Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

El hermano Nhumrod estaba prosternado en el suelo delante de una estatua de Om Pisoteando a los Infieles y tenía los dedos metidos en los oídos. Las voces estaban volviendo a hacerle pasar un mal rato.

Brutha tosió. Y volvió a toser.

El hermano Nhumrod levantó la cabeza.

—¿Hermano Nhumrod? —dijo Brutha.

—¿Qué?

—Eh… ¿Hermano Nhumrod?

El hermano Nhumrod se destapó los oídos.

—¿Sí? —dijo con voz malhumorada.

—Ejem. Hay algo que deberíais ver. En él. En el huerto. ¿Hermano Nhumrod?

El maestro de novicios se incorporó. El rostro de Brutha era una reluciente imagen de la preocupación.

—¿Qué quieres decir?

—En el huerto. Es difícil de explicar. Ejem. He descubierto… de dónde venían las voces, hermano Nhumrod.

Y dijisteis que me asegurara y viniera a contároslo.

El anciano sacerdote miró fijamente a Brutha. Pero si alguna vez hubo una persona incapaz de ser taimada de o cualquier clase de sutileza, esa era Brutha.

El miedo es una tierra extraña. Básicamente produce obediencia igual que el trigo, que crece en hileras y de esa manera facilita arrancar las malas hierbas. Pero a veces produce las patatas del desafío, las cuales florecen en el subsuelo.

La Ciudadela tenía montones de subsuelo. Estaban los pozos y túneles de la Quisición. Había sótanos y alcantarillas, salas olvidadas, callejones sin salida, espacios detrás de antiguos muros, e incluso cavernas naturales en la misma roca.

Esta era una de ellas. El humo del fuego que ardía en su centro se abría camino por una grieta en el techo y, finalmente, terminaba llegando al laberinto de incontables chimeneas y conductos de iluminación de arriba.

Había una docena de figuras entre las sombras temblorosas. Llevaban capuchas de tela basta sobre ropas que no llamaban la atención, toscas prendas hechas de harapos que podrían ser quemadas fácilmente después de la reunión para que los dedos errantes de la Quisición no encontraran nada incriminatorio. Algo en la manera de moverse de la mayoría de aquellas figuras sugería hombres que estaban acostumbrados a ir armados. Aquí y allá, había pistas. Una postura. El tono en que era pronunciada una palabra.

En una pared de la caverna había un dibujo. Era vagamente ovalado, con tres pequeñas extensiones en la parte de arriba —la del medio un poquito más grande que las otras dos— y tres abajo, la del medio ligeramente más larga y puntiaguda. Una tortuga dibujada por un niño.

—Por supuesto que irá a Efebia —dijo una máscara—. No se atreverá a no ir. Tendrá que detener el río de la verdad, en su fuente.

—Entonces debemos aprovechar su viaje para sacar toda el agua que podamos —dijo otra máscara.

—¡Debemos matar a Vorbis!

—No en Efebia. Cuando eso ocurra, debe ocurrir aquí. Para que de esa manera la gente se entere. Cuando seamos lo bastante fuertes.

—¿Seremos bastante fuertes alguna vez? —preguntó una máscara. Su propietario se lamió los nudillos nerviosamente.

—Hasta los campesinos saben que algo va mal. No puedes detener el progreso de la verdad. ¿Quieres contener el río de la verdad mediante una presa? Entonces la presa se llena de filtraciones. ¡Ja! Vorbis dijo que le habían dado muerte en Efebia.

—Uno de nosotros debe ir a Efebia y salvar al Maestro. Si es que realmente existe.

—Existe. Su nombre está en el libro.

—Didáctilos. Un nombre extraño. Significa Dos-Dedos, sabéis.

—En Efebia deben de cubrirlo de honores.

—Traedlo aquí, a ser posible. Y el Libro.

Una de las máscaras parecía no estar muy segura. Sus nudillos volvieron a crujir.

—Pero ¿realmente creéis que la gente se agrupará… detrás de un libro? La gente necesita algo más que un libro.

Son campesinos. No saben leer.

—¡Pero pueden escuchar!

—Aun así… Necesitan verlo… Necesitan un símbolo.

—¡Tenemos uno!

Cada figura enmascarada se volvió instintivamente hacia el dibujo en la pared, apenas visible a la luz de las llamas pero grabado en sus mentes. Estaban contemplando la verdad, que a menudo puede impresionar.

—¡La Tortuga Se Mueve!

—¡La Tortuga Se Mueve!

—¡La Tortuga Se Mueve! —El líder asintió.

