—Sólo soy un novicio, señor Vorbis. No soy un obispo, por mucho que todo el mundo me trate como tal.
—Ya te acostumbrarás.
A veces se necesitaba mucho tiempo para que una idea se formara en la mente de Brutha, pero ahora una se estaba formando.
Era algo relacionado con la manera en que se sentaba Vorbis y el tono de su voz.
Vorbis le tenía miedo.
¿Por qué yo? ¿Debido al desierto? ¿Y a quién podría importarle eso? Por lo que sé, siempre ha sido así: probablemente fue el burro de Ossory el que lo llevó al desierto, quien encontró el agua y mató a un león a coces.
¿Debido a Efebia? ¿Quién me escucharía? ¿A quién le importaría? El es el profeta y el cenobiarca. Si lo ordenara, me matarían sin pensárselo dos veces. Todo lo que haga está bien. Todo lo que diga es verdad.
Fundamentalmente verdad.
—He de enseñarte algo que quizá te divierta —dijo Vorbis, poniéndose en pie—. ¿Puedes andar?
—Oh, sí. Nhumrod sólo estaba siendo considerado. Lo peor fue la insolación.
Vorbis fue a una espaciosa alcoba que relucía con el resplandor rojizo de los fuegos de una fragua. Varios trabajadores estaban inclinados sobre algo grande y curvado.
—Aquí está —dijo Vorbis —. ¿Qué te parece? —Era una tortuga.
Los fundidores del hierro habían hecho un trabajo bastante bueno, llegando al extremo de reproducir la disposición de la concha y las escamas en las patas. La tortuga medía unos dos metros de largo.
Brutha oyó una especie de susurro en sus oídos cuando Vorbis volvió a hablar.
—Siempre están diciendo tonterías ponzoñosas acerca de las tortugas, ¿verdad? Creen vivir encima de la espalda de una Gran Tortuga. Bueno, pues que mueran encima de una.
Ahora Brutha podía ver los grilletes sujetos a cada pata de hierro. Un hombre, o una mujer, podía yacer sobre la espalda de la tortuga con gran incomodidad y las extremidades estiradas y ser encadenado firmemente por las muñecas y los tobillos.
Brutha se inclinó sobre el artefacto. Sí, debajo estaba la caja para el fuego. Ciertos aspectos de la manera de pensar de la Quisición no cambiaban nunca.
Todo aquel hierro tardaría muchísimo en calentarse hasta el punto de producir dolor. Habría tiempo de sobra, por consiguiente, para reflexionar sobre las cosas…
—¿Qué te parece? —preguntó Vorbis.
Una visión del futuro atravesó la mente de Brutha.
—Ingenioso —dijo.
—Y será una saludable lección para todos los que sientan la tentación de apartarse del camino del verdadero conocimiento — dijo Vorbis.
—¿Cuándo tenéis intención de, uh, hacer una demostración?
—Estoy seguro de que la ocasión se presentará por sí sola — dijo Vorbis.
Cuando Brutha se incorporó, Vorbis lo estaba mirando tan fijamente que era como si estuviese leyendo los pensamientos de Brutha en su nuca.
—Y ahora, ten la bondad de irte —dijo Vorbis —. Descansa todo lo que puedas…, hijo mío.
Brutha cruzaba lentamente el Lugar, sumido en desusadas cavilaciones.
—Buenas tardes, reverencia.
—¿Ya lo sabes?
Me-Corto-La-Mano Dhblah le sonrió por encima de su puesto de sorbetes fríos como el hielo, un poquito tibios.
—Lo he oído comentar por ahí —dijo —. Tomad, una rebanada de Delicia Klatchiana. Gratis. Un pinchito.
El Lugar estaba más concurrido de lo habitual. Incluso los panecillos calientes de Dhblah se vendían como panecillos calientes.
—Hoy hay mucho movimiento —dijo Brutha, casi sin pensar.
—La hora del profeta, ya sabéis —dijo Dhblah —, cuando el Gran Dios se manifiesta en el mundo. Y si os parece que ahora hay mucho movimiento, dentro de unos días no podréis ni sacudir una cabra.
—¿Qué pasará entonces?
—¿Os encontráis bien? Parecéis un poco nervioso.
—¿Qué pasará entonces?
—Las Leyes. Ya sabéis. ¿El Libro de Vorbis? Supongo que… — Dhblah se inclinó hacia Brutha— no tendréis ningún pequeño consejo que darme, ¿verdad? Supongo que el Gran Dios no tendrá a bien decir algo beneficioso para la industria de la alimentación recreativa, ¿eh?
—No lo sé. Creo que le gustaría que la gente cultivara más lechugas.
—¿De veras?
