Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—No me preguntes por la segunda o la tercera vez —murmuró para sí mismo.

Vorbis, rodeado de papeles, estaba sentado en el asiento de piedra de su jardín.

—¿Y bien? La figura arrodillada no levantó la vista. Dos guardias con las espadas desenvainadas estaban de pie junto a ella.

—La gente de la Tortuga… está tramando algo —dijo, la voz agudizada por el terror.

—Por supuesto que traman algo. Por supuesto —dijo Vorbis—. ¿Y qué están tramando?

—Hay alguna clase de… Cuando fuisteis confirmado como cenobiarca… Alguna clase de artefacto, alguna máquina que se mueve por sí sola… Derribará las puertas del Templo…

La voz se fue debilitando hasta desvanecerse.

—¿Y dónde se encuentra este artefacto ahora? —preguntó Vorbis.

—No lo sé. Me compraron hierro. Sólo sé eso.

—Un artefacto de hierro.

—Sí. —El hombre respiró hondo, mitad inspiración y mitad jadeo —. La gente dice… Los guardias dijeron…

…que tenéis encarcelado a mi padre y que quizá podríais… Os suplico…

Vorbis miró al hombre.

—Pero temes que también pueda enviarte a las celdas —dijo —. Piensas que soy esa clase de persona. Temes que pueda pensar, este hombre ha tenido tratos con herejes y blasfemos en circunstancias familiares…

El hombre seguía con los ojos clavados en el suelo. Los dedos de Vorbis se curvaron suavemente alrededor de su mentón y le levantaron la cabeza hasta que su mirada se encontró con la del hombre.

—Lo que has hecho está muy bien —dijo. Miró a uno de los guardias —. ¿El padre de este hombre todavía vive?

—Sí, señor.

—¿Todavía puede andar? —El exquisidor se encogió de hombros.

—Sí, señor.

—Entonces libéralo inmediatamente, déjalo al cuidado de su obediente hijo, y mándalos a los dos de vuelta a casa.

Los ejércitos del miedo y la esperanza se enfrentaron en los ojos del informador.

—Gracias, señor —dijo.

—Vete en paz.

Vorbis vio cómo uno de los guardias escoltaba al hombre fuera del jardín. Después hizo una vaga seña con la mano a uno de los exquisidores jefes.

—¿Sabemos dónde vive? — Sí, señor.

—Bien.

El exquisidor titubeó.

—¿Y este… artefacto, señor?

—Om me ha hablado. ¿Una máquina que se mueve por sí sola? Tal cosa va contra todos los dictados de la razón. ¿Dónde están sus músculos? ¿Dónde está su mente?

—Sí, señor.

El exquisidor, que se llamaba diácono Cúspide, había llegado adonde se encontraba hoy, que no era un sitio en el que estuviera muy seguro de querer estar, porque disfrutaba haciendo daño a la gente. Era un deseo muy simple, y uno que satisfacía en abundancia dentro de la Quisición. Y Cúspide era uno de aquellos a los que Vorbis aterrorizaba de una manera muy particular. Hacer daño a la gente porque disfrutabas con ello… eso era comprensible. Vorbis hacía daño a las personas porque había decidido que se les debía hacer daño, sin pasión, hasta con una especie de inflexible amor.

Una larga experiencia había enseñado a Cúspide que la gente no se inventaba cosas, al menos no delante de un exquisidor. Claro que no había artefactos que se movieran por sí solos, pero tomó nota que habría que incrementar la guardia…

—No obstante —dijo Vorbis —, durante la ceremonia de mañana ocurrirá algo.

—¿Señor?

—Dispongo de… conocimientos especiales —dijo Vorbis.

—Por supuesto, señor.

—Tú sabes cuánta fuerza hay que aplicar para romper un tendón o un músculo, diácono Cúspide.

Cúspide se había formado la opinión de que Vorbis vivía en algún lugar al otro lado de la locura. La locura corriente no le planteaba ningún problema. Cúspide sabía que había un montón de locos en el mundo, y muchos de ellos se volvían todavía más locos en los túneles de la Quisición. Pero Vorbis había atravesado aquella barrera roja y había construido alguna clase de estructura lógica al otro lado. Pensamientos racionales hechos a partir de componentes enloquecidos…

—Sí, señor —dijo.

—Yo sé cuánta fuerza hay que aplicar para quebrar a una persona.

Era de noche, y hacía frío para aquella época del año.

Lu-Tze iba y venía por la penumbra del granero, barriendo industriosamente. De vez en cuando sacaba un trapo de su túnica y sacaba brillo a las cosas.

Sacó brillo al exterior de la Tortuga Móvil, que se elevaba amenazadora entre las sombras.

Después siguió barriendo en dirección a la fragua, donde estuvo curioseando un rato.

