Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Titubeó, como un hombre que abre la puerta de una habitación familiar y sólo encuentra un pozo sin fondo.

Los recuerdos seguían allí. Podía sentirlos. Tenían la forma correcta. Era sólo que no podía recordar qué eran.

Había habido una voz… Tenía que haber habido una voz, ¿no? Pero lo único que podía recordar era el sonido de sus propios pensamientos, rebotando de un lado a otro dentro de su cabeza.

Ahora tenía que cruzar el desierto. ¿Qué podía haber de temible en…? El desierto era aquello en lo que creías.

Vorbis miró dentro de sí.

Y siguió mirando.

Cayó de rodillas.

—YA VEO QUE ESTÁS MUY OCUPADO —dijo la Muerte.

—¡No me dejes aquí! ¡Está tan vacío! La Muerte contempló el desierto infinito. Después chasqueó los dedos y un gran caballo blanco trotó hacia él.

—VEO A CIEN MIL PERSONAS —dijo, volviéndose sobre la silla de montar.

—¿Dónde? ¿Dónde?

—AQUÍ. CONTIGO.

—¡No puedo verlas! La Muerte cogió las riendas.

—AUN ASÍ, ESTÁN AQUÍ —dijo, y su caballo avanzó unos cuantos pasos.

—¡No lo entiendo! —gritó Vorbis.

La Muerte se detuvo.

—QUIZÁ HAYAS OÍDO DECIR EN ALGUNA OCASIÓN QUE EL INFIERNO SON LOS DEMÁS.

—Sí. Sí, claro.

La Muerte asintió.

—CON EL TIEMPO —dijo—, DESCUBRIRÁS QUE NO ES ASÍ.

Las primeras embarcaciones atracaron en la playa y los soldados saltaron a las olas, que les llegaban a los hombros.

Nadie estaba demasiado seguro de quién mandaba la flota. La mayoría de los países de la costa se odiaban unos a otros, no en ningún sentido personal, sino simplemente basándose en lo que se podría llamar razones históricas. Por otra parte, ¿cuánto liderazgo se necesitaba? Todo el mundo sabía dónde estaba Omnia. Ninguno de los países de la flota odiaba a los demás más de lo que odiaban a Omnia. De pronto era necesario que Omnia…

dejara de existir.

El general Argavisti de Efebia creía estar al mando, porque aunque no era el que tenía más barcos estaba vengando el ataque sufrido por Efebia. Pero el imperiator Borvorio de Tsort sabía que era él quien estaba al mando, porque había más barcos tsorteanos que de ninguna otra nación. Y el almirante Rham-ap-Efan de Djelibeybi sabía que era él quien estaba al mando, porque el almirante era la clase de persona que siempre cree estar al mando en cualquier situación. De hecho el único capitán que no creía estar al mando de la flota era Fasta Benj, un pescador de una minúscula nación de nómadas que vivían en los pantanos cuya existencia era completamente ignorada por todos los otros países, y cuya pequeña embarcación de juncos se había cruzado con la flota y se había visto arrastrada por ella. Como su tribu creía que sólo había cincuenta y una personas en todo el mundo, adoraba a una salamandra gigante, hablaba una lengua muy personal que nadie más entendía, y nunca había visto metal o fuego anteriormente, Fasta Benj pasaba la mayor parte del tiempo luciendo una gran sonrisa de perplejidad.

Estaba claro que habían llegado a una costa, pero no de barro y juncos como tenía que ser una costa sino de minúsculas partículas rugosas. Fasta Benj atracó su pequeña embarcación en la arena y se sentó para ver qué harían a continuación los hombres de los sombreros emplumados y las relucientes chaquetas de escamas de pez.

El general Argavisti contempló la playa.

—Tienen que habernos visto venir —dijo —. Así pues, ¿por qué permiten que establezcamos una cabeza de playa?

El aire caliente temblaba sobre las dunas. Un punto apareció, creciendo y contrayéndose entre el rielar de la calina.

Más soldados desembarcaron de los navíos.

El general Argavisti se hizo visera sobre los ojos para protegerlos del sol.

—Hay un tipo que no se mueve de ahí —dijo.

—Podría ser un espía —dijo Borvorio.

—No veo cómo puede ser un espía en su propio país —dijo Argavisti —. Y en todo caso, si fuese un espía procuraría pasar desapercibido. Así es como se reconoce a los espías.

La figura se había detenido al pie de las dunas. Había algo en ella que llamaba la atención. Argavisti se había enfrentado a muchos ejércitos enemigos, y eso era normal. Una figura que esperaba pacientemente no lo era.

Descubrió que no paraba de volver la mirada hacia ella.

—Lleva algo —dijo tras unos momentos —. ¿Sargento? Vaya y traiga aquí a ese hombre.

El sargento volvió pasados unos minutos.

