Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—¿Y en qué nos convertiríamos si te dijera que aplastases a hombres honrados?

—IV. ¿No Quieres Que Los Llene De Flechas?

—No.

Los omnianos se estaban concentrando detrás de las dunas. Un gran número de ellos se había agrupado alrededor del carro recubierto de hierro. Brutha lo contempló a través de una neblina de desesperación.

—Creía haber dicho que vendría aquí solo —dijo. Simonía, que estaba apoyado en la Tortuga, le sonrió sombríamente.

—¿Ha funcionado? —preguntó.

—Creo… que no.

—Lo sabía. Siento que hayas tenido que descubrirlo. Las cosas tienen una curiosa tendencia a querer ocurrir, ¿sabes? A veces le caes mal a alguien y… eso es todo.

—Pero sólo con que la gente quisiera…

—Sí, claro. Podrías usar eso como mandamiento.

Hubo un estrépito metálico, y una escotilla se abrió en el flanco de la Tortuga. Urna salió por ella, andando de espaldas y empuñando una llave graduable.

—¿Qué es esta cosa? —preguntó Brutha.

—Es una máquina para combatir —dijo Simonía—. La Tortuga Se Mueve, ¿eh?

—¿Para combatir a los efebianos? —preguntó Brutha. Urna se volvió.

—¿Qué? —dijo.

—¿Has construido esta… cosa para combatir a los efebianos?

—Bueno… no… no… —dijo Urna, pareciendo un poco perplejo—. ¿Vamos a luchar con los efebianos?

—Vamos a luchar con todo el mundo —dijo Simonía.

—Pero yo nunca… Soy un… Yo jamás…

Brutha contempló las ruedas erizadas de pinchos y las planchas de bordes aserrados que cubrían la Tortuga.

—Es un artefacto que se mueve solo —dijo —. Vamos a usarlo para… Quiero decir que… Oye, yo nunca he querido que…

—Ahora lo necesitamos —dijo Simonía.

—¿Quiénes lo necesitamos?

—¿Qué es lo que sale de esa especie de tubo tan largo que tiene delante? —preguntó Brutha.

—Vapor —dijo Urna—. Está conectado a la válvula de seguridad.

—Oh.

—Sale muy caliente —dijo Urna, en un tono todavía más apesadumbrado que antes.

—¿Oh?

—Abrasa, de hecho.

La mirada de Brutha pasó del tubo del vapor a los cuchillos rotatorios.

—Muy filosófico —dijo.— íbamos a utilizarlo contra Vorbis —dijo Urna.

—Y ahora ya no vais a hacerlo. Vais a utilizarlo contra los efebianos. Sabes, antes yo solía pensar que era estúpido y entonces conocí a los filósofos.

Simonía rompió el silencio dándole una palmadita en el hombro a Brutha.

—Todo saldrá bien —dijo —. No nos vencerán. Después de todo —sonrió alentadoramente—, tenemos a Dios de nuestra parte.

Brutha se volvió. Su puño salió disparado. No fue un golpe científico, pero sí lo bastante potente para ladear a Simonía y hacer que se llevara la mano al mentón.

—¿A qué ha venido eso? ¿No era esto lo que querías?

—Tenemos los dioses que nos merecemos —dijo Brutha—, y me parece que no nos merecemos ninguno. Estúpidos. Estúpidos. El hombre más sensato que he conocido este año vive encima de un poste en el desierto. Estúpidos. Creo que debería ir a vivir con él.

— I. ¿Por Qué?

—Dioses y hombres, hombres y dioses —dijo Brutha—. Todo ocurre porque las cosas han ocurrido antes. Menuda estupidez.

— II. Pero Tu Eres El Elegido.

—Elige a otro.

Brutha se alejó a través del ejército improvisado. Nadie intentó detenerlo. Llegó al sendero que llevaba a lo alto de los acantilados, y ni siquiera se volvió para contemplar las formaciones de soldados.

—¿Es que no vas a mirar la batalla? Necesito que alguien mire la batalla.

Didáctilos estaba sentado en una roca con las manos cruzadas encima de su bastón.

—Oh, hola —dijo Brutha sin alegría—. Bienvenido a Omnia.

—Tomárselo con filosofía ayuda —dijo Didáctilos.

—¡Pero no hay ninguna razón para luchar!

—Sí la hay. El honor, la venganza, el deber y todas esas cosas.

—¿De veras lo crees? Siempre se ha supuesto que los filósofos son lógicos.

Didáctilos se encogió de hombros.

—Bueno, tal como lo veo, la lógica sólo es una manera ordenada de alcanzar la ignorancia.

—Creía que cuando Vorbis muriese todo se acabaría. Didáctilos contempló su mundo interior.

