Si la abuela de Brutha hubiera nacido hombre, el omnianismo habría encontrado a su octavo profeta bastante más pronto de lo esperado. Tal como estaban las cosas, la abuela de Brutha organizaba con una terrible eficiencia la limpieza del templo, el sacar brillo a las estatuas y la lapidación de las sospechosas de adulterio.
Así fue como Brutha creció en posesión del más firme y absoluto conocimiento de todo lo referente al Gran Dios Om. Brutha creció sabiendo que los ojos de Om no se apartaban de él en ningún momento, especialmente en lugares como el excusado, y que estaba rodeado de demonios al acecho a los que sólo mantenían a raya la robustez de su fe y el peso del bastón de la abuela, que se guardaba detrás de la puerta en aquellas raras ocasiones en las que no estaba siendo utilizado. Brutha podía recitar hasta el último versículo de los siete Libros de los Profetas, y hasta el último Precepto. Conocía todas las Leyes y Canciones. Especialmente las Leyes.
Los omnianos eran un pueblo temeroso del Dios.
Tenían mucho que temer.
La habitación de Vorbis estaba ubicada en la Ciudadela superior, lo cual era realmente inusitado para un simple diácono. Él no lo había pedido. Vorbis rara vez tenía que pedir nada. El destino tiene su propia manera de marcar a los suyos.
También era visitado por algunos de los hombres más poderosos de la jerarquía de la Iglesia.
Nunca por los seis archisacerdotes o por el cenobiarca en persona, naturalmente. Ellos no eran tan importantes, porque después de todo sólo estaban en la cima. A la gente que de verdad dirige las organizaciones normalmente se la encuentra varios niveles más abajo, allí donde todavía es posible conseguir que se hagan las cosas.
A las personas les gustaba hacerse amigas de Vorbis, principalmente debido al ya mencionado campo mental que les sugería, de la más sutil de las maneras, que no querían ser enemigas suyas.
Dos de ellas estaban sentadas con él en aquel momento. Eran el general Soy Fri’it, quien pese a lo que pudieran sugerir los registros oficiales era el hombre que controlaba a la mayor parte de la Legión Divina, y el obispo Drunah, secretario del Congreso de Soyes. Quienes pensaran que eso no confería demasiado poder, nunca habían sido secretarios de minutas en una reunión de ancianos ligeramente sordos.
De hecho ninguno de los dos hombres se encontraba allí. No estaban hablando con Vorbis. Era una de esas reuniones. Muchísimas personas nunca hablaban con Vorbis, y hacían todo lo posible para no tener que reunirse con él. Algunos abates de los monasterios más lejanos habían sido convocados recientemente a la Ciudadela, viajando en secreto hasta una semana entera a través de terreno tortuoso, sólo para estar absolutamente seguros de que no formarían parte de las figuras entrevistas que visitaban la habitación de Vorbis. Durante los últimos meses, al parecer Vorbis había tenido tantos visitantes como el Hombre de la Máscara de Hierro.
Tampoco estaban hablando. Pero si hubieran estado allí, y si hubieran estado manteniendo una conversación, esta habría discurrido de la siguiente manera:
—Y ahora —dijo Vorbis—, la cuestión de Efebia.
El obispo Drunah se encogió de hombros. [3]
—El asunto carece de importancia, dicen. Los efebios no suponen ninguna amenaza.
Los dos hombres miraron a Vorbis, un hombre que nunca levantaba la voz. Siempre costaba mucho saber qué estaba pensando Vorbis, y en bastantes ocasiones seguía siendo difícil saberlo incluso después de que te lo hubiera dicho.
—¿De veras? ¿A esto hemos llegado? —dijo —. ¿Los efebios no suponen ninguna amenaza? ¿Después de lo que le hicieron al pobre hermano Murduck? ¿Después de los insultos a Om? Esto no puede ser pasado por alto.
¿Qué se ha propuesto hacer?
—No más guerras —dijo Fri’it—. Luchan como posesos. No. Ya hemos perdido demasiados hombres.
—Tienen dioses poderosos —dijo Drunah.
—Tienen mejores arcos —dijo Fri’it.
—No hay más Dios que Om —dijo Vorbis —. Aquello a lo que los efebianos creen rendir culto sólo es un tropel de demonios y genios del desierto. Suponiendo que a eso le pueda llamar culto, claro está. ¿Habéis visto esto? —Empujó hacia ellos un rollo de papel.
—¿Qué es? —preguntó Fri’it cautelosamente.