—Dice que se reunirá con usted en el centro de la playa, señor —comunicó.

—¿No le he dicho que lo trajera aquí?

—No ha querido venir, señor.

—Pero usted tiene una espada, ¿no?

—Sí, señor. Lo pinché un poquito con la punta, pero se negó a moverse, señor. Y trae consigo un cadáver, señor.

—¿A un campo de batalla? ¿Qué se ha creído, que puede venir aquí trayéndose la mercancía de casa?

—Y… ¿señor?

—¿Qué?

—Dice que probablemente es el cenobiarca, señor. Quiere hablar de un tratado de paz.

—Oh, conque eso es lo que quiere. ¿Un tratado de paz? Ya sabemos lo que pasa cuando intentas firmar un tratado de paz con Omnia. Vaya y dígale que… No. Coja a un par de hombres y tráigalo aquí.

Brutha cruzó el pandemonio organizado del campamento andando entre los soldados. Debería estar asustado, pensó. En la Ciudadela siempre tenía miedo. Pero ahora no lo tengo. Esto es atravesar el miedo y salir por el otro lado.

De vez en cuando uno de los soldados le daba un empujón. Un enemigo no puede entrar en un campamento así como si tal cosa, ni siquiera en el caso de que desee hacerlo.

Brutha fue conducido ante una mesa de campaña a la que estaban sentados media docena de hombres corpulentos ataviados según distintos estilos militares, y un hombrecito de piel olivácea que le estaba quitando las tripas a un pez mientras dirigía sonrisas esperanzadas a todo el mundo.

—Bueno, bueno —dijo Argavisti—. Cenobiarca de Omnia, ¿eh? Brutha dejó caer el cuerpo de Vorbis sobre la arena. Sus miradas lo siguieron.

—Yo conozco a ese… —dijo Borvorio—. ¡Vorbis! Así que alguien lo ha matado por fin, ¿eh? ¿Y quieres hacer el favor de dejar de tratar de venderme pescado? ¿Alguien sabe quién es este hombre? —preguntó, señalando a Fasta Benj.

—Fue una tortuga —dijo Brutha.

—¿De veras? No me sorprende. Nunca me he fiado de ellas. Siempre están acechando por ahí, ¿eh? ¡Oye, ya te he dicho que no quiero pescado! No es de los míos, eso os lo puedo asegurar. ¿Es uno de los vuestros? —Argavisti agitó irritadamente una mano.

—¿Quién te ha enviado, muchacho?

—Nadie. He venido por mi cuenta. Pero se podría decir que vengo del futuro.

—¿Eres un filósofo? ¿Dónde está tu esponja de baño?

—Habéis venido a hacerle la guerra a Omnia. Eso no sería una buena idea.

—Desde el punto de vista de Omnia no, claro.

—Desde el punto de vista de todos. Probablemente nos derrotaríais. Pero no a todos nosotros. ¿Y entonces qué haréis? ¿Dejar una guarnición? ¿Para siempre? Y tarde o temprano una nueva generación se vengaría. El porqué hacéis esto no significará nada para ellos. Seréis los opresores. Lucharán. Hasta podrían acabar venciendo.

Y habrá otra guerra. Y un día la gente dirá: ¿por qué no lo solucionaron de alguna manera entonces? En la playa.

Antes de que todo empezara. Antes de que murieran todas esas personas. Ahora tenemos esa ocasión. ¿Verdad que somos afortunados? Argavisti lo miró sin decir nada. Después le dio un codazo a Borvorio.

—¿Qué ha dicho?

Borvorio, que pensaba un poco más deprisa que los demás, repuso:

—¿Estás hablando de rendición?

—Sí. Suponiendo que esa sea la palabra.

Argavisti estalló.

—¡No puedes hacer eso!

—Alguien tendrá que hacerlo. Te ruego me escuches. Vorbis ha muerto. Ya ha pagado.

—No lo suficiente. ¿Qué pasa con vuestros soldados? ¡Intentaron saquear nuestra ciudad!

—¿Vuestros soldados obedecen tus órdenes?

—¡Desde luego que sí!

—¿Y me matarían aquí y ahora en caso de que se lo ordenaras?

—¡Yo diría que sí!

—Y estoy desarmado —dijo Brutha.

El sol se abatió sobre un embarazoso silencio.

—Cuando digo que obedecerían… —comenzó Argavisti.

—No hemos sido enviados aquí para parlamentar —lo interrumpió Borvorio —. La muerte de Vorbis no cambia nada fundamental. Estamos aquí para asegurarnos de que Omnia deje de ser una amenaza.

—No lo es. Enviaremos materiales y gente para que ayuden a reconstruir Efebia. Y oro, si queréis. Reduciremos el tamaño de nuestro ejército. Y etcétera etcétera. Consideradnos vencidos. Incluso abriremos Omnia a cualquier otra religión que desee edificar lugares sagrados aquí.

