Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Brutha verá toda la escena. Allí estaban el cayado de Ossory, la capa de Abismo y las sandalias de Cena. Y, sosteniendo la cúpula, las gigantescas estatuas de los cuatro primeros profetas. Nunca las había visto. Había oído hablar de ellas cada día de su infancia.

¿Y qué significaban ahora? No significaban nada. Nada significaba nada, si Vorbis era Profeta. Nada significaba nada, si el cenobiarca era un hombre para el que en los espacios interiores de su cabeza no había nada que oír aparte de sus propios pensamientos.

Brutha era consciente de que el gesto de Vorbis no sólo había detenido a los guardias, aunque estos lo rodeaban como un seto. También había llenado de silencio el templo. Vorbis habló.

—Ah. Mi Brutha. Te hemos buscado en vano. Y ahora incluso tú estás aquí…

Brutha se detuvo a un par de metros de él. El momento de… lo que quiera que hubiese sido… que lo había impulsado a través del umbral se había disipado.

Ahora lo único que quedaba era Vorbis.

Sonriendo.

La parte de Brutha que aún era capaz de pensar estaba pensando: no hay nada que puedas decir. Nadie te escuchará. A nadie le importará. Da igual lo que les digas acerca de Efebia, y del hermano Murduck, y del desierto. No será fundamentalmente cierto.

Fundamentalmente cierto. Así es el mundo, con Vorbis en él.

—¿Ocurre algo? —dijo Vorbis—. ¿Hay algo que desees decir? —Los ojos negro-sobre-negro llenaban el mundo, como dos pozos.

La mente de Brutha se dio por vencida y su cuerpo tomó el mando. Su cuerpo hizo que su mano retrocediera y se levantara, sin enterarse del súbito adelantarse de los guardias.

Vio cómo Vorbis volvía la mejilla y sonreía.

Brutha se detuvo y bajó la mano.

—No —dijo —. No lo haré.

Y entonces, por primera y única vez, vio a Vorbis realmente furioso. Antes había habido momentos en los que el diácono estaba enfadado, pero siempre había sido algo impulsado por el cerebro y que era conectado y desconectado en cuanto surgía la necesidad. Aquello era otra cosa, algo fuera de control. Y destelló a través de su rostro sólo por un instante.

Mientras las manos de los guardias se cerraban sobre él, Vorbis avanzó un paso y le dio una palmadita en el hombro a Brutha. Después lo miró a los ojos y murmuró:

—Azotadlo hasta llevarlo a las puertas de la muerte, y luego quemadlo el resto del camino.

Un guardia abrió la boca para hablar, pero la cerró en cuanto vio la expresión de Vorbis.

—Hacedlo. Ahora.

Un mundo de silencio. Aquí arriba no hay más sonido que el susurro del viento entre las plumas.

Aquí arriba el mundo es redondo y está circundado por una banda de mar. El punto de vista abarca de un horizonte a otro, y el sol está más cerca.

Y aun así, al mirar hacia abajo en busca de formas…

… entre los campos que hay junto al desierto…

… en lo alto de una pequeña colina…

… una diminuta cúpula en movimiento, ridículamente expuesta…

No hay más sonido que el susurro del viento entre las plumas cuando el águila pliega las alas y cae como una flecha, el mundo girando alrededor de la pequeña forma en movimiento que ha pasado a ser el foco de toda la atención del águila.

Más cerca y…

… las garras descienden…

… aferran…

… y se elevan…

Brutha abrió los ojos.

Su espalda meramente agonizaba. Ya hacía tiempo que se había acostumbrado a desconectar el dolor.

Pero estaba acostado encima de una superficie, con los brazos y las piernas encadenados a algo que no podía ver. El cielo en lo alto. La imponente fachada del templo a un lado.

Volviendo un poco la cabeza podía ver a la multitud silenciosa. Y el metal marrón de la tortuga de hierro.

Podía oler a humo.

Alguien estaba apretando el grillete de su mano. Brutha miró al exquisidor. Bueno, ¿qué tenía que decir ahora? Oh, sí.

—¿La Tortuga Se Mueve? —farfulló.

El hombre suspiró.

—Esta no, amigo —dijo.

El mundo giró debajo de Om mientras el águila buscaba la altura necesaria para cascar conchas, y su mente se vio asediada por el temor existencial tortuguesco a estar lejos del suelo. Y los pensamientos de Brutha, nítidos y brillantes a tan poca distancia de la muerte…

«Estoy yaciendo sobre la espalda y cada vez hace más calor y voy a morir…» Con cuidado, con cuidado. Concéntrate, concéntrate. En cualquier momento te soltará…

Om sacó su largo y flaco cuello, examinó el cuerpo que había encima de él, escogió el que esperaba fuese el punto correcto, metió el pico entre las plumas marrones que había entre las garras y apretó.

