Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Y mientras sus patas funcionaban frenéticamente, los pensamientos de Brutha zumbaban dentro de su cabeza como una abeja lejana.

Om volvió a tratar de gritar con su mente.

—¿Qué es lo que tienes tú? ¡El tiene un ejército! ¿Tú tienes un ejército? ¿Con cuántas divisiones cuentas? Pero pensamientos como esos necesitaban energía, y había un límite a la cantidad de energía disponible en una tortuga. Om encontró un racimo de uva caído y masticó los granos hasta que el jugo le cubrió la cabeza, pero eso no cambió demasiado las cosas.

Y después estaba el anochecer. Allí las noches no eran tan frías como en el desierto, pero tampoco eran tan cálidas como el día. De noche Om iría funcionando cada vez más despacio a medida que se le enfriase la sangre.

No podría pensar tan deprisa. Ni andar tan deprisa.

Ya estaba perdiendo calor. Calor significaba velocidad.

Subió a lo alto de un hormiguero…

—¡Vas a morir! ¡Vas a morir!… y se deslizó por el otro lado.

Los preparativos para la inauguración del cenobiarca profeta empezaron muchas horas antes del amanecer. En primer lugar, y no según la antigua tradición, el diácono Cúspide y algunos de sus colegas llevaron a cabo un minucioso registro del templo. Buscaron cables que accionaran trampas y examinaron todos los rincones en busca de arqueros escondidos. Aunque iba contra las normas, el diácono Cúspide no rezó ni una sola vez.

También envió unos cuantos pelotones a la ciudad para que detuvieran a los sospechosos habituales. La Quisición siempre prefería dejar sueltos a unos cuantos sospechosos. Así sabías dónde encontrarlos cuando los necesitabas.

Después de eso vinieron una docena de sacerdotes menores para absolver el recinto y expulsar de él a todos los genios, duendes y demonios. El diácono Cúspide los miró trabajar sin hacer comentarios. Nunca había tenido tratos con las entidades sobrenaturales, pero sabía lo que una flecha bien disparada podía hacerle a un estómago que no esperaba recibirla.

Alguien le rozó las costillas con la mano. El diácono Cúspide dio un respingo ante aquella súbita adición de la vida real a la cadena de sus pensamientos, y se llevó instintivamente la mano a la daga.

—Oh —dijo.

Lu-Tze asintió y sonrió e indicó con su escoba que el diácono Cúspide estaba encima de un trozo de suelo que él, Lu-Tze, deseaba barrer.

—Hola, diminuto y asqueroso imbécil amarillo —dijo el diácono Cúspide.

Asentimiento, sonrisa.

—Nunca dices nada, ¿verdad? —murmuró el diácono Cúspide.

Sonrisa, sonrisa.

—Idiota.

Sonrisa. Sonrisa. Mirada.

Urna retrocedió.

—Bueno, ¿estás seguro de que lo has entendido todo? —preguntó.

—Es fácil —dijo Simonía, sentado en la silla de la Tortuga.

—Repítemelo —dijo Urna.

—Alimentamos la caja de fuego —dijo Simonía—. Después, cuando la aguja roja marque XXVI, hacer girar la válvula de bronce; cuando el silbato de bronce suene, tirar de la palanca grande. Y dirigir la máquina tirando de las cuerdas.

—Muy bien —dijo Urna. Pero seguía sin parecer muy convencido—. Es maquinaria de precisión.

—Y yo soy un soldado profesional —dijo Simonía—. No soy un campesino supersticioso.

—Perfecto, perfecto. Bueno…, si estás seguro…

Habían tenido tiempo de dar unos últimos toques a la Tortuga Móvil. Los bordes del caparazón estaban aserrados y había pinchos en las ruedas. Y el tubo de escape para el vapor sobrante, naturalmente… Urna no estaba demasiado seguro de si aquel tubo de escape…

—Sólo es una máquina —dijo Simonía—. No hay problema.

—Claro. Bueno, pues adelante. El sargento Fergmen conoce el camino.

Brutha despertó, o al menos dejó de intentar dormir. Lu-Tze se había ido. Probablemente estaría barriendo en algún sitio.

Vagó por los pasillos desiertos de la sección de los novicios. Todavía faltaban varias horas para que el nuevo cenobiarca fuese coronado. Antes había docenas de ceremonias que llevar a cabo. Todos los que eran alguien estarían en el Lugar y las plazas que lo rodeaban, y el todavía mayor número de personas que apenas eran nadie también estarían allí. Las capillas estaban vacías, y las plegarias inacabables habían dejado de ser cantadas. La Ciudadela hubiese podido estar muerta, de no ser por el inmenso e indefinible rugido de fondo que producían decenas de millares de personas guardando silencio. La luz del sol se filtraba a través de los pozos de iluminación.