—Y ahora —dijo—, lo echaremos a suertes…

El Gran Dios Om hervía de ira, o al menos lo intentaba con todas sus fuerzas. Hay un límite a la cantidad de hervor iracundo que se puede llegar a producir a tres centímetros por encima del suelo, pero Om estaba decidido a rebasarlo.

Maldijo silenciosamente a un escarabajo, lo que es como echar agua dentro de un estanque. En todo caso, nada pareció cambiar. El escarabajo se fue.

Maldijo a un melón hasta la octava generación, pero no ocurrió nada. Probó con una plaga de pústulas. El melón siguió inmóvil, madurando ligeramente.

Sólo porque estaba teniendo un pequeño problema pasajero, el mundo entero creía poder aprovecharse de él.

Bueno, pues cuando Om hubiera recobrado su legítima forma y poder, se dijo, entonces Se Tomarían Medidas.

Las tribus de los Escarabajos y los Melones desearían que nunca se las hubiera creado. Y algo realmente horrible les ocurriría a todas las águilas. Y… y habría un sagrado mandamiento concerniente a la plantación de más lechugas…

Cuando el muchachote volvió con el hombre de piel cerúlea, el Gran Dios Om no estaba para bromas. Desde el punto de vista de una tortuga, además, incluso el humano más hermoso sólo es un par de pies, una distante cabeza puntiaguda y, perdido en algún lugar por allí arriba, el extremo menos atractivo de un par de fosas nasales.

—¿Qué es esto? —gruñó Om.

—Es el hermano Nhumrod —dijo Brutha—. El maestro de novicios. Es muy importante.

—¡No te he dicho que me trajeras a un viejo pederasta gordinflón! — gritó la voz dentro de su cabeza —. ¡Tus ojos serán ensartados en haces de fuego por esto!

Brutha se arrodilló en el suelo.

—No puedo ir a ver al Sumo Sacerdote —dijo lo más pacientemente posible —. Los novicios ni siquiera pueden entrar en el Gran Templo salvo en ocasiones especiales. Si me pillaran, la Quisición me enseñaría En Qué Había Errado. Es la Ley.

—¡Idiota! —gritó la tortuga.

Nhumrod decidió que había llegado el momento de hablar.

—Novicio Brutha —dijo —, ¿por qué le estás hablando a una pequeña tortuga?

—Pues porque… —Brutha se interrumpió —. Porque ella me está hablando… ¿no? —El hermano Nhumrod contempló la cabecita tuerta que asomaba del caparazón.

Nhumrod era básicamente un buen hombre. A veces los demonios y los diablos introducían pensamientos turbadores en su cabeza, pero Nhumrod se aseguraba de que no salieran de allí y no merecía en ningún sentido literal del término ser llamado lo que le había llamado la tortuga y que, de hecho y si lo hubiera oído, habría pensado que era algo relacionado con los pies. Y Nhumrod sabía que era posible oír voces atribuidas a demonios y, en ocasiones, a dioses. Las tortugas eran nuevas. Las tortugas hacían que se sintiera un poco preocupado por Brutha, al que siempre había considerado como una montaña de carne bonachona que hacía, sin ninguna clase de queja, absolutamente todo lo que se le pidiera que hiciese. Por supuesto que muchos novicios se ofrecían voluntarios para limpiar las letrinas y las jaulas de los toros, impulsados por la extraña convicción de que la santidad y la devoción tenían algo que ver con el hecho de que los excrementos te llegaran hasta las rodillas.

Brutha nunca se ofrecía voluntario para nada, pero si se le decía que hiciese algo entonces lo hacía, no impulsado por cualquier deseo de impresionar, sino simplemente porque se le había dicho que lo hiciera. Y ahora estaba hablando con tortugas.

—Me parece que debo decirte que no está hablando, Brutha —dijo el hermano Nhumrod.

—¿No podéis oírla?

—No puedo oírla, Brutha.

—Me dijo que era… —Brutha titubeó —. Me dijo que era el Gran Dios Om.

Después se encogió sobre sí mismo. En ese momento su abuela ya le habría atizado con algún objeto pesado.

—Ah. Bueno, Brutha, verás… —dijo el hermano Nhumrod, estremeciéndose levemente—, esta clase de cosa no es desconocida entre los jóvenes que han sido Llamados a la Iglesia recientemente. Me atrevería a decir que cuando sentiste la Llamada oíste la voz del Gran Dios, ¿verdad? ¿Mmmm?

Usar metáforas con Brutha era perder el tiempo. Recordaba haber oído la voz de su abuela. Más que Llamado, Brutha había sido Enviado. Pero asintió de todas maneras.

