Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Uno de los cocineros lo miró y arqueó una ceja.

—He de llevármela —farfulló Brutha, sacando la tortuga y sacudiéndola a modo de aclaración —. Ordenes del diácono.

El cocinero frunció el ceño y después se encogió de hombros. Los novicios estaban considerados por todo el mundo como la forma de vida más vil, pero las órdenes de la jerarquía debían ser obedecidas sin hacer preguntas, a menos que el que preguntaba quisiera tener que enfrentarse a preguntas mucho más importantes, como la de si es posible o no ir al cielo después de haber sido asado vivo.

Cuando estuvieron en el patio, Brutha se apoyó contra la pared y respiró hondo.

—¡Tus globos oculares se…! —comenzó a gritar la tortuga.

—Una palabra más y vuelves a la cesta —dijo Brutha.

La tortuga calló.

—Tal como están las cosas, seguro que me meteré en un buen lío por haber faltado a Religión Comparativa con el hermano Roncha —dijo Brutha—. Pero el Gran Dios ha tenido a bien hacerlo miope y probablemente el pobre hombre ni se enterará de que no estoy allí, sólo que si se da cuenta entonces tendré que decir lo que he hecho porque decirle mentiras a un hermano es un pecado, y el Gran Dios me mandará al infierno por un millón de años.

—Creo que en este caso podría mostrarme misericordioso — dijo la tortuga —. No te caerían más de mil años, y eso como máximo.

—Mi abuela me dijo que cuando muriese iría al infierno de todas maneras —dijo Brutha, sin hacerle caso —. Estar vivo es pecaminoso. Y es lógico, porque cuando estás vivo tienes que pecar cada día.

Miró a la tortuga.

—Sé que no eres el Gran Dios Om (cuernos sagrados), porque si yo tocara al Gran Dios Om (cuernos sagrados) las llamas consumirían mis manos. El Gran Dios nunca se convertiría en una tortuga, como dijo el hermano Nhumrod. Pero en el Libro del Profeta Cena se dice que cuando Cena estaba vagando por el desierto los espíritus del suelo y el aire le hablaron, así que me he preguntado si no serás uno de esos espíritus.

La tortuga lo miró con su único ojo sin decir nada. Luego habló.

—¿Un tipo alto? ¿Con mucha barba y ojos que le bailaban en las órbitas?

—¿Qué? —dijo Brutha.

—Me parece que me acuerdo de él —dijo la tortuga—. Los ojos se le movían cuando hablaba. Y siempre estaba hablando. Consigo mismo. Se daba mucho de narices con las rocas.

—Vagó por el desierto durante tres meses —dijo Brutha.

—Ah, entonces eso lo explica —dijo la tortuga —. Allí no hay mucho que comer aparte de hongos.

—Quizá seas un demonio —dijo Brutha—. El Septateuco nos prohíbe conversar con los demonios. Mas al resistirnos a ellos, dice el profeta Fruni, nuestra fe puede volverse más fuerte y…

—¡Mil abscesos abrasarán tus dientes!

—¿Cómo dices?

—¡Juro por mí que soy el Gran Dios Om, el más grande de todos los dioses!

Brutha golpeó suavemente el caparazón de la tortuga con los nudillos.

—Deja que te enseñe algo, demonio.

Si escuchaba con atención, podía sentir cómo crecía su fe.

Aquella no era la gran estatua de Om, pero era la que quedaba más cerca. Estaba ubicada en el nivel del pozo reservado para los prisioneros y los herejes. Y estaba hecha de planchas de hierro unidas mediante remaches.

Los pozos estaban desiertos salvo por un par de novicios que empujaban una carreta en la lejanía.

—Es un gran toro —dijo la tortuga.

—¡Es la imagen del Gran Dios Om en una de sus encarnaciones mundanas! —dijo Brutha orgullosamente —. ¿Y tú dices que eres él?

—Es que últimamente no me he encontrado demasiado bien — dijo la tortuga.

Su flaco cuello se estiró todavía más.

—Hay una puerta en su espalda —dijo —. ¿Por qué hay una puerta en su espalda?

—Para poder meter dentro a los que han pecado —dijo Brutha.

—¿Por qué hay otra en su tripa?

—Para que se puedan sacar las cenizas purificadas —dijo Brutha—. Y el humo sale de sus ollares, como una señal para los impíos.

La tortuga torció el cuello para contemplar las hileras de puertas aseguradas con barras. Después alzó el ojo hacia los muros cubiertos de hollín. Acto seguido lo bajó hacia la en ese momento vacía zanja para el fuego que había debajo del toro de hierro. Llegó a una conclusión. Su único ojo parpadeó.

