Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—Me he acordado de otra cosa —dijo Fri’it. Era un recuerdo solitario, perdido allí fuera con nada más que matorrales bajo un ciclo púrpura—. Allí el mar siempre está muy picado. Hay grandes olas, mucho más grandes que las del Mar del Círculo, comprendes, y los hombres van remando a pescar más allá de ellas. Sobre extrañas tablas de madera. Y cuando desean volver a la orilla, esperan a que venga una ola y entonces… se ponen de pie, encima de la ola, y esta los lleva hasta la playa.

—Prefiero la historia de las muchachas que bucean en el mar — dijo Drunah.

—A veces hay olas muy grandes —dijo Fri’it sin hacerle caso —. Nada las detendría. Pero si cabalgas sobre ellas, no te ahogas. Eso es algo que aprendí.

Drunah vio el brillo en sus ojos.

—Ah —dijo, asintiendo —. Cuán maravilloso es por parte del Gran Dios poner ejemplos tan instructivos en nuestro camino.

—El truco está en calcular la fuerza de la ola —dijo Fri’it —. Y cabalgarla.

—¿Y qué les ocurre a los que no saben calcularla?

—Se ahogan. A menudo. Algunas de las olas son muy grandes.

—Sí, esa suele ser la naturaleza de las olas. Comprendo.

El águila seguía describiendo círculos sobre el desierto. Si había entendido algo, no lo dejaba traslucir.

—Un hecho que no estaría de más recordar —dijo Drunah con súbita jovialidad —. Por si uno llega a encontrarse alguna vez en tierras paganas.

—Cierto.

Los diáconos cantaban los deberes de la hora desde las torres de oración repartidas por los contornos de la Ciudadela.

Brutha hubiese debido estar en clase. Pero los sacerdotes preceptores no eran demasiado estrictos con él.

Después de todo, Brutha podía recitar palabra por palabra cada Libro del Septateuco y se sabía de memoria todas las plegarias e himnos, gracias a su abuela. Probablemente daban por sentado que estaba siendo útil en alguna parte, haciendo útilmente algo que nadie más que ría hacer.

Brutha removía la tierra entre los bancales de judías para que estuvieran más ordenados. El Gran Dios Om, que actualmente era el pequeño dios Om, comía una hoja de lechuga.

Toda mi vida, pensó Brutha, he sabido que el Gran Dios Om — hizo el signo de los cuernos sagrados sin demasiado entusiasmo— era una… una gran barba en el cielo, o a veces, cuando baja al mundo, como un enorme toro o león o… algo grande, de todas maneras. Algo hacia lo que tienes que levantar la mirada.

Y de alguna manera una tortuga no es lo mismo. Lo estoy intentando, de veras… pero no es lo mismo. Y oírla hablar de los septarcas como si sólo hubieran sido unos… unos viejos chiflados… Es como un sueño.

La mariposa de la duda cobró forma dentro de las selvas del subconsciente de Brutha y movió un ala experimental, ignorante de lo que la teoría del caos tiene que decir acerca de esa clase de cosas.

—Ya me encuentro mucho mejor —dijo la tortuga—. Hacía meses que no me sentía tan bien.

—¿Meses? —dijo Brutha—. ¿Cuánto tiempo llevas… enfermo?

La tortuga puso la pata encima de una hoja.

—¿Qué día es hoy?

—El diez de gruñe —dijo Brutha.

—¿Sí? ¿De qué año?

—Esto… El de la Serpiente Nocional… ¿Qué quieres decir con qué año?

—Entonces… tres años —dijo la tortuga—. Una lechuga realmente magnífica. Y soy yo quien lo dice, ojo. En las colinas no encuentras lechugas. Un poco de llantén, algún que otro matorral espinoso. Hágase otra hoja.

Brutha arrancó una de la planta más próxima. Y mirad, pensó, se hizo otra hoja.

—¿E ibas a ser un toro? —preguntó.

—Abrí los ojos (mi ojo) y era una tortuga.

—¿Por qué?

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡No lo sé! —mintió la tortuga.

—Pero tú… tú eres omnicognosciente —dijo Brutha.

—Eso no significa que lo sepa todo.

Brutha se mordió el labio.

—Um. Sí. Es justo lo que significa.

—¿Estás seguro? —Sí.

—Creía que eso era omnipotente.

—No. Eso quiere decir que lo puedes todo. Y así es. Es lo que pone en el Libro de Ossory. Fue uno de los Grandes Profetas, ya sabes. Bueno, espero —añadió Brutha.

—¿Quién le dijo al tal Ossory que yo era omnipotente?

—Tú.

—No. Yo no se lo dije.

—Bueno, él dijo que se lo dijiste.

—Ni siquiera recuerdo a nadie que se llamara Ossory —masculló la tortuga.