—Y en tu… entusiasmo, es muy natural que pensaras que oías al Gran Dios hablándote —prosiguió Nhumrod.

La tortuga había empezado a dar saltitos.

—¡Te fulminaré con una lluvia de rayos! —gritó.

—He descubierto que la clave está en el ejercicio sano —dijo Nhumrod —. Y abundante agua fría.

—¡Te retorcerás sobre los pinchos de la condenación!

Nhumrod se inclinó, cogió a la tortuga y la sostuvo cabeza abajo. Las patas de la tortuga se agitaron furibundamente.

—¿Cómo ha llegado aquí, mmmm?

—No lo sé, hermano Nhumrod —respondió Brutha obedientemente.

—¡Tu mano se marchitará y se te caerá! —gritó la voz dentro de su cabeza.

—Las tortugas son unos bichos muy sabrosos, sabes —dijo el maestro de novicios. Vio la expresión en el rostro de Brutha —. Míralo de esta manera —prosiguió —. ¿Se manifestaría a Sí Mismo el Gran Dios Om —cuernos sagrados— en una criatura tan humilde como esta? Un toro, sí, por supuesto, un águila, ciertamente, y me parece que en una ocasión un cisne… Pero ¿una tortuga?

—¡A tus órganos sexuales les saldrán alas y se irán volando!

—Después de todo —siguió diciendo Nhumrod, ignorante del coro secreto que aullaba en la cabeza de Brutha —, ¿qué clase de milagros podría hacer una tortuga? ¿Mmmm?

—¡Mandíbulas de gigantes aplastarán tus tobillos!

—¿Convertir lechuga en oro, quizá? —dijo el hermano Nhumrod, en los tonos joviales de quienes han sido bendecidos con la más absoluta ausencia de todo sentido del humor—. ¿Aplastar hormigas con sus patas? Jajaja.

—Jajá —dijo Brutha obedientemente.

—Me la llevaré a la cocina para que no te estorbe —dijo el maestro de novicios —. Las tortugas hacen una sopa excelente. Y así ya no oirás más voces, puedes estar seguro. El fuego cura todas las Locuras, ¿sí?

—¿Sopa? — Eh… —dijo Brutha.

—¡Tus intestinos serán enrollados alrededor de un árbol hasta que lo lamentes!

Nhumrod recorrió el huerto con la mirada. Parecía estar repleto de melones, pepinos y calabazas. Se estremeció.

—Montones de agua fría, eso es lo principal —dijo —. Montones y más montones. —Volvió a centrar su atención en Brutha—. ¿Mmmm? Y se fue en dirección a las cocinas.

El Gran Dios Om estaba panza arriba dentro de una cesta en una de las cocinas, medio enterrado debajo de un manojo de hierbas y unas cuantas zanahorias.

Una tortuga que haya quedado panza arriba intentará enderezarse, en primer lugar, estirando el cuello al máximo y tratando de utilizarlo como palanca. Si eso no da resultado, entonces agitará frenéticamente las patas para ver si el movimiento la desplaza hasta enderezarla.

Una tortuga panza arriba es la novena cosa más patética de todo el multiuniverso.

Una tortuga panza arriba que además sabe qué va a ocurrirle a continuación es… Bueno, como mínimo esa tortuga ocupa el puesto número cuatro en la lista de cosas más patéticas del multiuniverso.

La forma más rápida de matar a una tortuga para el puchero es sumergirla en agua hirviendo.

La Ciudadela estaba llena de cocinas, almacenes y talleres de artesanos pertenecientes a la población civil de la Iglesia. [4] Aquella cocina sólo era uno más entre muchos sitios parecidos, un sótano con el techo ennegrecido por el humo cuyo punto focal era el arco de un hogar. Las llamas rugían cañón arriba. Los perros que hacían girar los espetones trotaban dentro de sus ruedas. Los trinchantes subían y bajaban sobre las tablas de madera.

A un lado del enorme hogar, entre otros varios calderos ennegrecidos, el agua de un pequeño puchero ya empezaba a burbujear.

—¡Los gusanos de la venganza se comerán tus fosas nasales ennegrecidas! —gritó Om, sacudiendo violentamente las patas. La cesta se bamboleó.

Una mano peluda entró en la cesta y cogió las hierbas.

—¡Los halcones picotearán tu hígado! Una mano volvió a entrar en la cesta y cogió las zanahorias.

—¡Padecerás mil heridas!

Una mano entró en la cesta y cogió al Gran Dios Om.

—¡Los hongos caníbales de…!

—¡Calla! —siseó Brutha, metiéndose la tortuga debajo de la túnica.

Fue hacia la puerta, pasando desapercibido entre el caos culinario general.

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