—Una mentira. Una historia que no existe y nunca existió… El… Las cosas… —Vorbis titubeó, tratando de recordar una palabra que había caído en desuso hacía ya mucho tiempo—. Como las… historias que se cuentan a los niños cuando son demasiado pequeños… Palabras para que la gente diga… El…
—Oh. Una obra de teatro —dijo Fri’it. La mirada de Vorbis lo clavó a la pared.
—¿Sabes de estas cosas?
—Yo… Cuando fui a Klatch, en una ocasión… —balbuceó Fri’it. Y se recuperó con un visible esfuerzo. Había mandado a cien mil hombres en combate. No se merecía aquello. Descubrió que no se atrevía a mirar la expresión de Vorbis —. Bailan danzas — dijo con voz átona—. En sus días sagrados. Las mujeres llevan campanillas en sus… Y cantan canciones. Sobre los primeros días del mundo, cuando los dioses… —Se calló —. Era repugnante —dijo. Chascó los nudillos, un hábito suyo siempre que estaba nervioso.
—En esta obra salen sus dioses —dijo Vorbis —. Hombres con máscaras. ¿Podéis creerlo? Tienen un dios del vino. ¡Un viejo borracho! ¡Y la gente dice que Efebia no representa ninguna amenaza! Y esta…
Tiró otro rollo de papel, este más grueso, encima de la mesa.
—Esta es mucho peor. Pues si bien rinden culto a falsos dioses equivocadamente, su error radica en su elección de los dioses, no en el culto que les rinden. Pero esta…
Drunah la examinó cautelosamente.
—Creo que hay otras copias, incluso en la Ciudadela —dijo Vorbis —. Esta pertenecía a Sasho. Y creo que fuiste tú quien lo recomendó para que entrara a mi servicio, Fri’it.
—Siempre me pareció un joven muy inteligente y despierto —dijo el general.
—Pero desleal —dijo Vorbis —, y ahora está recibiendo su justa recompensa. Lo único que hay que lamentar es que no se le haya podido inducir a darnos los nombres de sus compañeros de herejía.
Fri’it trató de no dejarse arrastrar por la súbita oleada de alivio. Sus ojos se encontraron con los de Vorbis.
Drunah rompió el silencio.
— De Chelonian Mobile —leyó en voz alta—. «La Tortuga Se Mueve.» ¿Qué significa?
—Bastaría con decíroslo para que vuestras almas corrieran peligro de pasar mil años en el infierno —dijo Vorbis. Sus ojos no se habían apartado de Fri’it, que ahora estaba contemplando fijamente la pared.
—Me parece que es un riesgo que podríamos asumir —dijo Drunah.
Vorbis se encogió de hombros.
—El escritor afirma que el mundo… viaja a través del vacío encima del lomo de cuatro enormes elefantes —dijo.
Drunah se quedó boquiabierto.
—¿Encima de sus lomos? —preguntó.
—Eso afirma —dijo Vorbis sin dejar de mirar a Fri’it.
—¿Y qué sostiene a los elefantes?
—El escritor dice que están de pie encima del caparazón de una enorme tortuga —dijo Vorbis. Drunah sonrió nerviosamente.
—¿Y qué sostiene a la tortuga? —preguntó.
—No le veo sentido alguno a especular acerca de qué la sostiene —replicó secamente Vorbis—, ¡dado que no existe!
—Claro, claro —se apresuró a decir Drunah—. Pura curiosidad, nada más.
—La curiosidad casi siempre es perniciosa —dijo Vorbis —. Hace que la mente se adentre por caminos especulativos. Pero el hombre que ha escrito esto anda libremente por Efebia, ahora.
Drunah miró el papel.
—Aquí dice que subió a un barco que puso rumbo hacia una isla en el límite y que miró por el borde y…
—Mentiras —dijo Vorbis sin inmutarse —. Y aunque no lo fuesen daría igual. La verdad está dentro, no fuera.
En las palabras del Gran Dios Om, tal como fueron transmitidas por sus profetas elegidos. Nuestros ojos pueden engañarnos, pero nuestro Dios nunca nos engañará.
—Pero…
Vorbis miró a Fri’it. El general estaba sudando.
—¿Sí? —dijo.
—Bueno… Efebia es un lugar en el que unos locos tienen ideas de lo más locas. Todo el mundo lo sabe. Quizá sería más sensato dejar que se cocieran en su propia locura, ¿no?
Vorbis meneó la cabeza.
—Por desgracia, las ideas descabelladas e inestables muestran una preocupante tendencia a circular y echar raíces.