Verter buen acero es algo que requiere una extremada concentración. No era de extrañar que los dioses siempre se hubieran agrupado alrededor de las herrerías aisladas. Había tantas cosas que podían salir mal. Un ligero error en la mezcla de los ingredientes, un momento de distracción…

Urna, que casi se había dormido de pie, gruñó cuando un codazo lo despertó y le pusieron algo en las manos.

—Oh —dijo —. Muchas gracias.

Asentimiento, sonrisa.

—Ya casi está —dijo Urna, más o menos para sí mismo —. Ahora ya sólo hay que dejar que se enfríe. Tiene que enfriarse muy lentamente. De lo contrario se cristaliza, sabes.

Asentimiento, sonrisa, asentimiento.

El té estaba realmente bueno.

—De todas maneras no es una parte muy importante —dijo Urna, empezando a tambalearse—. Sólo son las palancas de control…

Lu-Tze lo sostuvo antes de que cayera y lo llevó hasta un montón de carbón de leña donde lo sentó. Después volvió a la fragua y la estuvo observando durante un rato. La barra de acero relucía dentro del molde.

Las personas para las que Lu-Tze era una figura vagamente entrevista detrás de una escoba muy lenta se habrían sorprendido ante su repentina exhibición de velocidad, especialmente viniendo de un hombre de seis mil años de edad que sólo comía arroz moreno y sólo bebía té verde con un nudo de mantequilla rancia dentro.

Lu-Tze dejó de correr cuando ya estaba bastante cerca de las puertas principales de la Ciudadela y empezó a barrer. Fue barriendo hasta las puertas, barrió alrededor de ellas, asintió y le sonrió a un soldado que lo miró con cara de pocos amigos hasta ver que sólo era aquel viejo tonto que siempre estaba barriendo, sacó brillo a uno de los pomos de las puertas, y después siguió barriendo a lo largo de los pasadizos y los claustros hasta que llegó al huerto de Brutha.

Donde pudo ver una figura acurrucada entre los melones.

Lu-Tze encontró una manta y volvió al huerto, donde Brutha estaba sentado con la azada encima de las rodillas.

Lu-Tze había visto muchos rostros llenos de agonía en su tiempo, que era más largo del que consiguen llegar a ver muchas civilizaciones. El de Brutha era el peor. Lu-Tze extendió la manta sobre los hombros del obispo.

—No puedo oírlo —dijo Brutha con voz enronquecida—. Eso puede significar que está demasiado lejos. No puedo dejar de pensar en eso. Podría estar perdido ahí fuera. ¡A kilómetros de distancia! —Lu-Tze sonrió y asintió.

—Todo volverá a suceder. Él nunca le dijo a nadie que hiciera nada. O que no hiciera algo. ¡Le daba igual!

Lu-Tze volvió a sonreír y asintió. Tenía los dientes amarillos. De hecho, era su dentadura número doscientos.

—Tendría que haberle importado.

Lu-Tze volvió a desaparecer en su rincón y regresó con un pequeño cuenco lleno de alguna clase de té. Asintió y sonrió, y ofreció el cuenco hasta que Brutha lo cogió y bebió un sorbo. Sabía a agua caliente dentro de la que hubieran metido una bolsa de la lavandería.

—No entiendes nada de lo que te estoy diciendo, ¿verdad? —dijo Brutha.

—No mucho —dijo Lu-Tze.

—¿Puedes hablar?

Lu-Tze se llevó a los labios un dedo marchito.

—Gran secreto —dijo.

Brutha miró al hombrecillo. ¿Cuánto sabía acerca de él? ¿Cuánto sabía alguien acerca de él?

—Hablas con Dios —dijo Lu-Tze.

—¿Cómo lo has sabido?

—Signos. Hombre que habla con Dios tiene vida difícil.

—¡Tienes muchísima razón! —Brutha miró a Lu-Tze por encima del cuenco —. ¿Por qué estás aquí? No eres omniano. Ni efebiano.

—Crecer cerca del Cubo. Hace mucho tiempo. Ahora Lu-Tze un extranjero allá donde va. Ser la mejor manera. Aprender religión en un templo en casa. Ahora ir allí donde hay trabajo.

—¿Traer tierra y podar plantas?

—Claro. Nunca haber sido obispo o gran capitoste. Vida peligrosa. Siempre ser hombre que limpia reclinatorios o barre detrás del altar. Nadie molesta a hombre útil. Nadie molesta a hombre pequeño. Nadie recuerda nombre.

—¡Eso era lo que yo iba a hacer! Pero a mí no me funciona.

—Entonces encontrar otra manera. Yo aprendo en templo. Enseñado por anciano maestro. Cuando haber problemas, siempre recordar sabias palabras de anciano y venerable maestro.

