—No es momento para impiedades —dijo Rham-ap-Efan.
Fuera hubo una lluvia de uvas.
—No se me ocurre ninguno mejor —dijo Simonía.
Un trozo de cornucopia convertido en metralla rebotó en el techo de la Tortuga, que se bamboleó sobre sus ruedas erizadas de pinchos.
—Pero ¿por qué están enfadados con nosotros? —preguntó Argavisti—. Estamos haciendo lo que quieren.
Borvorio trató de sonreír.
—Dioses, ¿eh? —dijo—. No se puede vivir con ellos y no se puede vivir sin ellos.
Alguien le dio un codazo a Simonía y le pasó un cigarrillo un poco mojado. Era un soldado tsorteano. Casi sin querer, Simonía dio una calada al cigarrillo.
—Buen tabaco —dijo—. El que cultivamos nosotros sabe a excrementos de camello.
Se lo pasó a la siguiente figura encorvada.
—GRACIAS.
Borvorio extrajo una cantimplora de algún sitio.
—¿Crees que irías al infierno si te emborracharas un poco? — preguntó.
—Probablemente ya estoy en él, y lo peor es que no he bebido ni una sola gota —dijo Simonía distraídamente, y entonces vio la cantimplora—. Oh. Alcohol. Y pensándolo bien, ¿qué más da? El infierno estará tan lleno de sacerdotes que ni siquiera podré ver las llamas. Gracias.
—Pásala.
—GRACIAS.
Un rayo zarandeó a la Tortuga.
—¿G’n y’himbe bo?
Todos se volvieron hacia los trozos de pescado crudo y la expresión esperanzada de Fasta Benj.
—Creo que podría sacar unas cuantas ascuas de la caja para el fuego —dijo Urna pasados unos momentos.
Alguien le tocó el hombro a Simonía, creando una extraña sensación cosquilleante.
—GRACIAS. TENGO QUE IRME.
Mientras cogía la cantimplora Simonía fue consciente de que el aire se arremolinaba a su alrededor, como si el universo hubiera respirado de pronto. Miró en torno a él con el tiempo justo de ver cómo una ola sacaba un barco del agua y lo estrellaba contra las dunas.
Un grito lejano coloreó el viento.
Los soldados volvieron la cabeza en esa dirección.
—Ahí debajo había gente —dijo Argavisti.
Simonía dejó caer la cantimplora.
—Venid —dijo.
Y nadie, mientras apartaban maderos entre los dientes de la tempestad, mientras Urna aplicaba todo lo que sabía sobre palancas, mientras empleaban sus cascos como palas con las que cavar debajo de los restos, preguntó por quiénes estaban cavando o qué clase de uniforme habían estado llevando.
La niebla llegó flotando en el viento, caliente y chispeando con destellos de electricidad, y el mar seguía golpeando.
Simonía tiró de una verga y después descubrió que el peso disminuía cuando alguien la cogía del otro extremo.
Levantó la vista para encontrarse con los ojos de Brutha.
—No digas nada —dijo Brutha.
—¿Los dioses nos están haciendo esto? — ¡No digas nada! — ¡Tengo que saberlo! — Siempre es preferible que sean ellos quienes nos hagan esto, ¿no? — ¡Pero hay gente que ni siquiera llegó a bajar de los barcos! — ¡Nadie dijo que sería una merienda campestre! Simonía apartó unas cuantas planchas. Había un hombre allí, con la coraza y el cuero lo bastante manchados para que fuese irreconocible, pero vivo.
—¡Oye, no me daré por vencido! —dijo Simonía mientras el viento tiraba de él —. ¡No has ganado! ¡No estoy haciendo esto por ninguna clase de dios, tanto si existen los dioses como si no! ¡Lo estoy haciendo por otras personas! ¡Y deja de sonreír así! Un par de dados cayeron sobre la arena. Crujieron y chisporrotearon durante un rato, y después se evaporaron.
El mar se calmó. La niebla comenzó a levantarse y acabó desapareciendo. Todavía había una cierta calina en el aire, pero al menos el sol volvía a ser visible, aunque sólo fuese como una zona un poco más iluminada en la cúpula del cielo.
Una vez más, hubo la sensación de que el universo tragaba aire.
Los dioses aparecieron, siluetas transparentes que tan pronto se aclaraban como se volvían nuevamente borrosas. El sol brilló sobre un atisbo de rizos dorados, y alas, y liras.
Cuando hablaron lo hicieron al unísono, con las voces de unos adelantándose a las de los demás o quedándose rezagadas por detrás de ellas, como sucede siempre que un grupo de personas está tratando de repetir lo más fielmente posible algo que se les ha dicho que dijeran.
