos a él, pasando a escasos centímetros de distancia. Aquella era una de las principales rutas de la Ciudadela, ya que llevaba al Lugar de Lamentación, y cada día era hollada por millares de peregrinos.

En una o dos ocasiones una sandalia errante chocó con su concha y lo hizo girar locamente.

—¡Tus pies saldrán volando de tu cuerpo y serán enterrados en un hormiguero! —gritó Om.

Eso lo hizo sentirse un poquito mejor.

Otro pie chocó con él y lo hizo resbalar por las piedras. Om acabó chocando con una reja metálica curva colocada muy abajo en una pared. Sólo un veloz agarrarse con sus mandíbulas evitó que se deslizara entre los barrotes. Om acabó suspendido de la boca encima de un sótano.

Los músculos de la mandíbula de una tortuga son increíblemente fuertes. Om se meció un poco, agitando las patas. Muy bien. Una tortuga que vivía en un paisaje rocoso lleno de cañadas estaba acostumbrada a aquel tipo de cosas. Lo único que debía hacer era enganchar una pata en…

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