—Sólo es una suposición. Dhblah sonrió malévolamente.
—Ah, sí, pero es vuestra suposición. Un guiño vale tanto como pinchar a un camello sordo con un palo afilado, como suelen decir. Y curiosamente, sé de un sitio donde puedo echar mano a unos cuantos acres de tierra bien irrigada. Quizá debería comprar ahora para adelantarme a la estampida.
—No veo qué daño puede hacer eso, señor Dhblah. Dhblah se acercó un poco más, moviéndose con mucho sigilo.
Eso no le costó demasiado, ya que siempre se movía con muchísimo sigilo. Los cangrejos pensaban que Dhblah andaba de lado.
—Raro —dijo —. Me refiero a… ¿Vorbis?
—¿Raro? —dijo Brutha.
—Te hace pensar. Incluso Ossory tuvo que ser un hombre que se movía por el mundo, como vos y como yo.
Que tenía cera en las orejas, igual que las personas corrientes. Raro.
—¿El qué es raro?
—Todo el asunto.
Dhblah obsequió a Brutha con otra sonrisa conspiratoria y después vendió a un peregrino al que le dolían los pies un cuenco de humus que llegaría a lamentar.
Brutha fue a su dormitorio. A aquella hora del día se hallaba desierto, ya que estaba prohibido rondar por los dormitorios por si se diera el caso de que la presencia de los colchones duros como rocas engendrase pensamientos pecaminosos. Las escasas posesiones de Brutha habían desaparecido del estante que había junto a su catre. Brutha se dijo que probablemente ahora tenía una habitación privada en algún sitio, aunque nadie le había informado de ello.
Se sentía perdido.
Brutha se acostó en el catre, sólo por si acaso, y elevó una plegaria a Om. No hubo respuesta. Durante prácticamente toda su vida nunca la había habido, y eso no había sido demasiado grave porque Brutha nunca había esperado una respuesta. Y antes, siempre había estado el consuelo de que Om quizá estaba escuchando y simplemente no se dignaba decir nada.
Ahora, no había nada que oír.
Para lo que le servía rezar, bien hubiera podido hablar consigo mismo y escucharse a sí mismo.
Como hacía Vorbis.
Aquel pensamiento no quería irse. Una mente como una bola de acero, había dicho Om. Nada entraba o salía de ella. Y por eso Vorbis sólo podía oír los ecos lejanos de su propia alma. Y con esos ecos lejanos forjaría un Libro de Vorbis, y Brutha creía saber cuáles serían los mandamientos. Hablarían de guerras santas y sangre y cruzadas y sangre y devoción y sangre.
Brutha se levantó, sintiéndose un idiota. Pero los pensamientos se negaban a irse.
Era un obispo, pero no sabía qué hacían los obispos. Sólo los había visto en la lejanía, flotando de un lado a otro como nubes atadas al suelo. Sólo había una cosa que Brutha creyera saber hacer.
Un chico lleno de granos estaba manejando la azada en el huerto. Miró a Brutha con asombro cuando este le quitó la azada, y era lo bastante estúpido para que por un momento tratara de retenerla.
—Soy obispo, sabes —dijo Brutha—. Y de todas maneras, no lo estás haciendo bien. Ve a hacer alguna otra cosa.
Brutha atacó salvajemente los hierbajos que crecían alrededor de los plantones. Unas semanas fuera, y ya había una neblina verde sobre el suelo.
Eres obispo. Por ser bueno. Y aquí está la tortuga de hierro. En caso de que seas malo. Porque…
… en el desierto había dos personas, y Om le habló a una de ellas.
A Brutha nunca se le había ocurrido verlo de esa manera.
Om le había hablado. No había dicho las cosas que los Grandes Profetas decían que había dicho, desde luego.
Quizá nunca había dicho ese tipo de cosas…
Llegó al final de la hilera y después limpió los tallos de las judías.
Lu-Tze no perdía de vista a Brutha desde su pequeño cobertizo junto a los montones de tierra.
Era otro granero. Urna estaba viendo muchos graneros.
Empezaron con un carro, y habían invertido mucho tiempo en reducir su peso todo lo posible. Los engranajes habían sido un problema. Urna había dedicado muchas horas a pensar en los engranajes. La bola quería girar mucho más deprisa de lo que querían hacerlo las ruedas. Eso probablemente fuese una metáfora para alguna cosa.
—Y no consigo que vaya hacia atrás —dijo Urna.
—No te preocupes —respondió Simonía—. No tendrá que ir hacia atrás. ¿Qué me dices del blindaje? —Urna agitó la mano en un gesto que abarcó todo su taller.