Una voz resonó dentro de su cabeza, como la persona detrás de ti que dice «Pon la reina roja encima del rey negro» justo cuando creías haber estado jugando por tu cuenta.

— I. ¿Qué?

—Servirá para alentar… el esfuerzo local —dijo Brutha.

— II. ¿Otros Dioses? ¿Aquí?

—Habrá libertad de comercio a lo largo de la costa. Quiero ver cómo Omnia ocupa su sitio en la gran familia de las naciones hermanas.

—///. Te He Oído Mencionar A Otros Dioses.

—Su lugar está en el fondo —dijo Borvorio.

—No. Eso no daría resultado.

IV. Por Favor, ¿Podríamos Volver A La Cuestión De Los Otros Dioses?

—¿Tendríais la bondad de excusarme un momento? —dijo Brutha alegremente —. Necesito rezar.

Ni siquiera Argavisti puso ninguna objeción cuando Brutha se alejó un poco playa abajo. Como aseguraba san Ungulante a quien se mostrara dispuesto a oírlo predicar, el estar loco tenía sus ventajas. Todo el mundo se lo pensaba dos veces antes de ponerte peros, porque temían que el hacerlo pudiera empeorar las cosas.

V. No Recuerdo Ninguna Disensión Sobre Otros Dioses Siendo Adorados en Omnia,

—Ah, pero el caso es que tú saldrías ganando. La gente no tardará en ver que los demás son unos inútiles, ¿verdad? —dijo Brutha, cruzando los dedos a la espalda.

VI. Esto Es Religión, Chico. ¡No Estamos Hablando De Estrategias De Venta! ¡No Someterás A Tu Dios A Las Fuerzas Del Mercado!

—Lo siento. Comprendo que estés preocupado por…

VIL ¿Preocupado? ¿Yo? ¿Por Una Pandilla De Mujerzuelas Presumidas Y Culturistas Con La Barbita Rizada?

—Perfecto. ¿Entonces estamos de acuerdo?

VIII. ¡No Durarán Ni Cinco Minutos! ¿Qué…?

—Y ahora será mejor que vaya y hable una vez más con esos hombres.

Un movimiento entre las dunas atrajo su mirada.

—Oh, no —dijo —. Los muy idiotas…

Brutha se volvió y corrió desesperadamente hacia la flota atracada.

—¡No! ¡No es lo que parece! ¡Escuchad! ¡Escuchad!

Pero ellos también habían visto el ejército.

Parecía impresionante, quizá más impresionante de lo que era en realidad. Cuando se corre la voz de que una enorme flota enemiga ha atracado con la intención de saquear concienzudamente y —porque vienen de países civilizados— piropear a las mujeres al tiempo que les silban, impresionarlas con sus deslumbrantes uniformes y seducirlas con sus deslumbrantes bienes de consumo, no sé, enséñales un espejo de bronce pulimentado y enseguida se les sube a la cabeza, cualquiera pensaría que había algo de malo en los chicos de la comarca…, bueno, entonces la gente o huye a las colinas o coge el primer objeto blandible que tiene a mano, le dice a la abuela que esconda los tesoros de la familia en sus enaguas y se prepara para luchar.

Y, abriendo la marcha, venía el carro de hierro expulsando nubes de vapor por su embudo.

Urna debía de haber conseguido que volviera a funcionar.

—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! —gritó Brutha al mundo en general, y siguió corriendo.

La flota ya se estaba disponiendo en formación de combate y su comandante, quienquiera que fuese, se asombró al ver lo que parecía un ataque llevado a cabo por un solo hombre.

Borvorio detuvo a Brutha cuando este iba a precipitarse sobre una hilera de lanzas.

—Ya veo —dijo —. Tú nos entretienes hablando mientras vuestros soldados ocupan posiciones, ¿eh?

—¡No! ¡Yo no quería esto!

Borvorio entrecerró los ojos. No había sobrevivido a las muchas guerras de su vida siendo un estúpido.

—No, tal vez no lo querías —dijo —. Pero da igual. Escúchame, mi pequeño e inocente sacerdote. A veces tiene que haber una guerra. Las cosas van demasiado lejos para las palabras. Hay… otras fuerzas. Ahora… vuelve con tu gente. Puede que los dos aún vivamos cuando todo esto haya terminado y entonces podremos hablar.

Luchar primero, hablar después. Así es como funciona, muchacho. La historia es así. Y ahora vete.

Brutha se dio la vuelta.

—I. ¿Los Fulmino?

—¡No!

—II. Podría Reducirlos A Polvo. Sólo Tienes Que Decirlo.

—No. Eso es peor que la guerra.

—III. Pero Dijiste Que Un Dios Debe Proteger A Su Pueblo…

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