Om estaba entre ellos, justo detrás del dios del Trueno tsorteano y con una expresión distante en el rostro.
Podía verse, si bien sólo Brutha se dio cuenta de ello, que el brazo derecho del dios del Trueno desaparecía hacia arriba por detrás de su espalda de una manera que, suponiendo que pudiera imaginarse tal cosa, sugería que alguien se lo estaba retorciendo lo bastante enérgicamente para hacerle daño.
Lo que dijeron los dioses fue oído por cada uno de los combatientes en su propia lengua, y según su propio entendimiento. Básicamente se reducía a:
I. Esto No Es Un Juego.
II. Aquí Y Ahora, Estáis Vivos.
Y después todo se acabó.
—Serías un buen obispo —dijo Brutha.
—¿Yo? —dijo Didáctilos —. Soy un filósofo.
—Estupendo. Ya va siendo hora de que tengamos uno.
—¡Y además soy efebiano! — Estupendo. Quizá se te ocurran mejores maneras de gobernar el país. Los sacerdotes no deberían hacerlo.
No tienen cabeza para esas cosas. Y los soldados tampoco.
—Muchas gracias —dijo Simonía.
Estaban sentados en el jardín del cenobiarca. Un águila describía círculos en las alturas, buscando cualquier cosa que no fuera una tortuga.
—Me gusta la idea de la democracia —elijo Brutha —. Basta con tener a alguien de quien todos desconfíen.
De esa manera, todo el mundo está contento. Pensad en ello. ¿Simonía?
—¿Sí?
—Voy a nombrarte jefe de la Quisición.
—¿Qué?
—Quiero ponerle fin. Y quiero ponerle fin de una vez para siempre.
—¿Quieres que mate a todos los exquisidores? ¡Bien!
—No. Esa es la solución más cómoda. Quiero que haya las menos muertes posibles. Los que disfrutaban trabajando, quizá. Pero sólo esos. Y ahora… ¿Dónde está Urna?
La Tortuga Móvil seguía en la playa, con las ruedas enterradas en la arena removida por la tormenta. Urna se sentía demasiado avergonzado para tratar de sacarla de allí.
—La última vez que lo vi estaba haciendo no sé qué con los mecanismos de la puerta —dijo Didáctilos —. Sólo está contento cuando tiene las manos metidas en algo.
—Sí. Tendremos que encontrar cosas que lo mantengan ocupado. Irrigación. Arquitectura. Ese tipo de cosas.
—¿Y qué vas a hacer tú? —preguntó Simonía.
—He de copiar la Biblioteca —dijo Brutha.
—Pero no sabes leer ni escribir —repuso Didáctilos.
—No. Pero puedo ver y dibujar. Dos copias. Una se quedará aquí.
—En cuanto hayamos quemado el Septateuco habrá sitio de sobra —dijo Simonía.
—No se quemará nada. Hay que ir paso a paso —dijo Brutha. Contempló la línea rielante del desierto. Era curioso, pero nunca había sido tan feliz como cuando estuvo en el desierto —. Y después… —comenzó.
—¿Sí?
Brutha bajó los ojos hacia las granjas y aldeas que había alrededor de la Ciudadela. Suspiró.
—Y después será mejor que pongamos manos a la obra — dijo —. Cada día.
Fasta Benj remaba de vuelta a casa, en un estado de ánimo bastante pensativo.
Habían sido unos días magníficos. Había conocido a mucha gente nueva y vendido una considerable cantidad de pescado. P’Tang-PTang, con sus sirvientes menores, había hablado personalmente con él, haciéndole prometer que no le haría la guerra a un sitio del que Fasta Benj nunca había oído hablar. Fasta Benj así lo había prometido. [10]
Algunas de las nuevas personas le habían enseñado una forma realmente asombrosa de hacer rayos. Golpeabas aquella roca con aquel trozo de sustancia dura y obtenías trocitos de relámpago, que a su vez caían encima de unas cosas secas que se ponían rojas y calientes como el sol. Si añadías más madera se hacía más grande y si le ponías un pez encima este se ponía negro, pero si tenías suficientes reflejos entonces no se ponía negro sino marrón y sabía mejor que nada de cuanto Fasta Benj había probado en la vida, aunque eso no era difícil. Y le habían dado varios cuchillos que no estaban hechos de roca y ropa que no estaba hecha de juncos y, en general, la vida parecía querer tratar bastante mejor a Fasta Benj y su gente.
Todavía no tenía muy claro por qué montones de personas querrían atizarle al tío de Pacha Moj con una gran roca, pero no cabía duda de que eso traería consigo una auténtica escalada en el ritmo del progreso tecnológico.