—Le hablaste en el desierto —dijo Brutha—. Tienes que acordarte. ¿Metro noventa de estatura? ¿Con una barba muy larga? ¿Y un cayado enorme? ¿Y el resplandor de los cuernos sagrados emanando de su cabeza? —Titubeó. Pero había visto las estatuas y los iconos sagrados. No podían estar equivocados.

—Nunca he conocido a nadie así —dijo el pequeño dios Om.

—Puede que fuera un poquito más bajo —admitió Brutha.

—Ossory. Ossory —dijo la tortuga—. No… No puedo decir que…

—Dijo que le hablaste desde dentro de una columna de fuego —dijo Brutha.

—Oh, ese Ossory —dijo la tortuga—. Columna de fuego. Sí.

—Y le dictaste el Libro de Ossory —dijo Brutha—. El cual contiene las Indicaciones, las Puertas, las Abjuraciones y los Preceptos. Ciento noventa y tres capítulos.

—Me parece que no hice todo eso —dijo Om con voz dubitativa—. Estoy seguro de que me acordaría de ciento noventa y tres capítulos.

—¿Y entonces qué le dijiste?

—Que yo recuerde, le dije: «¡Eh, veré qué se puede hacer!» —dijo la tortuga.

Brutha la miró fijamente. Parecía sentirse un poco avergonzada, en la medida en que eso es posible para una tortuga.

—Incluso a los dioses les gusta descansar —dijo.

—¡Cientos de miles de personas viven según las Abjuraciones y los Preceptos! —rugió Brutha.

—¿Y? No se lo estoy impidiendo —dijo Om.

—Si tú no los dictaste, ¿quién lo hizo?

—A mí no me lo preguntes. ¡No soy omnicognosciente!

Brutha estaba temblando de ira.

—¿Y el profeta Abismo? Supongo que dio la casualidad de que alguien le entregó los Codicilos, ¿verdad?

—No era yo.

—¡Están escritos en tablas de plomo de tres metros de alto!

—Oh, bueno, en ese caso tuve que ser yo, ¿verdad? Siempre tengo una tonelada de tablas de plomo a mano por si me encuentro con alguien en el desierto, ¿verdad?

—¡Qué! Si no fuiste tú, ¿quién fue?

—No lo sé. ¿Por qué debería saberlo? ¡No puedo estar en todas partes a la vez!

—¡Eres omnipresente!

—¿Quién lo dice?

—¡El profeta Hashimi!

—¡No lo he visto en mi vida!

—¿Oh? ¿Oh? Entonces supongo que no le diste el Libro de la Creación, ¿verdad?

—¿Qué Libro de la Creación?

—¿Quieres decir que no lo sabes?

—¡No!

—¿Entonces quién se lo dio?

—¡No lo sé! ¡Quizá lo escribió él mismo!

Brutha se llevó la mano a la boca, horrorizado.

—¡Ezo é blafemia!

—¿Cómo dices?

Brutha bajó la mano.

—¡He dicho que eso es blasfemia!

—¿Blasfemia? ¿Cómo puedo blasfemar? ¡Soy un dios!

—¡No te creo!

—¡Ja! ¿Quieres otro rayo?

—¿A eso lo llamas rayo?

Brutha se había puesto rojo y estaba temblando. La tortuga inclinó la cabeza melancólicamente.

—De acuerdo. De acuerdo. No era gran cosa, lo admito —dijo—. Si me encontrara mejor, habrías quedado reducido a un par de sandalias de las que salía humo. —Parecía muy abatida—. No lo entiendo. Esto nunca me había ocurrido antes. Tenía intención de ser un gran toro blanco rugiente durante una semana, y acabo siendo una tortuga durante tres años. ¿Por qué? No lo sé, y eso que se supone que lo sé todo. Según esos profetas tuyos que dicen que se han encontrado conmigo, de todas maneras. ¿Sabes que nadie me había oído nunca? ¡He intentado hablar con pastores de cabras y similares, y ni se dieron cuenta! Estaba empezando a pensar que era una tortuga que soñaba con ser un dios. Así de mal estaban las cosas.

—Quizá lo seas —dijo Brutha.

—¡Que tus piernas se hinchen hasta parecer dos troncos! —chilló la tortuga.

—Pero… pero… —balbuceó Brutha—. Estás diciendo que los profetas sólo eran… ¡unos hombres que escribieron cosas!

—¡Eso es lo que fueron!

—¡Sí, pero no cosas que tú les dijiste!

—Puede que algunas sí que se las haya dicho —dijo la tortuga—. He olvidado tantas cosas durante los últimos años.

—Pero si has estado aquí abajo como una tortuga, ¿quién ha estado escuchando las plegarias? ¿Quién ha estado aceptando los sacrificios? ¿Quién ha estado juzgando a los muertos?