—¿Personas? —dijo finalmente —. ¿Asáis personas dentro de él?

—¡Ahí lo tienes! —exclamó Brutha triunfalmente —. ¡Y de esta manera demuestras que no eres el Gran Dios Om! El sabría que por supuesto que no quemamos personas ahí dentro. ¿Quemar personas ahí dentro? ¡Eso sería inaudito!

—Ah —dijo la tortuga—. ¿Entonces qué…?

—Sirve para la destrucción de materiales heréticos y demás desechos —dijo Brutha.

—Muy sensato —dijo la tortuga.

—Los pecadores y criminales son purificados por el fuego en los pozos de la Quisición o, en ocasiones, delante del Gran Templo — dijo Brutha—. El Gran Dios lo sabría.

—Me parece que debo de haberlo olvidado —murmuró la tortuga.

—El Gran Dios Om (cuernos sagrados) sabría que El Mismo dijo a su profeta Wallspur… —Brutha tosió y asumió el bizqueo con las cejas fruncidas indicador de que se estaba reflexionando muy en serio —. «Que el fuego sagrado destruya al incrédulo.» Lo pone en el versículo sesenta y cinco.

—¿Yo dije eso?

—En el Año de la Hortaliza Misericordiosa el obispo Kreeblephor convirtió a un demonio sólo con el poder de la razón — dijo Brutha—. El demonio ingresó en la Iglesia y llegó a subdiácono. O eso se dice.

—No tengo nada contra el uso de las armas… —comenzó la tortuga.

—Tu lengua mentirosa no puede tentarme, reptil —dijo Brutha—. ¡Pues soy fuerte en mi fe! La tortuga gruñó a causa del esfuerzo.

—¡Serás fulminado por mil rayos!

Una nubecilla negra muy, muy pequeña apareció encima de la cabeza de Brutha y un rayo muy, muy pequeño le chamuscó ligeramente una ceja.

La descarga tuvo aproximadamente la misma potencia que la chispa que salta del pelaje de un gato en un día seco y cálido.

—¡Ay!

—¿Ahora ya crees en mí? —preguntó la tortuga.

En el techo de la Ciudadela soplaba un poco de brisa. También ofrecía una buena vista de las altiplanicies del desierto.

Fri’it y Drunah esperaron un poco para recuperar el aliento.

Después Fri’it dijo:

—¿Estamos seguros aquí arriba?

Drunah miró hacia arriba. Un águila describía círculos sobre las colinas resecas. Se encontró preguntándose qué tan buen oído tendría un águila. Ciertamente eran muy buenas en algo. ¿Sería la audición? Un águila podía oír a una criatura a medio kilómetro por debajo de ella en el silencio del desierto. Qué demonios… No podía hablar, ¿verdad?

—Probablemente —dijo.

—¿Puedo confiar en ti?

—¿Puedo confiar en ti?

Fri’it tabaleó con los dedos encima del parapeto.

—Uh — dijo.

Y ese era el problema. El problema al que se enfrentaban todas las sociedades realmente secretas, y consistía en que eran, bueno, secretas. ¿Cuántos miembros tenía el Movimiento de la Tortuga? Nadie lo sabía con exactitud. ¿Cómo se llamaba el hombre que estaba junto a ti? Otros dos miembros lo sabían, porque lo habrían presentado, pero ¿quiénes eran detrás de aquellas máscaras? Porque el conocimiento era peligroso. Si sabías algo, las exquisiciones podían írtelo sacando lentamente. Por eso te asegurabas de no saber. Eso hacía que la conversación se volviera mucho más fácil durante las reuniones de célula, e imposible fuera de ellas.

Era el problema de todos los aspirantes a conspiradores a lo largo de la historia: cómo conspirar sin llegar a dirigir palabras a un posible compañero de conspiración en el que no confiabas y que, en caso de que dichas palabras fueran repetidas, orientarían hacia ti el atizador incriminatorio al rojo vivo de la culpabilidad.

Las gotitas de sudor que perlaban la frente de Drunah sugerían que el secretario estaba dando vueltas a los mismos razonamientos. Pero no lo demostraban. Y para Fri’it, el no morir había llegado a convertirse en un hábito Hizo crujir los nudillos nerviosamente.

—Una guerra santa —dijo.

