Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—¿Volverán?

—Oh, sí. Después de todo, no tienen otra cosa que hacer.

—Cuando lo hagan —dijo Brutha, sintiéndose un poco mareado—, ¿podrías esperar hasta que me hayan mostrado visiones de gratificación carnal?

—No te sentarían nada bien.

—El hermano Nhumrod estaba categóricamente en contra de ellas. Pero creo que quizá deberías conocer a tus enemigos, ¿no?

La voz de Brutha se convirtió en un graznido.

—Y la visión de la bebida no me habría ido nada mal —dijo cansinamente.

Las sombras se habían alargado. Brutha miró en torno con asombro.

—¿Cuánto tiempo estuvieron intentándolo?

—Todo el día. Son unos diablos muy persistentes.

Brutha descubrió por qué cuando se puso el sol. Entonces conoció a san Ungulante el eremita, amigo de todos los dioses menores. Estuvieran donde estuvieran.

—Bien, bien, bien —dijo san Ungulante—. No recibimos muchas visitas aquí arriba. ¿No es así, Angus? Se dirigía al aire junto a él.

Brutha estaba tratando de conservar el equilibrio, porque la rueda de carro se balanceaba peligrosamente cada vez que se movía. Habían dejado a Vorbis sentado en el desierto seis metros más abajo, abrazándose las rodillas y con la mirada fija en el vacío.

La rueda había sido clavada en lo alto de un delgado poste. Tenía justo la anchura suficiente para que una persona pudiera yacer incómodamente encima de ella. Pero san Ungulante parecía haber sido diseñado para yacer incómodamente. Estaba tan delgado que incluso un esqueleto hubiese dicho: «¿Verdad que está muy delgado?» Llevaba una especie de taparrabos minimalista, en la medida en que era posible distinguirlo debajo de toda aquella barba y todos aquellos cabellos.

Había sido bastante difícil ignorar a san Ungulante, que no paraba de dar saltitos en lo alto de su poste mientras gritaba «¡Hola!» y «¡Estoy aquí!». A un par de metros de distancia había un poste ligeramente más pequeño, con un excusado al viejo estilo de media-luna-recortada-en-la-puerta encima de él. El mero hecho de que fueras un estilita, decía san Ungulante, no quería decir que tuvieras que renunciar absolutamente a todo.

Brutha había oído hablar de los estilitas, una especie de profetas de dirección única. Iban al desierto pero no volvían, prefiriendo una vida eremítica de polvo y penalidades y polvo y santa contemplación y polvo. Muchos de ellos optaban por aumentar todavía más las incomodidades de su existencia haciéndose emparedar en celdas o viviendo, muy apropiadamente, en lo alto de un poste. La Iglesia omniana los animaba a hacerlo, guiándose por el principio de que siempre era preferible que los locos estuvieran lo más lejos posible, allí donde no pudieran causar problemas y pudieran ser atendidos por la comunidad, siempre que la comunidad consistiera en leones, buitres y polvo.

—He estado pensando en añadir otra rueda —dijo san Ungulante—, justo aquí. Para poder tomar el sol por la mañana, ya sabes.

Brutha miró alrededor. Lo único que había era rocas planas y arenales que se perdían en la lejanía.

—¿No te da el sol por todas partes todo el tiempo? —preguntó.

—Pero es mucho más importante por la mañana —dijo san Ungulante—. Y además, Angus dice que deberíamos tener un patio.

—Podría asarse a la barbacoa en él —dijo Om, dentro de la cabeza de Brutha.

—Um —dijo Brutha—. ¿De qué… religión… eres santo, exactamente?

Una expresión de incomodidad surcó la muy reducida cantidad de cara visible entre las cejas de san Ungulante y su bigote.

—Uh. En realidad de ninguna. La verdad es que todo fue más bien un error —dijo—. Mis padres me pusieron de nombre Sevriano Tadeo Ungulante, y entonces un día, por supuesto, fue muy gracioso, alguien se fijó en las iniciales. Después de eso y teniendo en cuenta que allí todos le teníamos mucha devoción a san Stu, la cosa pareció bastante inevitable.

La carreta se bamboleó ligeramente. La piel de san Ungulante estaba casi ennegrecida por el sol del desierto.

—Tuve que ir aprendiendo el eremitismo sobre la marcha, claro —dijo—. Me enseñé a mí mismo. Soy autodidacta. No puedes encontrar un eremita que te enseñe eremitismo, porque naturalmente eso echa a perder todo el asunto…

—Ya, ya… Pero está… ¿Angus? —dijo Brutha, volviendo la mirada hacia el punto donde creía que estaba Angus, o al menos donde creía que san Ungulante creía que estaba Angus.