—No lo sé —dijo la tortuga—. ¿Quién lo hacía antes?

—¡Tú!

—¿Yo lo hacía?

Brutha se metió los dedos en los oídos y empezó a cantar la tercera estrofa de Mirad, los infieles huyen de la ira de Om.

Un par de minutos después la tortuga sacó la cabeza de la concha.

—Bueno —dijo—, y antes de que los incrédulos sean quemados… ¿les cantáis primero?

—¡No!

—Ah. Una muerte misericordiosa. ¿Puedo decir algo?

—Si intentas tentar mi fe una vez más…

La tortuga no dijo nada. Om rebuscó entre los borrosos restos de su memoria. Después arañó el polvo con una garra.

—Recuerdo… un día… de verano… cuando tenías trece años…

La vocecita reseca siguió hablando. La boca de Brutha formó una O que se fue agrandando lentamente.

—¿Cómo has sabido eso? —preguntó finalmente.

—Crees que el Gran Dios Om ve todo lo que haces, ¿verdad?

—Eres una tortuga, no puedes haber…

—Cuando casi tenías catorce años y tu abuela te había dado una paliza por robar nata de la despensa, cosa que en realidad no habías hecho, te encerró en tu habitación y entonces dijiste: «Ojalá estuvieras…»

Habrá una señal, pensó Vorbis. Siempre hay una señal para el hombre que las espera. Un hombre sabio siempre se pone en el camino de Dios.

Estaba dando un paseo por la Ciudadela. Cada día se paseaba por algunos de los niveles inferiores, aunque naturalmente nunca a la misma hora y siempre por una ruta distinta. Si Vorbis extraía algún placer de la vida, al menos de alguna manera que pudiera ser reconocida por un ser humano normal, era viendo las caras de los miembros más humildes del clero cuando estos doblaban una esquina y se encontraban cara-a-mentón con el diácono Vorbis de la Quisición. Siempre había esa pequeña aspiración de aire que indicaba una conciencia culpable. Las conciencias estaban para eso, por supuesto. La culpabilidad era la grasa sobre la que giraban los engranajes de la autoridad.

Vorbis dobló una esquina y vio, esbozado apresuradamente en la pared de enfrente, un óvalo con cuatro toscas patas y una cabeza y una cola todavía más toscas.

Sonrió. Últimamente parecía haber más. Que la herejía creciera, que saliera a la superficie como una pústula.

Vorbis sabía cómo había que manejar la lanceta.

Pero aquel par de segundos de reflexión hizo que pasara de largo por otra esquina y, en vez de doblar por ella, salió a la luz del sol.

Pese a todo su conocimiento de los recodos de la iglesia, por un momento Vorbis se sintió perdido. Aquel era uno de los huertos amurallados. Alrededor de un magnífico seto de alto y decorativo maíz klatchiano, los emparrados de las judías alzaban hacia el sol brotes rojos y blancos; entre las hileras de judías, los melones se iban cociendo poco a poco sobre el suelo polvoriento. De la manera normal, Vorbis hubiera percibido y aprobado aquel uso del espacio tan eficiente, pero de la manera normal nunca se habría encontrado ante un robusto novicio que se revolcaba en el polvo con los dedos metidos en los oídos.

Vorbis miró a Brutha. Después lo empujó suavemente con la punta de su sandalia.

—¿Qué te ocurre, hijo mío?

Brutha abrió los ojos.

No había muchos miembros superiores de la jerarquía a los que pudiera reconocer. Hasta el mismísimo cenobiarca era un puntito lejano entre la multitud. Pero todo el inundo reconocía a Vorbis el exquisidor. Había algo en él que se proyectaba dentro de tu consciencia a los pocos días de tu llegada a la Ciudadela. El Dios meramente debía ser temido a la manera un tanto distraída de aquello que se ha convertido en costumbre temer, pero Vorbis inspiraba auténtico horror.

Brutha se desmayó.

—Qué raro —dijo Vorbis.

Un siseo lo hizo darse la vuelta.

Había una pequeña tortuga cerca de su pie. Mientras Vorbis la observaba, la tortuga trató de retroceder sin apartar la mirada de él al tiempo que seguía silbando como una tetera.

Vorbis la cogió y la examinó minuciosamente, dándole vueltas entre sus manos. Acto seguido recorrió con la mirada el muro del jardín hasta que encontró un sitio donde estaba dando el sol y puso al reptil allí, panza arriba.

Después de pensárselo unos momentos, cogió un par de guijarros de uno de los bancales de hortalizas y los metió debajo de la concha para que los movimientos de la criatura no pudieran enderezarla.

Vorbis creía que ninguna ocasión de adquirir conocimiento esotérico debería ser pasada por alto, e hizo una anotación mental para regresar dentro de unas horas a ver cómo iban las cosas, si el trabajo se lo permitía.

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