Fri’it tuvo que admitir que eso era verdad. Sabía por propia experiencia que las ideas sensatas y obvias, como la inefable sabiduría y el infalible buen juicio del Gran Dios Om, parecían tan incomprensiblemente oscuras a los ojos de muchas personas que tenías que matarlas para que entendieran cuán equivocadas habían estado, mientras que ciertas personas encontraban tan atractivas las nociones peligrosas, insensatas y nebulosas que —Fri’it se frotó pensativamente una cicatriz— dichas personas se escondían en lo alto de las montañas y te tiraban rocas hasta que las obligabas a bajar mediante el hambre. Preferían morir a ser sensatas. Fri’it llevaba muchos años siendo sensato. Se había dado cuenta de que lo sensato era no morir.
—¿Qué proponéis? —dijo.
—El Consejo quiere parlamentar con Efebia —dijo Drunah—. Ya sabéis que he de organizar una delegación para que parta mañana.
—¿Cuántos soldados? —preguntó Vorbis.
—Sólo un guardaespaldas. Después de todo, nos han asegurado que respetarán el salvoconducto —dijo Fri’it.
—«Nos han asegurado que respetarán el salvoconducto» —dijo Vorbis. Sonó como una larguísima maldición—. ¿Y una vez dentro…? Fri’it quería decir: He hablado con el comandante de la guarnición efebiana, y me parece que es un hombre de honor, aunque naturalmente en realidad es un despreciable infiel y un vil gusano. Pero aquello no era la clase de cosa que le pareciese prudente decir a Vorbis, así que la sustituyó por otra.
—Nos mantendremos en guardia —dijo.
—¿Podemos sorprenderlos? Fri’it titubeó.
—¿Nosotros? —dijo.
—Yo encabezaré la delegación —propuso Vorbis. Hubo un brevísimo intercambio de miradas entre él y el secretario —. Me… me gustaría alejarme de la Ciudadela durante un tiempo. Un cambio de aires. Además, no deberíamos permitir que los efebianos piensen que merecen la atención de un miembro superior de la Iglesia.
Sólo estaba pensando en las posibilidades, en el caso de que se nos provocara…
El nervioso chasquido de los nudillos de Fri’it fue como el trallazo de un látigo.
—Les hemos dado nuestra palabra…
—No puede haber tregua con los infieles —dijo Vorbis.
—Pero hay ciertas consideraciones prácticas —dijo Fri’it con el tono más seco que se atrevió a emplear—. El palacio de Efebia es un auténtico laberinto. Lo sé. Hay trampas. Nadie puede entrar allí sin un guía.
—¿Cómo entra el guía? —preguntó Vorbis.
—Supongo que se guía a sí mismo —dijo el general.
—Sé por propia experiencia que siempre hay otra manera —dijo Vorbis—. En todas las cosas siempre hay otro camino. Que el Dios nos mostrará a Su debido tiempo, de eso podemos estar seguros.
—Todo sería más fácil si hubiera una falta de estabilidad en Efebia, desde luego —dijo Drunah—. No cabe duda de que alberga ciertos… elementos.
—Y sería la puerta que nos abriría la totalidad de la costa del Derecho —dijo Vorbis.
—Bueno…
—El Djel, y después Tsort —repuso Vorbis.
Drunah trató de no ver la expresión de Fri’it.
—Es nuestro deber —dijo Vorbis —. Nuestro sagrado deber. No debemos olvidar al pobre hermano Murduck.
Iba desarmado y estaba solo.
Las enormes sandalias de Brutha chapaleaban a lo largo del corredor enlosado hacia la austera celda del hermano Nhumrod.
El novicio estaba tratando de componer mensajes dentro de su cabeza. Maestro, hay una tortuga que dice…
Maestro, esta tortuga quiere… Maestro, a que no lo adivina, me he encontrado con una tortuga entre los melones y me he enterado de que…
Brutha nunca se había atrevido a pensar en sí mismo como un profeta, pero tenía una idea bastante clara de cómo terminaría cualquier entrevista que empezara de aquella manera.
Muchas personas daban por sentado que Brutha era idiota. Lo cierto era que parecía uno, desde su rostro redondo y franco hasta sus pies tirando a planos y sus gruesos tobillos. También tenía el hábito de mover los labios mientras pensaba profundamente, como si estuviera ensayando cada frase. Y eso se debía a que era precisamente aquello lo que estaba haciendo. El pensar no era algo que le saliera con facilidad. La mayoría de las personas piensan automáticamente, con el pensamiento danzando a través de su cerebro como la electricidad estática a través de una nube. Al menos, así se lo parecía a Brutha. En cambio él tenía que ir construyendo los pensamientos trocito a trocito, como si estuviera levantando una pared. Una corta vida de que se rieran de él por tener un cuerpo como un barril y pies que daban la impresión de estar a punto de salir corriendo en direcciones opuestas había desarrollado en Brutha la tendencia a pensarse muchísimo todo lo que decía.