Eso no era demasiado arriesgado. Después de todo, la frase no incluía ninguna pista verbal acerca de lo que en verdad pensaba Fri’it de la perspectiva. No había dicho: «Dios, una guerra santa no, ¿es que ese hombre se ha vuelto loco? Un misionero idiota consigue que lo maten, alguien escribe unos cuantos disparates sobre la forma del mundo, ¿y tenemos que ir a la guerra?» Si se lo presionaba, de hecho hasta el extremo de estirarlo y fracturarlo, Fri’it siempre podía afirmar que el significado había sido: «¡Por fin! ¡Una oportunidad que no debemos dejar escapar de morir gloriosamente por Om, el único Dios verdadero, quien Pisoteará a los Impíos con Pezuñas de Hierro!» Eso no habría cambiado mucho las cosas, porque las declaraciones nunca cambiaban las cosas una vez que habías ido a parar a los profundos niveles donde la acusación tenía el estatus de prueba, pero al menos quizá haría que uno o dos exquisidores tuvieran la sensación de que podían haberse equivocado.

—Claro que la Iglesia se ha mostrado bastante menos militante durante el último siglo —dijo Drunah contemplando el desierto—, Ha estado demasiado ocupada con los problemas cotidianos del imperio.

Una aseveración. En la que no había ni una sola rendija dentro de la que pudieras introducir un desarticulador de huesos.

—Estuvo la cruzada contra los hodgsonitas —dijo Fri’it con voz distante —. Y la subyugación de los melchioritas. Y la resolución del falso profeta Zeb. Y la corrección de los ashelianos, y la absolución de los…

—Pero todo eso no fue más que política —dijo Drunah.

—Hmmm. Sí. Por supuesto, tienes razón.

—Y, naturalmente, uno jamás podría dudar de la sabiduría de una guerra librada para aumentar el culto y la gloria del Gran Dios.

—No. Nadie podría dudar de ello —dijo Fri’it, que había atravesado muchos campos de batalla el día siguiente a una gloriosa victoria, cuando tenías amplia oportunidad de ver qué significaba vencer. Los omnianos prohibían el uso de drogas. En momentos como ese la prohibición se volvía difícil de soportar, porque no te atrevías a dormir por miedo a tus sueños.

—¿Acaso no declaró el Gran Dios, a través del profeta Abismo, que no hay sacrificio más grande y honorable que dar la vida por el Dios?

—Desde luego que lo declaró —dijo Fri’it.

No pudo evitar recordar que Abismo llevaba cincuenta años como obispo en la Ciudadela cuando el Gran Dios lo Eligió. Ningún enemigo había venido hacia él blandiendo una espada y soltando alaridos. Abismo nunca había mirado a los ojos a alguien que quería verlo muerto —pensándolo mejor, por supuesto que lo había hecho, todo el tiempo, porque naturalmente la Iglesia tenía su vida política—, pero al menos en ese momento aquellas personas no tenían en su mano el medio necesario para alcanzar dicho fin.

—Morir gloriosamente por la fe de uno es algo muy noble — canturreó Drunah, como si estuviera leyendo las palabras en un tablón de avisos interno.

—Eso nos dicen los profetas —murmuró Fri’it.

Fri’it sabía que los designios del Gran Dios eran inescrutables. No cabía duda de que Om escogía a Sus profetas, pero parecía como si hubiera que echarle una mano para que pudiera seleccionarlos. Quizá estaba demasiado ocupado para escoger por Sí Mismo. Últimamente parecía haber muchas más reuniones, muchos más asentimientos y muchos más intercambios de miradas incluso durante los servicios en el Gran Templo.

Desde luego, el joven Vorbis parecía estar envuelto por una aureola especial, y era asombroso lo fácil que resultaba pasar de un pensamiento a otro. Un hombre marcado por el destino, desde luego. Una diminuta parte de Fri’it, la parte que había pasado una considerable porción de su vida en tiendas, a la que le habían arrojado muchas lanzas y había tomado parte en combates tan confusos que el aliado podía matarte con tanta facilidad como el enemigo, añadió: o al menos marcado por algo. Era una parte de él que debería pasar todas las eternidades en todos los infiernos, pero ya tenía mucha práctica en eso.

—Supongo que ya sabes que de joven viajé mucho, ¿no? — dijo.

—He oído decir que contabas cosas muy interesantes de tus viajes por tierras paganas —dijo Drunah educadamente —. Se suelen mencionar campanillas.

—¿Te he hablado alguna vez de las Islas Marrones?

—Más allá del fin del mundo —dijo Drunah —. Me acuerdo. Donde los abalorios crecen en los árboles y las muchachas encuentran bolitas blancas dentro de las ostras. Bucean para encontrarlas, decías, y no llevan…

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