—Las personas como Vorbis tardan mucho tiempo en morir. Dejan ecos en la historia.

—Ya sé a qué te refieres.

—¿Qué tal va la máquina de vapor de Urna? —preguntó Didáctilos.

—Creo que lo tiene un poco preocupado —dijo Brutha. Didáctilos soltó una risita y golpeó el suelo con su bastón.

—¡Ja! ¡Está aprendiendo! ¡Todo tiene dos caras!

—Debería —dijo Brutha.

Algo que parecía un cometa dorado surcaba el cielo del Mundo Disco. Om volaba como un águila, impulsado por la frescura y la mera potencia de la fe. Mientras durase, en todo caso. Una fe tan abrasadora y desesperada nunca duraba demasiado. Las mentes humanas eran incapaces de mantenerla. Pero mientras durase, Om sería fuerte.

El pináculo central de Cori Celesti brota de las montañas en el Cubo, quince kilómetros verticales de hielo y nieve verde coronados por las torretas y cúpulas de Dunmanifestin.

Allí es donde viven los dioses del Mundo Disco.

O al menos, allí es donde vive cualquier dios que sea alguien. Y lo curioso es que, aunque un dios necesita años de esfuerzos y maniobras para llegar allí, una vez que ha conseguido entrar nunca parece hacer gran cosa aparte de beber demasiado y permitirse alguna que otra corrupción ocasional. Muchos sistemas de gobierno siguen la misma línea.

Los dioses juegan. Sus juegos tienden a ser muy sencillos, porque los dioses enseguida se cansan de las cosas complicadas. Otra cosa bastante curiosa es que si bien los dioses menores son capaces de perseguir un objetivo durante millones de años, y de hecho son un objetivo, los grandes dioses se distraen con tanta facilidad como un mosquito común.

¿Y el estilo y la elegancia? Si los dioses del Mundo Disco fueran personas, creerían que tres patos de yeso en un jardín son el colmo de la vanguardia.

Al fondo de la gran sala había una puerta de doble hoja.

Que tembló bajo unos golpes atronadores.

Los dioses levantaron distraídamente la vista de sus distintos quehaceres, se encogieron de hombros y volvieron a lo suyo.

La puerta saltó por los aires.

Om pasó a través de los escombros, mirando alrededor con el aire de uno que tiene una búsqueda que completar y no mucho tiempo en el que hacerlo.

—Bueno, bueno —dijo.

Io, dios del Trueno, levantó la vista desde su trono y agitó amenazadoramente su martillo.

—¿Quién eres?

Om fue hacia el trono, cogió a lo por la toga y le incrustó la frente en la cara.

La verdad es que hoy en día casi nadie cree en los dioses del trueno.

—¡Ay!

—Oye, amigo, no puedo perder el tiempo hablando con un fantoche envuelto en una sábana. ¿Dónde están los dioses de Efebia y Tsort? Io, las manos encima de la nariz, señaló vagamente el centro de la sala.

—¡No teníaf pof qué hacef efo! —dijo con tono de reproche.

Om cruzó la sala.

En el centro del recinto había lo que a primera vista parecía una mesa redonda, y después parecía un modelo del Mundo Disco, con Tortuga, elefantes y todo lo demás, y después de alguna manera indefinible parecía el Mundo Disco visto desde muy lejos y al mismo tiempo contemplado muy de cerca. Había algo sutilmente equivocado en las distancias, una sensación de vastos espacios curvados sobre sí mismos. Pero seguramente el Mundo Disco real no estaba cubierto por una red de líneas resplandecientes suspendidas justo encima de la superficie. ¿O quizá a kilómetros por encima de la superficie? Om no lo había visto antes, pero sabía lo que era. Onda y partícula al mismo tiempo, mapa y lugar descrito por el mapa al mismo tiempo. Si se concentraba en la diminuta cúpula reluciente que coronaba el diminuto Cori Celesti, sin duda se vería a sí mismo inclinado sobre un modelo todavía más pequeño…, y así sucesivamente, hasta llegar a ese punto en que el universo se enroscaba sobre sí mismo como la cola de un amonites, una criatura que vivió hacía millones de años y nunca había creído en ningún dios.

Los dioses formaban corro a su alrededor y lo observaban con atención.

Om apartó de un codazo a una diosa de la Abundancia menor.

Había dados flotando justo encima del mundo, y una confusión de figurillas de barro y fichas de juego. No se necesitaba ser ni siquiera ligeramente omnipotente para saber qué estaba ocurriendo.

—¡Ma dado en la narif!

Om se volvió.

—Nunca olvido una cara, amigo. Haz el favor de llevarte la tuya de aquí, ¿entendido? Mientras todavía te queda un poco.

Volvió a concentrarse en el juego.