—¿Cuáles?

—Anciano maestro dice: «¡Eh, chico! ¡Sí, el de ahí! ¿Qué estás comiendo? ¡Espero que hayas traído suficiente para todos!» Anciano maestro dice: «¡Eres un chico muy malo! ¿Por qué no has hecho tus deberes?» Anciano maestro dice: «¿Qué chico se está riendo? ¡Como no hay manera de saber qué chico se está riendo, os quedaréis todos después de clase!» Cuando recordar esas sabias palabras, nada parecer tan malo.

—¿Qué voy a hacer? ¡No puedo oírlo!

—Haz lo que debes hacer. Si yo haber aprendido algo, ser que siempre debes hacer el camino solo. Brutha se abrazó las rodillas.

—¡Pero no me dijo nada! ¿Dónde está toda esa sabiduría? ¡Todos los otros profetas volvieron con mandamientos!

—¿De dónde los sacaron?

—Yo… supongo que se los inventaron.

—Entonces sácalos del mismo sitio.

—¿Llamas filosofía a esto? —rugió Didáctilos, sacudiendo su bastón.

Urna estaba quitando trocitos del molde de arena de la palanca.

—Bueno… filosofía natural —dijo.

—¡Yo nunca te he enseñado esta clase de cosas! —gritó el filósofo—. ¡Se supone que la filosofía sirve para mejorar la vida!

—Esto mejorará la vida de muchas personas —dijo Urna sin inmutarse —. Ayudará a derrocar a un tirano.

—¿Y después? —dijo Didáctilos.

—¿Y después qué?

—Después lo desmontarás, ¿verdad? —dijo el anciano —. ¿Lo harás pedazos? ¿Le quitarás las ruedas? ¿Te librarás de todos esos pinchos? ¿Quemarás los planos? ¿Sí? ¿Cuando haya servido a su propósito, sí?

—Bueno… —comenzó Urna.

—¡Aja!

—¿Aja qué? ¿Qué pasa si lo conservamos? ¡Sería un… factor disuasorio contra otros tiranos!

—¿Y crees que los tiranos no los construirían también?

—Bueno… ¡puedo construir otros más grandes! —gritó Urna. Didáctilos se dio por vencido.

—Sí —dijo —. Estoy seguro de que puedes. Bueno, en ese caso todo va bien. Claro que sí. Y pensar que yo estaba tan preocupado. Y ahora… creo que iré a descansar un rato en algún sitio…

Se lo veía encorvado, y súbitamente viejo.

—¿Maestro? —dijo Urna.

—Ni maestro ni nada —dijo Didáctilos, tanteando la pared del granero para ir hacia la puerta—. Ya veo que ahora sabes absolutamente todo lo que hay que saber sobre la dichosa naturaleza humana. ¡Ja! El Gran Dios Om resbaló por el lado de una acequia y acabó panza arriba entre la maleza del fondo. Después se enderezó agarrándose a una raíz con la boca y tirando de ella hasta que consiguió darse la vuelta.

Las formas de los pensamientos de Brutha parpadeaban en su mente. Om no podía distinguir ninguna palabra, pero no necesitaba hacerlo, de la misma manera en que no necesitas ver las ondulaciones para saber en qué dirección fluye el río.

De vez en cuando, siempre que podía ver la Ciudadela como un punto reluciente en el crepúsculo, trataba de gritar mentalmente tan alto como podía:

«¡Espera! ¡Espera! ¡Te aseguro que en realidad no quieres hacer eso! ¡Podemos ir a Ankh-Morpork! ¡La tierra de las oportunidades! ¡Con mi cerebro y tu…! ¡Contigo, el mundo es nuestro molusco! ¿Por qué tirarlo todo por la…?» Y entonces se caía dentro de otra zanja. En un par de ocasiones vio al águila, siempre volando en círculos.

—¿Por qué quieres meter la mano en una picadora de carne? ¡Este sitio se merece a Vorbis! ¡Las ovejas merecen que alguien las empuje!

Om ya había pasado por aquello cuando lapidaron a su primer creyente. Por aquel entonces ya tenía unas cuantas docenas de creyentes más, naturalmente. Pero su muerte había sido un auténtico disgusto. Te afectaba muchísimo. Nunca olvidabas a tu primer creyente. Los primeros creyentes te daban forma.

Las tortugas no están muy bien equipadas para moverse campo a través. Para ello necesitarían tener patas más largas o que hubiera zanjas menos profundas.

Om calculó que estaba haciendo menos de doscientos metros por hora en línea recta, y la Ciudadela se encontraba a treinta kilómetros de allí. De vez en cuando conseguía ir más deprisa entre los árboles de un olivar, pero las rocas y los muros de los campos compensaban sobradamente ese pequeño incremento de velocidad.

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