—Ahora está aquí —dijo el santo en un tono bastante seco, señalando otra parte de la rueda—. Pero él no eremitiza. No ha sido, ya sabes, adiestrado. Sólo me hace compañía. ¡Te aseguro que si no fuese porque Angus siempre me está animando, ya hace mucho tiempo que me habría vuelto loco!

—Sí… Claro, es lógico —dijo Brutha. Le sonrió al vacío, más que nada como gesto de buena voluntad.

—Y en realidad se vive francamente bien. Las horas son bastante largas, pero la comida y la bebida te lo compensan de sobra.

Brutha no pudo evitar tener la impresión de que sabía lo que vendría a continuación.

—¿La cerveza está lo bastante fría? —preguntó.

—Extremadamente escarchada —dijo san Ungulante, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Y el cerdo asado?

La sonrisa de san Ungulante alcanzó proporciones enloquecidas.

—Todo doradito y con los bordes bien crujientes, sí —dijo.

—Pero supongo que, esto…, de vez en cuando también comerás algún que otro lagarto o serpiente, ¿no?

—Tiene gracia que digas eso. Sí. Muy de vez en cuando. Sólo para variar un poco.

—¿Y también comes setas? —preguntó Om.

—¿Hay setas por aquí? —preguntó Brutha inocentemente. San Ungulante asintió alegremente.

—Después de las lluvias anuales, sí. Rojas con puntitos amarillos. El desierto se vuelve realmente interesante después de la temporada de las setas.

—¿Se llena de orugas gigantes de color púrpura que cantan? ¿Columnas de llamas que hablan? ¿Jirafas que estallan? ¿Esa clase de cosas? —preguntó Brutha cautelosamente.

—Santo cielo, sí —dijo el santo —. No sé por qué. Creo que se sienten atraídas por las setas.

Brutha asintió.

—Estás aprendiendo, chaval —dijo Om.

—Y supongo que a veces bebes… ¿agua? —dijo Brutha.

—Sabes, es realmente curioso —repuso san Ungulante —. Hay toda clase de cosas maravillosas que beber, pero el caso es que de vez en cuando me entra este, bueno, realmente sólo puedo llamarlo anhelo, de atizarme unos cuantos tragos de agua. ¿Puedes explicar eso?

—Debe de ser… un poco difícil de encontrar —dijo Brutha, todavía hablando con cuidado, como alguien que intenta pescar un pez de cincuenta kilos con un sedal cuya resistencia a la tracción es exactamente de cincuenta y un kilos.

—Extraño, realmente —dijo san Ungulante—. Cuando la cerveza fría como el hielo se encuentra con tanta facilidad, además.

—¿Y de dónde la sacas? El agua —preguntó Brutha.

—¿Conoces las plantas de piedra?

—¿Las de las flores grandes?

—Si abres la parte carnosa de las hojas, hay hasta medio litro de agua —dijo el santo —. Sabe a pipí, ojo.

—Creo que podríamos soportarlo —dijo Brutha con labios resecos. Retrocedió hacia la escalerilla de cuerda que era el contacto del santo con el suelo.

—¿Estás seguro de que no quieres quedarte? —preguntó san Ungulante —. Es miércoles. Los miércoles toca cochinillo más la selección del chef de hortalizas soleadas con gotitas de rocío.

—Tenemos, uh, montones de cosas que hacer —dijo Brutha, a medio camino de la balanceante escalerilla.

—¿El carrito de los pasteles?

—Me parece que quizá…

San Ungulante contempló con tristeza cómo Brutha ayudaba a Vorbis a seguir desierto adelante.

—¡Y después probablemente habrá chocolatinas de menta! — gritó, a través de sus manos ahuecadas —. ¿No?

Las figuras no tardaron en ser meros puntitos sobre la arena.

—Podría haber visiones de gratificación sex… No, miento, eso es los viernes… —murmuró san Ungulante.

Ahora que los visitantes se habían ido, el aire volvió a llenarse del zumbido gimoteante de los dioses menores.

Había billones de ellos.

San Ungulante sonrió.

Estaba loco, por supuesto. A veces lo sospechaba. Pero tenía la teoría de que había que aprovechar la locura.

Cada día se atracaba con el alimento de los dioses, bebía las cosechas más raras, y comía frutos que no sólo estaban fuera de temporada sino fuera de la realidad. Tener que beber algún que otro sorbo de agua bastante salada y la pata de lagarto ocasional que debías masticar con propósitos medicinales no eran un precio demasiado alto.