—Disculpa —dijo una voz junto a su cintura. Om miró hacia abajo y se encontró contemplando a una salamandra muy grande.

—¿Sí? —Se supone que no deberías hacer eso aquí. Nada De Fulminar. Aquí arriba no. Son las reglas. Si quieres pelea, haz que tus humanos peleen con sus humanos.

—¿Quién eres?

—P’tang-P’tang, yo.

—¿Eres un dios?

—Decididamente.

—¿Sí? ¿Y cuántos creyentes tienes?

—¡Cincuenta y uno!

La salamandra lo miró con expresión esperanzada y añadió:

—¿Verdad que son un montón de creyentes? Son tantos que no puedo ni contarlos.

Señaló una figurilla bastante tosca que había encima de la playa de Omnia y dijo:

—¡Pero estoy jugando!

Om contempló la figurilla del pequeño pescador.

—Cuando muera, tendrás cincuenta creyentes —dijo.

—¿Eso es más o menos que cincuenta y uno?

—Mucho menos.

—¿Definitivamente?

—Sí.

—Nadie me lo había dicho.

Había varias docenas de dioses contemplando la playa. Om se acordaba vagamente de las estatuas efebianas.

Estaba la diosa del búho pésimamente esculpido. Sí.

Om se frotó la cabeza. Aquellos pensamientos no tenían nada de divino. Cuando estabas aquí arriba, todo parecía mucho más simple. Todo era un juego. Olvidabas que allá abajo no era un juego. La gente moría. Le cortaban pedazos. Aquí arriba somos como águilas, pensó. A veces enseñamos a una tortuga cómo puede llegar a volar.

Y después la dejamos caer.

—Ahí abajo va a morir gente —le dijo al mundo oculto en general.

Un dios del Sol tsorteano ni siquiera se molestó en volver la cabeza.

—Para eso está —dijo.

Su mano sostenía un cubilete muy parecido a un cráneo humano con rubíes en las cuencas.

—Ah, sí —dijo Om—. Lo había olvidado por un momento. —Miró el cráneo y después se volvió hacia la pequeña diosa de la Abundancia—. ¿Qué es esto, cariño? ¿Una cornucopia? ¿Puedo echarle un vistazo? Gracias.

Om sacó parte de la fruta. Después le dio un codazo al Dios Salamandra.

—Si yo fuera tú, amigo, buscaría algo largo y pesado —dijo.

—¿Uno es menos que cincuenta y uno? —preguntó P’tang-P’tang.

—Es lo mismo —dijo Om con firmeza, contemplando la nuca del dios del Sol tsorteano.

—Pero tú tienes miles —dijo el dios Salamandra—. Tú peleas por miles.

Om se frotó la frente. He pasado demasiado tiempo allí abajo, pensó. No consigo dejar de pensar al nivel del suelo.

—Creo —dijo —, creo que si quieres miles, tienes que pelear por uno. —Le dio una palmadita en el hombro al dios del Sol—. Oye, rayito de sol.

Y cuando el dios del Sol se volvió hacia él, Om le partió la cornucopia en la cabeza.

No era una tempestad normal. Tartamudeaba como la timidez de las supernovas, meciéndose con grandes ondulaciones de sonido que desgarraban el cielo. Grandes surtidores de arena salían disparados hacia las alturas para girar sobre los cuerpos supinos que yacían encima de la playa. Los rayos caían del cielo, y fuegos simpáticos saltaban de la punta de una lanza a la de una espada.

Simonía levantó la vista hacia la oscuridad retumbante.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó, dando un codazo al cuerpo acostado junto a él.

Que era el de Argavisti. Los dos hombres se miraron.

Más truenos retumbaron a través del cielo. Las olas trepaban una sobre otra para embestir a la flota. Un casco avanzó hacia otro flotando con espantosa gracia, proporcionando el contrapunto del gemir de la madera al bajo del trueno.

Una verga partida por la mitad se hundió en la arena junto a la cabeza de Simonía.

—Si nos quedamos aquí moriremos —dijo—. Vamos.

Se tambalearon a través de la espuma y la arena, avanzando entre grupos de soldados acurrucados que rezaban hasta que tropezaron con algo duro medio tapado.

Los dos entraron a rastras en la zona de calma que había debajo de la Tortuga.

Otros ya habían tenido la misma idea. Figuras oscuras estaban sentadas o acostadas en la oscuridad. Urna estaba sentado abatidamente encima de su caja de herramientas. Un tenue olor a tripas de pescado flotaba en el aire.

—Los dioses están enfadados —dijo Borvorio.

—Pero que muy enfadados —añadió Argavisti.

—Yo tampoco estoy de muy buen humor —repuso Simonía—. ¿Dioses? ¡Ja!

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