Brutha nunca se había sentido más solo. El desierto había sido un auténtico jolgorio comparado con aquello.

Anoche… anoche, con Lu-Tze, todo había parecido tan claro. Anoche Brutha se sentía capaz de encararse con Vorbis allí y entonces. Anoche parecía haber una posibilidad. Anoche todo había sido posible. Ese era el problema de los anoches. Siempre eran seguidos por estas mañanas.

Entró en el nivel de la cocina y después salió al mundo exterior. Un par de cocineros estaban preparando el banquete ceremonial de carne, pan y sal, pero no le prestaron atención.

Brutha se sentó delante de uno de los mataderos. Sabía que había una puerta trasera en algún lugar de por allí.

Si salía, nadie le daría el alto. Hoy todos estaban muy ocupados asegurándose de que ningún visitante no deseado se colase.

Podía irse. Dejando aparte la sed y el hambre, el desierto había parecido bastante agradable. San Ungulante con su locura y sus setas parecía haberle tomado la medida a la vida. El que te engañaras a ti mismo carecía de importancia siempre que te aseguraras de no llegar a saberlo, y además funcionaba a las mil maravillas. En el desierto la vida era mucho más sencilla.

Pero había una docena de guardias junto a la puerta, y no parecían demasiado simpáticos. Brutha volvió a su asiento, que estaba resguardado en un rincón, y se dedicó a contemplar el suelo con expresión lúgubre.

Si Om estaba vivo podría enviarle una señal, ¿verdad? Un rechinar junto a las sandalias de Brutha se elevó unos centímetros y después se hizo a un lado. Brutha miró el agujero.

Una cabeza encapuchada apareció, le devolvió la mirada y volvió a desaparecer. Hubo un susurrar subterráneo.

La cabeza reapareció, y fue seguida por un cuerpo. El cuerpo se izó a los adoquines. La capucha fue echada hacia atrás. El hombre dirigió una sonrisa conspiratoria a Brutha, se llevó los dedos a los labios y después, sin ningún aviso previo, se lanzó sobre él con intenciones violentas.

Brutha rodó sobre los adoquines y levantó frenéticamente las manos en cuanto vio el destello del metal. Una mano bastante sucia cayó sobre su boca. La hoja de un cuchillo recortó una silueta dramática y muy definitiva contra la luz…

—¡No!

—¿Por qué no? ¡Dijimos que lo primero que haríamos sería matar a todos los sacerdotes!

—¡A ese no! Brutha se atrevió a volver los ojos hacia un lado. Aunque la segunda figura que estaba saliendo del agujero también llevaba una túnica mugrienta, el corte de pelo al estilo brochazo era inconfundible.

—¿Urna? —intentó decir.

—Tú calla —dijo el otro hombre, presionándole la garganta con el cuchillo.

—¿Brutha? —dijo Urna—. ¿Estás vivo?

Los ojos de Brutha fueron de su captor a Urna de una manera que indicaba que era demasiado pronto para mostrarse categórico acerca de aquella cuestión.

—Es de confianza —dijo Urna.

—¿De confianza? ¡Es un sacerdote!

—Pero está de nuestra parte. ¿Verdad, Brutha? Brutha trató de asentir y pensó: Estoy de parte de todos. Estaría bien que, sólo por una vez, alguien estuviera de mi parte.

La mano se apartó de su boca, pero el cuchillo siguió descansando encima de su garganta. Los normalmente muy pausados procesos mentales de Brutha fluyeron como el mercurio.

—¿La Tortuga Se Mueve? —se atrevió a murmurar. El cuchillo fue retirado con reticencia.

—No confío en él —dijo el hombre —. Al menos deberíamos tirarlo por el agujero.

—Brutha es uno de nosotros —dijo Urna.

—Claro que sí. Por supuesto —dijo Brutha—. ¿Cuáles sois? —Urna se acercó un poco más.

—¿Cómo está tu memoria?

—Estupendamente, por desgracia.

—Bien. Bien. Uh. Sería buena idea que no te metieras en líos, sabes… si ocurre algo. Acuérdate de la Tortuga. Aunque te acordarás, claro.