Nadie, ni siquiera Brutha, se dio cuenta de que el viejo Lu-Tze ya no andaba por ahí. Cómo hacer que no se fijen en ti, ni cuando estás presente ni cuando estás ausente, es una de las primeras cosas que aprende un monje de la historia.
De hecho, Lu-Tze había cogido su escoba y sus montañas bonsái y había regresado a través de túneles secretos y medios tortuosos al valle escondido en los picos centrales, donde lo estaba esperando el abad. El abad estaba jugando al ajedrez en la gran galería que daba al valle. Las fuentes burbujeaban en los jardines, y los gorriones entraban y salían por las ventanas.
—¿Ha ido todo bien? —preguntó el abad, sin levantar la vista.
—Muy bien, señor —dijo Lu-Tze—. Pero tuve que ayudar un poquito en algún que otro momento.
—Preferiría que no hicieras esa clase de cosas —dijo el abad, acariciando un peón —. Cualquier día se te irá la mano.
—Es la Historia que tenemos hoy en día, señor —dijo Lu-Tze—. Es de muy mala calidad. La he de estar remendando a cada momento y…
—Sí, sí…
—En los viejos tiempos teníamos mucha mejor Historia.
—Las cosas siempre eran mejores de como lo son ahora. Es algo que va con la naturaleza de las cosas.
—Sí, señor. ¿Señor? El abad levantó la vista con apacible exasperación.
—Eh… ¿Sabéis que los libros dicen que Brutha murió y que hubo un siglo de guerras terribles?
—Ya sabes que mi vista no es lo que era, Lu-Tze.
—Bueno… Pues el caso es que ahora no es totalmente así.
—Con tal de que al final todo termine como es debido… — dijo el abad.
—Sí, señor —asintió el monje de la Historia.
—Todavía faltan unas semanas para tu próxima misión. ¿Por qué no descansas un poco?
—Gracias, señor. He pensado que podría bajar al bosque y ver caer unos cuantos árboles.
—Siempre pensando en el trabajo, ¿eh? Mientras Lu-Tze se iba, el abad miró a su oponente. —Es un buen hombre —dijo —. Te toca mover.
El oponente siguió mirando fijamente el tablero sin decir nada.
El abad esperó a que se le revelara qué astutas estrategias a largo plazo estaban siendo desarrolladas. Después su oponente rozó una pieza con un dedo huesudo.
—VUELVE A RECORDARME CÓMO SE MUEVE LA QUE TIENE FORMA DE CABALLITO —dijo.
Finalmente Brutha murió, en circunstancias bastante poco usuales.
Había llegado a una edad muy avanzada, pero eso al menos no tenía nada de raro en la Iglesia. Como decía Brutha, tenías que mantenerte ocupado, cada día.
Se levantó al amanecer y fue a la ventana. Le gustaba ver salir el sol.
No habían llegado a sustituir las puertas del Templo. Aparte de todo lo demás, ni siquiera Urna había sido capaz de encontrar una forma de sacar de allí aquel montículo de metal fundido extrañamente contorsionado. Y pasados uno o dos años la gente terminó aceptando su presencia, y ahora decían que probablemente era un símbolo. No de nada en concreto, por supuesto, pero aun así un símbolo. Decididamente simbólico.
Pero el sol relucía en la cúpula de bronce de la Biblioteca. Brutha tomó nota de que debía informarse sobre los progresos de la nueva ala. Últimamente había demasiadas quejas motivadas por la falta de espacio.
La gente acudía de todas partes para visitar la Biblioteca. Era la biblioteca no-mágica más grande del mundo.
La mitad de los filósofos de Efebia parecían vivir allí ahora, e incluso Omnia estaba produciendo uno o dos filósofos de cosecha propia. Y hasta los sacerdotes venían a pasar algún tiempo en ella, debido a la colección de libros religiosos. Actualmente contaba con mil doscientos ochenta y tres libros religiosos, cada uno de ellos —según afirmaba el mismo libro— el único que un hombre necesitaba leer en su vida. Era bonito verlos a todos juntos. Como solía decir Didáctilos, había que reírse.
Fue mientras Brutha estaba desayunando cuando el subdiácono encargado de leerle sus citas para el día, y cerciorarse con el mayor tacto posible de que no se había puesto la ropa interior encima de la túnica, se atrevió a felicitarlo tímidamente.
—¿Mmmm? —dijo Brutha, con las gachas goteando de su cuchara.
—Cien años —dijo el subdiácono —. Desde que anduvisteis por el desierto, señor.