El águila parpadeó. Ninguna tortuga le había hecho eso a un águila en ningún otro momento o lugar de la historia.

Los pensamientos de Om llegaron al pequeño mundo plateado de su mente:

—No queremos tener que hacernos daño el uno al otro, ¿verdad? —El águila volvió a parpadear.

Las águilas nunca han desarrollado demasiada imaginación o capacidad de prever lo que va a ocurrir, más allá de la necesaria para saber que cuando dejas caer una tortuga sobre las rocas dicha tortuga queda hecha picadillo.

Pero se estaba formando una imagen mental de lo que ocurría cuando dejabas caer a una tortuga bastante pesada que seguía teniendo muy íntimamente cogida una parte esencial de ti.

Habían empezado a llorarle los ojos.

Otro pensamiento se infiltró en su mente.

—Bueno, vamos a ver. Si juegas a, uh, pelota conmigo, entonces yo… jugaré a pelota contigo. ¿Entiendes? Esto es importante. Esto es lo que quiero que hagas…

El águila se elevó sobre una corriente de aire caliente que brotaba de las rocas, y voló hacia el brillo lejano de la Ciudadela.

Ninguna tortuga había hecho aquello antes. Ninguna tortuga en todo el universo. Pero ninguna tortuga había sido nunca un dios, y conocía el lema no escrito de la Quisición: Cuius testículos habes, habeas cardia et cerebellum.

Cuando has conseguido tenerlos bien cogidos por la atención, sus corazones y sus mentes la seguirán.

Urna se abrió paso a través de la multitud, con Fergmen pisándole los talones. Aquello era lo mejor y lo peor de la guerra civil, al menos al principio: todo el mundo llevaba el mismo uniforme. Todo resultaba más sencillo cuando podías distinguir a los enemigos porque eran de otro color o al menos hablaban con un acento raro. Los llamabas «monos amarillos» o lo que fuese. Facilitaba las cosas.

Eh, pensó Urna. Esto casi es filosofía. Lástima que probablemente no viviré para contárselo a nadie.

Las grandes puertas estaban entornadas. La multitud guardaba silencio, y permanecía muy atenta. Urna estiró el cuello tratando de ver algo, y después levantó la vista hacia el soldado que había junto a él.

Era Simonía.

—Creía que…

—No funcionó —dijo Simonía con amargura.

—¿Hiciste…?

—¡Lo hicimos todo! ¡Algo se rompió!

—Debe de ser el acero que hacen aquí —dijo Urna—. Las clavijas de conexión de…

—Ahora eso da igual —dijo Simonía.

La apremiante sequedad de su tono hizo que Urna siguiera la dirección de las miradas de la multitud.

Había otra tortuga de hierro allí: un excelente modelo de una tortuga, colocado encima de una especie de parrilla de barras metálicas dentro de la que un par de exquisidores estaban encendiendo un fuego en aquel mismo instante. Y encadenado a la espalda de la tortuga…

—¿Quién es ese?

—Brutha.

—¿Qué?

—No sé qué ha pasado. Pegó a Vorbis, o no le pegó. O algo. El caso es que lo puso furioso. Vorbis detuvo la ceremonia allí mismo.

Urna miró al diácono. Todavía no era cenobiarca, por lo que no llevaba la corona. Su calva cabeza relucía bajo el sol matinal entre los soyes y los obispos que esperaban junto a la entrada sin saber qué hacer.

—Bien, vamos —dijo Urna.

—¿Vamos a qué?

—¡Podemos asaltar la escalera y salvarlo!

—Hay más de ellos que de nosotros —dijo Simonía.

—Bueno, ¿no los ha habido siempre? No hay mágicamente más de ellos que de nosotros por el mero hecho de que ahora tengan encadenado a Brutha ahí, ¿verdad? Simonía lo agarró del brazo.

—Piensa con un poco de lógica, ¿quieres? —le urgió —. Eres un filósofo, ¿verdad? ¡Mira a la multitud! Urna miró la multitud.

—¿Y bien?

—No les gusta. —Simonía se volvió —. Oye, Brutha va a morir de todas formas. Pero de esta manera su muerte significará algo. La gente no entiende lo de la forma del universo y todas esas cosas, pero se acordarán de lo que Vorbis le hizo a un hombre. ¿Comprendes? Podemos hacer que la muerte de Brutha se convierta en un símbolo para el pueblo. ¿Es que no lo ves? Om contempló la lejana figura de Brutha. Estaba desnudo, salvo por un taparrabos.