—¡Esto es una fragua de pueblo! —dijo —. ¡Esta cosa mide seis metros de largo! Zácaros no puede hacer planchas que tengan más de un par de metros de largo. He tratado de clavarlas en una armazón, pero se derrumba bajo el peso.
Simonía contempló el esqueleto del carro de vapor y el montón de planchas que había junto a él.
—¿Has estado en alguna batalla, Urna? —preguntó.
—No. Tengo los pies planos. Y no soy muy fuerte.
—¿Sabes qué es una tortuga? —Urna se rascó la cabeza.
—Vale, vale. La respuesta no es un pequeño reptil metido en un caparazón, ¿verdad? Porque tú sabes que yo sé eso.
—Me refiero a un escudo tortuga. Cuando estás atacando una fortaleza o una muralla, y el enemigo te está tirando encima todo lo que tiene a mano, cada hombre sostiene su escudo encima de su cabeza de tal manera que…
…digamos que encaja en todos los escudos que hay alrededor. Puede aguantar mucho peso.
—Superposición —murmuró Urna.
—Como las escamas —dijo Simonía.
Urna contempló el carro con expresión pensativa.
—Una tortuga —dijo.
—¿Y el ariete? —preguntó Simonía.
—Oh, eso no es problema —dijo Urna, sin hacerle mucho caso —. Un tronco de árbol sujeto a la estructura. Con una gran punta de hierro. Sólo son unas puertas de bronce, ¿verdad?
—Sí, pero muy grandes.
—Entonces probablemente están huecas. O hechas con planchas de bronce clavadas en la madera. Eso es lo que haría yo.
—¿No son de bronce macizo? Todo el mundo dice que lo son.
—Yo también diría eso.
—Disculpadme, señores.
Un hombre fornido dio un paso adelante. Llevaba el uniforme de los guardias de palacio.
—Es el sargento Fergmen —dijo Simonía—. ¿Sí, sargento?
—Las puertas están reforzadas con acero klatchiano. Debido a todas las luchas que hubo en tiempos del falso profeta Zog. Y sólo se abren hacia fuera. Como las esclusas de un canal, ¿entendéis? Si las empujas, lo único que consigues es dejarlas todavía más cerradas.
—¿Y entonces cómo se abren? —preguntó Urna.
—El cenobiarca levanta la mano y el hálito de Dios las abre — dijo el sargento.
—En un sentido lógico, quiero decir.
—Oh. Bueno, uno de los diáconos va detrás de una cortina y tira de una palanca. Pero… cuando yo estaba de guardia en las criptas, a veces, había una sala… Había engranajes y cosas… Bueno, se oía correr el agua…
—Hidráulica —dijo Urna—. Ya me imaginaba que sería cosa de hidráulica.
—¿Puedes entrar? —preguntó Simonía.
—¿En la sala? ¿Por qué no? Nadie se molesta en vigilarla.
—¿Podría abrir las puertas? —preguntó Simonía.
—¿Hmmm? —dijo Urna.
Urna se estaba frotando pensativamente el mentón con un martillo. Parecía absorto en un mundo de creación propia.
—He preguntado si Fergmen podría hacer funcionar esa hidráulica.
—¿Hmmm? Oh, no lo creo —dijo Urna vagamente.
—¿Y tú? ¿Podrías?
—¿Qué?
—Que si podrías hacerla funcionar.
—Oh. Tal vez sí. Después de todo, sólo son cañerías y presión. Umm.
Urna seguía contemplando el carro de vapor con expresión pensativa. Simonía dirigió una inclinación de la cabeza al sargento, indicándole que sería mejor que se fuera, y después decidió emprender el viaje interplanetario mental necesario para llegar a cualquiera que fuese el mundo en el que se encontraba Urna.
El también trató de mirar el carro.
—¿Cuándo puedes tenerlo todo listo?
—¿Hmmm?
—Te he preguntado…
—Mañana por la noche. Si trabajamos sin parar durante toda la noche.
—¡Pero lo necesitaremos para el amanecer! ¡No tendremos tiempo de comprobar si funciona!
—Funcionará a la primera —dijo Urna.
—¿De veras?
—Lo he construido. Lo conozco. Tú sabes de espadas y lanzas y demás. Yo sé de cosas que dan vueltas y más vueltas. Funcionará a la primera.
—Estupendo. Bien, tengo otras cosas que hacer…
—Claro.
Urna se quedó solo en el granero. Contempló con expresión pensativa su martillo, y después el carro de hierro.
Aquella gente no sabía fundir el bronce como era debido. Su hierro era patético, sencillamente patético. ¿Su cobre? Era terrible. Parecían ser capaces de fundir un acero que se hacía añicos al primer golpe. Con los años la Quisición había acabado con todos los buenos herreros.
Urna había hecho todo lo que podía, pero…