Se volvió hacia la mesa repleta que rielaba en el aire. Todo esto… y lo único que querían los dioses menores era que alguien supiera de ellos, que alguien incluso creyera que existían.

Hoy también había gelatina y helado.

—Así tocaremos a más, ¿eh, Angus?

—Sí, dijo Angus.

En Efebia ya no se luchaba. Los combates no habían durado mucho, especialmente después de que los esclavos se unieran a la batalla. Había demasiadas calles estrechas, demasiadas emboscadas y, por encima de todo, demasiada terrible determinación. Generalmente se sostiene que los hombres libres siempre triunfarán sobre los esclavos, pero puede que todo dependa de cuál sea tu punto de vista.

Además, el comandante de la guarnición efebiana había declarado un tanto nerviosamente que la esclavitud quedaba abolida a partir de aquel momento, lo cual enfureció a los esclavos. ¿Qué sentido tenía haber ahorrado para llegar a ser libre si después no podías tener esclavos? Y además, ¿de qué iban a comer? Los omnianos no podían entenderlo, y las personas que no tienen demasiado clara cuál es su situación no luchan demasiado bien. Y Vorbis se había ido. Las certezas parecían bastante más inciertas cuando aquellos ojos estaban en otro lugar.

El Tirano fue liberado de su prisión. Pasó su primer día de libertad redactando mensajes cuidadosamente meditados a los pequeños países que había a lo largo de la costa.

Ya iba siendo hora de hacer algo acerca de Omnia.

Brutha cantaba.

Su voz resonaba entre los peñascos. Bandadas de ascosos olvidaron sus perezosos hábitos terrestres y alzaron el vuelo con frenética desesperación, dejando atrás bastantes plumas en su prisa por llegar lo más arriba posible.

Las serpientes se apresuraron a esconderse en las grietas de las rocas.

Podías vivir en el desierto. O por lo menos sobrevivir…

Regresar a Omnia sólo podía ser cuestión de tiempo. Un día más…

Vorbis los seguía a cierta distancia. No decía nada, y cuando se le hablaba no daba señales de que hubiera entendido lo que se le había dicho.

Om, sacudido y balanceado dentro de la mochila de Brutha, empezó a sentir la depresión aguda que se adueña de cada realista cuando se encuentra en presencia de un optimista.

La melodía trabajosamente ejecutada de Garras de hierro despedazarán a los impíos llegó a su fin. Delante de ellos había un pequeño talud rocoso.

—Estamos vivos —dijo Brutha.

—Por ahora.

—Y cerca de casa.

—Hace un rato vi una cabra salvaje entre las rocas.

—Todavía quedan montones.

—¿De cabras?

—De dioses. Y los de ahí atrás eran los más insignificantes, ojo.

—¿Qué quieres decir? —Om suspiró.

—Es lógico, ¿no? Piensa. Los más fuertes se mantienen cerca del límite, que es donde hay presas…, quiero decir personas. Los débiles se ven empujados hacia los lugares arenosos, donde la gente casi nunca va…

—Los dioses fuertes —dijo Brutha con voz pensativa—. Dioses que saben lo que significa ser fuerte.

—Eso es.

—No dioses que saben lo que se siente siendo débil…

—¿Qué? No durarían ni cinco minutos. En este mundo el dios grande se come al pequeño.

—Puede que eso explique algo sobre la naturaleza de los dioses. La fortaleza es hereditaria. Igual que el pecado.

Se le ensombreció la cara.

—Salvo que… no lo es. El pecado, quiero decir. Me parece que cuando volvamos hablaré con algunas personas.

—Oh, y ellas te escucharán, ¿verdad? —Dicen que la sabiduría viene de los desiertos. —Sólo la sabiduría que la gente y las setas quieren.

Cuando el sol empezaba a subir en el cielo, Brutha ordeñó una cabra. La cabra permaneció pacientemente inmóvil mientras Om tranquilizaba su mente. Y Brutha notó que Om no sugirió matarla.

Después volvieron a encontrar sombra. Allí crecían arbustos raquíticos y puntiagudos, con cada hoja diminuta protegida por la barricada de su corona de espinas.

Om montó guardia durante un rato, pero los dioses menores del límite del desierto eran más astutos y no tenían tanta prisa. Estarían allí, probablemente hacia el mediodía, cuando el sol convirtiera el paisaje en un destello infernal. Los oiría. Mientras tanto, podía comer.

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