—¿Qué cosas? Urna le dio una palmadita en el hombro, lo que hizo que Brutha pensara en Vorbis por un momento. Vorbis, que nunca había tocado a otra persona dentro de su cabeza, siempre estaba tocando con las manos.

—Sería preferible que no supieras qué está ocurriendo —dijo Urna.

—Pero es que no lo sé —dijo Brutha.

—Mejor. Así ha de ser.

El hombre corpulento señaló con su cuchillo los túneles que llevaban hacia la roca.

—¿Nos vamos o qué? —preguntó.

Urna echó a correr detrás de él pero de pronto se detuvo y se volvió hacia Brutha.

—Ten cuidado —dijo—. Necesitamos lo que hay dentro de tu cabeza.

Brutha los vio marchar.

—Yo también —murmuró.

Y volvió a quedarse solo.

Pero pensó: Un momento. No tengo por qué estar solo. Soy un obispo. Al menos puedo mirar. Om se ha ido y el mundo pronto acabará, así que ya puestos al menos podría ver lo que pasa.

Con un chasquido de sandalias, Brutha echó a andar hacia el Lugar.

En el tablero de jaquedrez, los obispos se mueven diagonalmente. Por eso tienen una cierta tendencia a aparecer allí donde los reyes no esperan que estén.

—¡Condenado idiota! ¡No vayas por ahí!

El sol ya estaba muy alto en el cielo. De hecho probablemente estaba poniéndose, si las teorías de Didáctilos sobre la velocidad de la luz eran correctas, pero en cuestiones de relatividad el punto de vista del observador es muy importante, y desde el punto de vista de Om el sol era una bola dorada en un llameante cielo anaranjado.

Subió por otra pendiente y contempló la lejana Ciudadela. Podía oír las voces burlonas de todos los dioses menores resonando dentro de su cabeza.

Un dios que había caído nunca gozaba de mucha popularidad entre los dioses menores. Aquello no les gustaba nada. Les hacía quedar mal a todos. Les recordaba la mortalidad. Om sería arrojado a las profundidades del desierto, donde nadie vendría nunca. Nunca. Hasta el fin del mundo.

Se estremeció dentro de su concha.

Urna y Fergmen andaban tranquilamente por los túneles de la Ciudadela, empleando la clase de andares tranquilos y despreocupados que, en el caso de que hubiera habido presente alguien para interesarse por ellos, habrían atraído una detalladísima y muy afilada atención en cuestión de segundos. Pero las únicas personas presentes eran aquellas que tenían trabajos vitales que hacer. Además, mirar con demasiada fijeza a los guardias no hubiese sido muy buena idea porque siempre cabía la posibilidad de que te devolvieran la mirada.

Simonía había asegurado a Urna que había accedido a hacer aquello. Urna no acababa de acordarse de si realmente había dicho que lo haría. El sargento conocía una ruta de acceso a la Ciudadela, lo cual era bastante sensato. Y Urna entendía de hidráulica. Perfecto. Ahora estaba andando por aquellos túneles resecos entre los tintineos de su cinturón de las herramientas. Había una conexión lógica, pero había sido establecida por otro.

Fergmen dobló una esquina y se detuvo junto a una gran reja vertical que iba del suelo al techo. Estaba muy oxidada. En otros tiempos quizá hubiera sido una puerta, ya que había una sugerencia de bisagras fundidas con la piedra a causa de la herrumbre. Urna atisbo por entre los barrotes. Más allá, en la penumbra, había cañerías.

—Eureka —dijo.

—¿Qué, nos vamos a dar un baño? —preguntó Fergmen.

—Cállese y vigile.

Urna seleccionó una palanqueta corta de su cinturón y la introdujo entre la reja y la piedra. Dadme un metro de buen acero y un muro en el que apoyar… mi… pie —la reja se inclinó hacia adelante y después se desprendió con un pesado estrépito— y puedo cambiar el mundo…

Entró en la larga, oscura y húmeda sala y soltó un silbido de admiración.

Nadie había llevado a cabo ningún trabajo de mantenimiento durante, bueno, durante el tiempo que hiciera falta para que unas bisagras de hierro se convirtieran en una masa de herrumbre a punto de pulverizarse, pero ¿todo aquello aún funcionaba? Urna alzó la mirada hacia cubas de plomo y hierro que eran más grandes que él, y un amasijo de cañerías del grosor de un hombre.

Este era el hálito de Dios.

El último hombre que sabía cómo funcionaba probablemente había muerto en la sala de torturas hacía muchos años. O tan pronto como fue instalado. Matar al creador era un método tradicional de proteger la patente.

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