Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Ahí estaban las palancas y allí, suspendidos encima de pozos abiertos en el suelo de roca, estaban los dos juegos de contrapesos. Probablemente bastaría con unos centenares de litros de agua para modificar el equilibrio en un sentido o en otro. Naturalmente, el agua tendría que ser bombeada hasta allí arriba…

—¿Sargento? —Fergmen asomó la cabeza desde detrás de la puerta. Parecía estar un poco nervioso, como un ateo durante una tormenta con muchos rayos y truenos.

—¿Qué? —Urna señaló con un dedo.

—Ahí hay un gran pozo que atraviesa la pared. ¿Lo ve? Está justo detrás de la cadena de transmisión.

—¿Laque?

—¿Las ruedas grandes con esa especie de nudos?

—Oh. Sí.

—¿Adonde va a parar el pozo?

—No lo sé. Al otro lado está el gran Molino de la Corrección.

—Ah.

Así que en última instancia, el hálito de Dios era el sudor de los hombres. Didáctilos hubiese sabido apreciar aquella ironía, pensó Urna.

De pronto fue consciente de un sonido que había estado allí todo el tiempo pero que sólo ahora estaba logrando abrirse paso a través de su concentración. Era tenue, sonaba un poco metálico y estaba lleno de ecos, pero se trataba de voces. Procedentes de las cañerías.

A juzgar por su expresión, el sargento también las había oído.

Urna pegó la oreja al metal. No había posibilidad de distinguir palabras, pero el ritmo religioso general era suficientemente familiar.

—Sólo es el servicio en el Templo —dijo—. Probablemente resuena en las puertas y el sonido se transmite hacia abajo por las cañerías.

Su explicación no pareció tranquilizar demasiado a Fergmen.

—Los dioses no tienen nada que ver —tradujo Urna, y volvió a centrar su atención en las cañerías —. Un principio muy simple — añadió, más para sí mismo que para Fergmen —. El agua entra en los depósitos y cae sobre los contrapesos, con lo que altera el equilibrio. Un grupo de contrapesos desciende y el otro sube por el pozo de la pared. El peso de la puerta no importa. Cuando los contrapesos del fondo descienden, esos cubos de ahí se inclinan y vierten el agua. Y el efecto probablemente será gradual y fluido. Con un equilibrio perfecto en cada extremo del movimiento, además. Muy bien calculado.

Vio la cara que estaba poniendo Fergmen.

—El agua entra y sale y las puertas se abren —tradujo—. Así que lo único que tenemos que hacer es esperar a… ¿Cuál dijo que sería la señal?

—Cuando hayan entrado por la puerta principal sonará una trompeta —dijo Fergmen, alegrándose de poder ayudar en algo.

—Ya.

Urna contempló los pesos y los depósitos del techo. Las cañerías de bronce goteaban corrosión.

—Pero quizá valdría más que nos aseguráramos de que sabemos lo que estamos haciendo —dijo —.

Probablemente tendrán que transcurrir un par de minutos antes de que las puertas empiecen a moverse.

—Rebuscó debajo de su túnica y sacó algo que, a los ojos de Fergmen, se parecía muchísimo a un instrumento de tortura. La impresión debió de comunicarse por sí sola a Urna, que habló muy despacio y en un tono lo más calmado posible—: Es una llave graduable.

—¿Sí?

—Sirve para aflojar tuercas.

Fergmen asintió, no muy convencido.

—¿Sí? —dijo.

—Y esto es una botella de aceite penetrante.

—Oh, bueno.

—Ayúdeme a subir ahí, ¿quiere? Tardaré un poco en destornillar la conexión con la válvula, así que será mejor que empecemos a trabajar. —Urna se encaramó a la antigua maquinaria mientras la ceremonia seguía su curso por encima de ellos.

Me-Corto-La-Mano Dhblah estaba totalmente a favor de los nuevos profetas. Incluso estaba a favor del fin del mundo, siempre que pudiera obtener la concesión para vender estatuas religiosas, iconos rebajados, dulces rancios, higos fermentados y olivas putrescentes pinchadas en un palillo a cualquier multitud reunida para asistir al espectáculo.

Así pues, este fue su testamento. Nunca llegó a haber un Libro del Profeta Brutha, pero un amanuense emprendedor, durante lo que acabó siendo conocido como la Renovación, recopiló unas cuantas notas, y Dhblah tuvo esto que decir:

«I. Verá, el caso es que yo me encontraba justo al lado de la estatua de Ossory y entonces me di cuenta de que Brutha estaba junto a mí. Todo el mundo se mantenía alejado de él por eso de que era un obispo, y si empujas a un obispo entonces te hacen ciertas cosas.

»II. Hola, eminencia, le dije yo, y después le ofrecí un yogur prácticamente gratis.

»III. No, respondió él.

»IV. Es sanísimo, le dije, es un yogur vivo.

»V. Sí, dijo, ya lo veo.

»VI. Brutha estaba mirando las puertas. Era más o menos el momento del tercer gong, claro, así que todos sabíamos que aún tendríamos que esperar durante varias horas. Se lo veía un poco deprimido y eso que ni siquiera se había comido el yogur, que admito estaba un poquito así así, con el calor que hacía. Quiero decir que estaba más vivo que de costumbre. Quiero decir que, bueno, yo tenía que ir atizándole con la cuchara para que no se saliera del… De acuerdo, de acuerdo. Sólo estaba explicando lo del yogur. Que sí. Quiero decir que supongo que querrá darle un poquito de color local, ¿no? A la gente le gusta que haya un poquito de color local. Bueno, pues era verde.

»VII. Y allí estaba él, mirando. Así que le dije: ¿Tiene algún problema, eminencia? A lo cual él admitió que no podía oírlo. Y entonces yo dije, ¿quién es este al cual os referís? Si estuviera aquí, dijo él, me enviaría una señal.

»VIII. El rumor de que entonces salí corriendo es totalmente falso. Fue la presión de la multitud, nada más que eso. Nunca he sido amigo de la Quisición. Puede que les haya vendido comida, pero siempre les cobraba extra.

»IX. Bueno, el caso es que entonces él se abrió paso a través de la línea de guardias que mantenían a raya a la multitud y se plantó delante de las puertas, y los guardias no tenían muy claro qué había que hacer con los obispos, y le oí decir algo como: Te llevé por el desierto, he creído durante toda mi vida, dame esta única cosa.

»X. O algo por el estilo, en todo caso. ¿Un poquito de yogur? Lo estoy liquidando. Un pinchito.

Om se izó por encima de una pared cubierta de enredaderas, sujetando zarcillos con su pico y elevándose a base de ejercitar los músculos del cuello. Después cayó al otro lado. La Ciudadela seguía estando tan lejana como siempre.

La mente de Brutha llameaba como un faro en los sentidos de Om. Hay una veta de locura presente en toda persona que dedica sus mejores horas a los dioses, y ahora estaba impulsando al muchacho.

—¡Es demasiado pronto! —chilló Om—. ¡Necesitas seguidores! ¡No puedes ser sólo tú! ¡No puedes hacerlo tú solo! ¡Antes tienes que conseguir discípulos!

Simonía se volvió para mirar a lo largo de la Tortuga. Treinta hombres permanecían acurrucados debajo de la concha, y todos parecían bastante inquietos.

Un cabo saludó.

—La aguja ya ha llegado allí, sargento.

El silbato de latón sonó.

Simonía empuñó las cuerdas de conducción. La guerra siempre debería ser así, pensó. Nada de incertidumbres.

Unas cuantas Tortugas como esta más, y nadie volvería a combatir nunca.

—En marcha —dijo.

Tiró vigorosamente de la palanca grande.

El frágil metal se partió entre sus dedos.

Dale a quien sea una palanca lo bastante grande y podrá cambiar el mundo. El problema es que a veces no te puedes fiar de la palanca.

En las profundidades de la fontanería oculta del Templo, Urna sujetó firmemente una cañería de bronce con su llave graduable y aplicó una cautelosa rotación a la tuerca. La tuerca se resistió. Urna cambió de posición y gruñó al tiempo que empleaba más presión.

Con un quejumbroso ruidito metálico, la cañería se dobló… y se partió.

—¡Pare! ¡Pare!

—¿Qué? —dijo Fergmen, a un par de metros por debajo de él.

—¡Que pare el agua!

—¿Cómo?

—¡La cañería se ha roto!

—Creía que queríamos que se rompiera, ¿no?

—¡Todavía no!

—¡Deje de gritar, señor! ¡Hay guardias cerca!

Urna dejó que el agua chorreara por un instante mientras se quitaba la túnica, y después embutió la prenda empapada en la cañería. La túnica salió despedida con cierta fuerza y chocó húmedamente en el embudo de plomo, resbalando por él hasta que bloqueó la cañería que terminaba en los contrapesos. El agua se acumuló detrás de ella y después empezó a derramarse por el suelo.

Urna miró el contrapeso. No había empezado a moverse. Se relajó ligeramente. Ahora, con tal que todavía hubiera suficiente agua para que el contrapeso descendiera…

—No os mováis.

Urna volvió la cabeza y su cerebro dejó de funcionar.

Un hombre corpulento vestido con una túnica negra acababa de aparecer en la entrada. Detrás de él, un guardia empuñaba una espada de manera bastante significativa.

—¿Quiénes sois? ¿Por qué estáis aquí?

El titubeo de Urna sólo duró un instante. Agitó su llave graduable.

—Bueno, es el recubrimiento de la juntura, claro —dijo—. Está perdiendo que es un horror. Me asombra que todavía aguante.

El hombre entró en la sala. Miró a Urna por un instante sin saber qué hacer y después volvió su atención hacia la cañería que seguía perdiendo agua. Y después volvió a mirar a Urna.

—Pero tú no eres… —comenzó.

Y se volvió en redondo en cuanto Fergmen golpeó al guardia con un trozo de cañería. Cuando se volvió nuevamente hacia Urna, la llave de este le dio de lleno en el estómago. Urna no era fuerte, pero la llave era bastante larga y los sobradamente conocidos principios de la palanca hicieron el resto. El hombre se dobló y se desplomó sobre uno de los contrapesos.

Lo que ocurrió a continuación ocurrió dentro de una fracción de tiempo congelado. El diácono Cúspide se agarró al contrapeso para no perder el equilibrio. El contrapeso bajó lentamente, con los kilos extra del diácono añadiéndose al peso del agua. Cúspide levantó las manos y trató de agarrarse. El contrapeso descendió un poco más, desapareciendo por debajo del borde del pozo. Cúspide hizo un nuevo intento de conservar el equilibrio, pero esta vez lo llevó a cabo sobre el aire, y cayó encima del contrapeso que seguía descendiendo.

Urna vio el rostro del diácono levantado hacia él mientras el contrapeso desaparecía en la penumbra.

Con una palanca, podía cambiar el mundo. Y en lo que concernía al diácono Cúspide, no cabía duda de que Urna lo había cambiado. Había hecho que dejara de existir.

Fergmen estaba inclinado sobre el guardia amenazándolo con el trozo de tubo.

—Yo conozco a este tipo —dijo —. Voy a darle una buena…

—¡Olvídelo!

—Pero…

Los engranajes entraron en acción con un tintineo metálico por encima de ellos. Hubo un lejano crujido de bronce sobre bronce.

—Salgamos de aquí —dijo Urna—. Sólo los dioses saben qué estará ocurriendo ahí arriba.

Y los golpes llovían sobre el caparazón inmóvil de la Tortuga Móvil.

—¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! —gritó Simonía, descargando otra serie de puñetazos —. ¡Muévete! ¡Te ordeno que te muevas! ¿Es que no entiendes el efebiano o qué? ¡Muévete! La máquina inmóvil siguió despidiendo vapor y permaneció donde estaba.

Y Om llegó a lo alto de la ladera de una pequeña colina. No le quedaba otra elección. Ahora ya sólo había una manera de llegar a la Ciudadela.

Con un poco de suerte, era una posibilidad entre un millón.

Y Brutha se detuvo delante de las enormes puertas sin pensar ni por un instante en la multitud o en los guardias que murmuraban entre ellos. La Quisición podía arrestar a cualquiera, pero los guardias no tenían muy claro qué te ocurría si detenías a un arzobispo, especialmente a uno que había sido favorecido tan recientemente por el profeta.

Sólo una señal, pensó Brutha en la soledad de su cabeza.

Las puertas temblaron y empezaron a abrirse lentamente.

Brutha dio un paso adelante. En ese momento no era plenamente consciente, o al menos no coherente tal como la entendían las personas normales. Sólo una parte de él seguía siendo capaz de percibir el estado de su propia mente y pensar: bueno, quizá los Grandes Profetas siempre se sentían así.

Los millares de asistentes a la ceremonia que llenaban el templo no podían estar más confusos. Los coros de soyes menores dejaron de cantar. Brutha avanzó por el pasillo, el único hombre que tenía un propósito entre aquel gentío súbitamente perplejo.

Vorbis estaba de pie en el centro del templo, bajo la bóveda de la cúpula. Los guardias se apresuraron a ir hacia Brutha, pero Vorbis levantó una mano en un movimiento pausado pero muy claro.

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