—¿Un símbolo? —dijo. Tenía la garganta reseca.

—Tiene que serlo.

Se acordó de que Didáctilos había dicho que el mundo era un lugar muy raro. Y, pensó, realmente lo era. Allí unas personas se disponían a matar a otra persona asándola, pero le habían dejado puesto el taparrabos, porque la respetabilidad estaba por encima de todo. Tenías que reír. De lo contrario te volverías loco.

—Verás, ahora sé que Vorbis es malvado —dijo, volviéndose hacia Simonía—. Quemó mi ciudad. Bueno, los tsorteanos lo hacen de vez en cuando y nosotros quemamos la suya. No es más que una guerra. Todo es parte de la historia. Y miente y engaña y acapara todo el poder que puede, y montones de personas también hacen todo eso. Pero ¿sabes lo que es especial? ¿Sabes qué es realmente especial?

—Por supuesto —dijo Simonía—. Lo que le está haciendo a…

—Es lo que te ha hecho a ti.

—¿Qué?

—Vorbis convierte a otras personas en copias de sí mismo.

Simonía le cogió del brazo con dedos que parecían haberse vuelto de hierro.

—¿Estás diciendo que yo soy como él?

—En una ocasión dijiste que lo matarías —dijo Urna—. Ahora estás pensando como él…

—Bueno, ¿entonces nos lanzamos a la carga escalera arriba o qué? —preguntó Simonía —. Estoy seguro de que… Bien, puede que tengamos a unos cuatrocientos de nuestra parte. ¿Doy la señal y unos centenares de nosotros atacamos a miles de ellos? ¿Y él muere de todas maneras y nosotros morimos también? ¿En qué cambiaría eso las cosas? El rostro de Urna se había vuelto grisáceo de puro horror.

—¿Quieres decir que no lo sabes? —preguntó.

Unos cuantos rostros se volvieron hacia él entre la multitud para mirarlo con curiosidad.

—¿No lo sabes? —preguntó.

El cielo era azul. El sol todavía no estaba lo bastante alto para convertirlo en el cuenco de cobre normal en Omnia.

Brutha volvió nuevamente la cabeza, esta vez hacia el sol. Se encontraba a cosa de un palmo por encima del horizonte, aunque si las teorías de Didáctilos acerca de la velocidad de la luz eran correctas, entonces en realidad se estaba poniendo, a miles de años en el futuro.

El sol fue eclipsado por la cabeza de Vorbis.

—¿Todavía no tienes calor, Brutha? —preguntó el diácono.

—Empiezo a tener un poco.

—Hará más.

Hubo una súbita agitación entre la multitud. Alguien estaba gritando. Vorbis no hizo caso de los gritos.

—¿No hay nada que quieras decir? —preguntó—. ¿Ni siquiera puedes lanzar una maldición? ¿Tan sólo una maldición, únicamente eso?

—Nunca oíste a Om —dijo Brutha—. Nunca creíste. Nunca oíste su voz. Lo único que has oído son los ecos que resuenan dentro de tu propia mente.

—¿De veras? Pero soy el cenobiarca y tú vas a arder por traición y herejía —repuso Vorbis —. ¿No crees que eso quizá nos esté diciendo algo acerca de Om?

—Habrá justicia —dijo Brutha—. Si no hay justicia, entonces no hay nada.

—¿Justicia? —dijo Vorbis. La idea pareció enfurecerlo. Se volvió hacia la multitud de obispos —. ¿Habéis oído lo que ha dicho? ¿Habrá justicia? ¡Om ha juzgado! ¡A través de mí! ¡Esto es justicia! Un puntito acababa de aparecer encima del sol, y se aproximaba rápidamente a la Ciudadela. Y la vocecita estaba diciendo «izquierda izquierda izquierda arriba arriba un poquito a la derecha arriba izquierda…». La masa de metal que había debajo de Brutha comenzaba a ponerse incómodamente caliente.

—Ya viene —dijo Brutha.

Vorbis levantó la mano para señalar la gran fachada del templo.

—Unos hombres construyeron esto. Nosotros construimos esto —dijo —. ¿Y qué hizo Om? ¿Om viene? ¡Que venga! ¡Que juzgue entre nosotros!

—Ya viene —repitió Brutha—. El Dios.

La multitud lanzaba miradas aprensivas al cielo. Hubo ese momento, sólo un momento, en que el mundo contiene la respiración y espera contra toda experiencia que se produzca un milagro.

—… arriba ahora a la izquierda, cuando yo diga tres, uno, dos, TRES…

Autore(a)s: