Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Reptó entre los arbustos, sus espinos rozando inofensivamente su concha. Pasó junto a otra tortuga, que no estaba habitada por un dios y le lanzó aquella mirada vaga que emplean las tortugas cuando están intentando decidir si algo está allí para ser comido o para que le hagan el amor, que son las únicas cosas presentes en la mente de una tortuga normal. Om dio un rodeo para esquivarla y encontró un par de hojas que se le habían pasado por alto.

Volvía periódicamente, andando muy despacio sobre el suelo arenoso, y echaba un vistazo a los durmientes.

Y en una de esas visitas vio cómo Vorbis se levantaba, miraba alrededor de manera lenta y metódica, cogía una piedra, la estudiaba minuciosamente y después la abatía sobre la cabeza de Brutha, que ni siquiera gimió.

Vorbis se levantó y fue hacia los arbustos que escondían a Om. Apartó las ramas sin prestar atención a las espinas, y cogió a la tortuga con la que se acababa de encontrar Om.

Por un instante la tortuga fue sostenida en alto, sus patas moviéndose lentamente, antes de que el diácono la lanzara entre las rocas.

Después Vorbis levantó a Brutha con cierto esfuerzo, se lo puso encima de los hombros y partió hacia Omnia.

Todo ocurrió en cuestión de segundos.

Om trató de impedir que su cabeza y sus patas se retrajeran dentro de su concha en la reacción de pánico instintivo propia de una tortuga.

Vorbis ya estaba desapareciendo detrás de unas rocas.

Desapareció.

Om empezó a avanzar y después se metió en la concha cuando una sombra se deslizó sobre el suelo. Era una sombra familiar, y una que llenó de terror a la tortuga.

El águila se lanzó en picado hacia el lugar donde se debatía la desconcertada tortuga y, con apenas una pausa en el descenso, cogió al reptil y volvió a alzarse hacia el cielo con largos y perezosos aleteos.

Om la siguió con la mirada hasta que se convirtió en un punto, y después volvió la cabeza cuando un punto más pequeño se separó de ella para precipitarse hacia las rocas que había debajo.

El águila descendió lentamente, preparándose para comer.

Una brisa hizo crujir los matorrales espinosos y removió la arena. Om creyó poder oír las voces burlonas y desafiantes de todos los dioses menores.

San Ungulante partió la dura hoja hinchada de una planta de piedra estrellándola contra sus huesudas rodillas.

Un chico muy majo, pensó. Hablaba consigo mismo, pero eso era de esperar. El desierto le provocaba eso a algunas personas, ¿verdad, Angus? Sí, dijo Angus.

Angus no quiso probar el agua salitrosa. Dijo que le producía ventosidades.

—Como quieras —dijo san Ungulante —. ¡Vaya, vaya! Hay un pequeño extra.

Encontrar Chilopoda aridius en el corazón del desierto no era algo que ocurriera con demasiada frecuencia, ¡y allí había nada menos que tres juntos debajo de una roca! Era curioso, pero siempre te quedaba sitio en el estómago para un pequeño tentempié incluso después de una deliciosa comida consistente en Petit porc rôti avec pommes de terre nouvelles et légumes du jour et biere glacée avec figment de l’imagination.

San Ungulante se estaba extrayendo de entre los dientes las patas del segundo ciempiés cuando el león llegó a lo alto de la duna que se alzaba detrás de él.

El león estaba experimentando extrañas sensaciones de gratitud. Tenía la vaga impresión de que debía alcanzar a la suculenta comida que había cuidado de él y, bueno, abstenerse de comérsela porque eso sería más o menos simbólico. Y ahora aquí había un poco más de comida, que apenas se enteraba de nada. Bueno, a esta no le debía nada…

Avanzó lentamente, y después inició una rápida carrera.

Ignorante de su destino, san Ungulante empezó a comerse el tercer ciempiés.

El león saltó…

Y las cosas se habrían puesto muy feas para san Ungulante si Angus no le hubiera acertado al león justo detrás de la oreja con una roca.

Brutha estaba de pie en el desierto, salvo que la arena era tan negra como el cielo y no había sol, aunque todo estaba brillantemente iluminado.

Ah, pensó. Así que soñar es esto.

Había miles de personas andando por el desierto. No le prestaron ninguna atención. Andaban como si no fueran conscientes de que formaban parte de una multitud.

Brutha trató de saludarlas agitando la mano, pero no podía moverse. Trató de hablar, y las palabras se evaporaron dentro de su boca.

Y entonces despertó.

Lo primero que vio fue la luz que entraba por una ventana. Delante de ella había un par de manos, alzadas en el signo de los cuernos sagrados.

Con cierta dificultad y la cabeza lanzándole alaridos de dolor, Brutha siguió las manos a lo largo de un par de brazos hasta el punto en el que se unían a un torso no muy lejos por debajo de la cabeza inclinada de…

—¿Hermano Nhumrod? —El maestro de novicios levantó la vista.

—¿Brutha?

—¿Sí?

—¡Alabado sea Om! —Brutha estiró el cuello para mirar alrededor.

—¿Está aquí?

—¿… aquí? ¿Cómo te encuentras?

—Yo…

Le dolía la cabeza, su espalda parecía estar ardiendo y había un sordo dolor en sus rodillas.

—Tenías una insolación realmente seria —dijo Nhumrod—. Y además te diste un buen golpe en la cabeza a consecuencia de la caída.

—¿Qué caída?

—… caída. Desde las rocas. En el desierto. Estabas nada menos que con el profeta —dijo Nhumrod —.

Andabas con el profeta. Uno de mis novicios andaba con el profeta.

—Me acuerdo… del desierto —dijo Brutha, tocándose cautelosamente la cabeza—. Pero… ¿el profeta…?

—… profeta. La gente dice que podrían hacerte obispo, o incluso soy —dijo Nhumrod—. Hay un precedente, sabes. El Sacratísimo san Bobby fue hecho obispo porque estuvo en el desierto con el profeta Ossory, y eso que él era un asno.

—Pero no me… acuerdo… de ningún profeta. Sólo estábamos yo y…

Brutha se calló. Nhumrod estaba sonriendo de oreja a oreja.

—¿Vorbis?

—Tuvo la amabilidad de contármelo todo —dijo Nhumrod—. Se me concedió el privilegio de estar presente en el Lugar de Lamentación cuando llegó. Fue justo después de las plegarias de la sestina. El cenobiarca estaba a punto de irse… Bueno, ya conoces la ceremonia. Y ahí estaba Vorbis. Cubierto de polvo y llevando un asno. Me temo que tú yacías desmayado sobre la espalda del asno.

—No me acuerdo de ningún asno —dijo Brutha.

—… asno. Lo cogió de una de las granjas. ¡Había toda una multitud con él! Nhumrod estaba sonrojado de pura emoción.

—¡Y ha declarado un mes de jhaddra, y dobles penitencias, y el Consejo le ha otorgado el Cayado y el Cabestro, y el cenobiarca se ha ido a la ermita de Skant!

—Vorbis es el octavo profeta —dijo Brutha.

—… profeta. Por supuesto.

—¿Y… había una tortuga? ¿Ha dicho algo de una tortuga?

—¿… tortuga? ¿Se puede saber qué tienen que ver las tortugas con la religión? —La expresión de Nhumrod se suavizó—. Pero, claro, el profeta dijo que el sol te había afectado. Dijo que delirabas, discúlpame, y no parabas de hablar de toda clase de cosas extrañas.

—¿Eso dijo?

—Pasó tres días sentado junto a tu cama. Fue… muy conmovedor.

—¿Cuánto hace… que regresamos?

—¿… regresamos? Casi una semana.

—¡Una semana!

—Dijo que el viaje te había dejado agotado.

Brutha miró la pared.

—Y dejó órdenes de que debías comparecer ante él tan pronto como estuvieras plenamente consciente —dijo Nhumrod —. Se mostró muy claro acerca de eso. —Su tono sugería que no estaba muy seguro acerca del estado de consciencia de Brutha, ni siquiera ahora—. ¿Crees que podrás caminar? Si lo prefieres, puedo llamar a algunos novicios para que te lleven…

—¿He de ir a verlo ahora?

—… ahora. Inmediatamente. Supongo que querrás darle las gracias.

Brutha sólo conocía aquellas partes de la Ciudadela de oídas. El hermano Nhumrod tampoco las había visto nunca. Aunque no había sido incluido específicamente en la convocatoria, había venido de todas maneras para poder dárselas de importante cuidando a Brutha mientras dos robustos novicios lo llevaban a cuestas en una especie de palanquín normalmente utilizado por los clérigos veteranos en más avanzado estado de decrepitud.

En el centro de la Ciudadela, detrás del Templo, había un jardín amurallado. Brutha lo contempló con ojos de experto. No había ni un centímetro de suelo natural encima de la roca desnuda: cada paletada de la tierra en la que crecían aquellos árboles que daban sombra tenía que haber sido traída a mano.

Vorbis estaba allí, rodeado de obispos y soyes. Volvió la cabeza cuando Brutha fue hacia él.

—Ah, mi compañero del desierto —dijo afablemente —. Y el hermano Nhumrod, creo. Hermanos míos.

Quiero que sepáis que estoy pensando en elevar a Brutha al arzobispado.

Hubo un tenue murmullo de asombro entre los clérigos, seguido por un carraspeo generalizado. Vorbis miró al obispo Treem, que era el archivero de la Ciudadela.

—Bueno, técnicamente ni siquiera ha sido ordenado todavía — dijo el obispo Treem, dubitativamente—. Pero por supuesto todos sabemos que ha habido un precedente.

—El burro de Ossory —se apresuró a decir el hermano Nhumrod, se llevó la mano a la boca, enrojeciendo de vergüenza y desconcierto.

Vorbis sonrió.

—El buen hermano Nhumrod está en lo cierto —dijo—. El cual tampoco había sido ordenado, a menos que las cualificaciones fueran mucho menos estrictas en aquellos tiempos.

Hubo un coro de risas nerviosas, como el que siempre emana de personas cuyo empleo, y posiblemente su vida, dependen de los caprichos de quien acaba de soltar el bobo chiste.

—Aunque el burro sólo fue hecho obispo —dijo el obispo Deseo de Muerte Treem.

—Un papel para el cual estaba altamente cualificado —dijo Vorbis secamente—. Y ahora, os iréis todos.

Incluido el subdiácono Nhumrod —añadió. Nhumrod pasó del rojo al blanco ante aquella súbita muestra de predilección—. Pero el arzobispo Brutha se quedará. Deseamos hablar.

Los clérigos se retiraron.

Vorbis se sentó en un asiento de piedra debajo de un saúco. El saúco era enorme y muy viejo, en nada parecido a sus parientes de corta vida de fuera del jardín, y sus bayas estaban madurando.

El profeta apoyó los codos en los brazos de piedra del asiento, entrelazó las manos delante de él y contempló en silencio a Brutha durante un rato.

—¿Estás… recuperado? —dijo al final.

—Sí, señor —dijo Brutha—. Pero, señor, no puedo ser obispo. Ni siquiera puedo…

—Te aseguro que el trabajo no requiere mucha inteligencia — sentenció Vorbis —. Si así fuera, los obispos no serían capaces de llevarlo a cabo.

Hubo otro largo silencio.

Cuando Vorbis volvió a hablar, fue como si cada palabra estuviera siendo extraída laboriosamente de una gran profundidad.

—En una ocasión hablamos de la naturaleza de la realidad, ¿no?

—Sí.

—¿Y acerca de con cuánta frecuencia lo percibido no es aquello fundamentalmente cierto?

—Sí.

Otra pausa. En lo alto, un águila volaba en círculos buscando tortugas.

—Estoy seguro de que guardas un recuerdo muy confuso de nuestros vagabundeos por el desierto.

—No.

—Sería de esperar. El sol, la sed, el hambre…

—No, señor. Mi memoria no se confunde fácilmente.

—Oh, sí. Lo recuerdo.

—Yo también, señor.

Vorbis volvió apenas la cabeza para mirar de soslayo a Brutha como si estuviera tratando de esconderse detrás de su propia cara.

—En el desierto, el Gran Dios Om me habló.

—Sí, señor. Lo hacía. Cada día.

—Tienes una fe muy robusta si bien un tanto simple, Brutha. Cuando se trata de personas, soy un gran juez.

—Sí, señor. ¿Señor?

—¿Sí, Brutha mío?

—Nhumrod dijo que vos me guiasteis a través del desierto, señor.

—¿Te acuerdas de lo que dije acerca de la verdad fundamental, Brutha? Por supuesto que te acuerdas. Había un desierto físico, desde luego, pero también un desierto del alma. Mi Dios me guió, y yo te guié a ti.

—Ah. Sí. Comprendo.

En lo alto, el punto trazador de espirales que era el águila pareció quedar suspendido en el aire por un momento.

Después plegó las alas y bajó…

—Mucho me fue dado en el desierto, Brutha. Mucho fue aprendido. Ahora debo contárselo al mundo. Ese es el deber de un profeta. Ir a donde otros no han estado, y volver trayendo consigo la verdad de esos lugares.

… más deprisa que el viento, con todo su cuerpo y su cerebro existiendo únicamente como una neblina alrededor de la mera inmensidad de su propósito…

—No esperaba que fuera tan pronto. Pero Om guió mis pasos. Y ahora que tenemos el cenobiarcato, haremos…

uso de él.

En algún lugar de las colinas el águila bajó en picado, atrapó algo y volvió a remontar el vuelo…

Autore(a)s: