Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—¿Qué? —dijo Brutha.

—He dicho que dentro de cien años todos estaremos muertos.

Brutha contempló las figuras que adornaban el cuenco. Nadie sabía quién había sido su dios, y ahora ya no existían. Los leones dormían en los lugares sagrados y…

Chilopoda aridius, el ciempiés común del desierto, le informó su biblioteca residente en la memoria…

… correteaba por debajo del altar.

—Sí —dijo Brutha—. Estaremos muertos. —Levantó el cuenco por encima de su cabeza y se volvió.

Om se metió en la concha.

—Pero aquí… —Brutha rechinó los dientes mientras se tambaleaba bajo el peso —. Y ahora…

Tiró el cuenco. Chocó con el altar, y fragmentos de antigua cerámica subieron por los aires y volvieron a caer ruidosamente. Los ecos retumbaron por todo el templo.

—¡… estamos vivos!

Cogió a Om, que había desaparecido dentro de su concha.

—Y volveremos a casa. Todos nosotros —dijo—. Lo sé.

—Está escrito, ¿verdad? —preguntó Om, su voz ahogada por la concha.

—Está dicho. Y si no estás de acuerdo… Bueno, supongo que una concha de tortuga será un buen recipiente para el agua.

—Tú nunca harías eso.

—¿Quién sabe? Podría hacerlo. Dijiste que dentro de cien años todos estaremos muertos.

—¡Sí! ¡Sí! —exclamó Om con desesperación—. Pero aquí y ahora…

—Exacto.

Didáctilos sonrió. Siempre le costaba mucho sonreír. No se trataba de que fuese un hombre sombrío, pero no podía ver las sonrisas de los demás. Sonreír requería varias docenas de movimientos musculares, y en el caso de Didáctilos la inversión no proporcionaba ningún beneficio.

Había hablado muchas veces delante de multitudes en Efebia, pero esas multitudes estaban compuestas invariablemente por otros filósofos, cuyos gritos de «¡Mira que eres idiota!», «¡Te lo vas inventando sobre la marcha!» y demás contribuciones al debate siempre ayudaban a que se sintiera en su ambiente. Eso era debido a que en realidad nadie prestaba atención. Sus oyentes sólo pensaban en lo que ellos iban a decir a continuación.

Pero aquella multitud le recordaba a Brutha. Su escuchar era como un enorme pozo que esperaba a que sus palabras lo llenaran. El problema era que Didáctilos hablaba en filosofía, pero ellos estaban escuchando en paparrucha.

—No podéis creer en la Gran A’Tuin —dijo —. La Gran A’Tuin existe. Creer en cosas que existen no tiene ningún sentido.

—Alguien ha levantado la mano —dijo Urna.

—¿Sí?

—Señor, pero seguramente las cosas que existen son las únicas en las que vale la pena creer —dijo el curioso, que vestía el uniforme de sargento de la Guardia Sagrada.

—Si existen, no hace falta que creáis en ellas —dijo Didáctilos—. Simplemente son. —Suspiró—. ¿Qué puedo deciros? ¿Qué queréis oír? Yo sólo escribo lo que la gente sabe. Las montañas crecen y caen, y debajo de ellas la Tortuga nada hacia adelante. Los hombres viven y mueren, y la Tortuga Se Mueve. Los imperios crecen y se desmoronan, y la Tortuga Se Mueve. Los dioses vienen y van, y aun así la Tortuga Se Mueve. La Tortuga Se Mueve.

Una voz surgió de la oscuridad para preguntar:

—¿Y realmente es así? —Didáctilos se encogió de hombros.

—La Tortuga existe. El mundo es un disco plano. El sol gira alrededor de él una vez cada día, remolcando su luz detrás de él. Y esto seguirá sucediendo tanto si creéis que es verdad como si no. Es real. No entiendo de verdades. La verdad es mucho más complicada que eso. Si queréis que os diga la verdad, no creo que a la Tortuga le importe un pimiento si es verdad o no.

Simonía se llevó a Urna a un rincón mientras el filósofo seguía hablando.

—¡No habían venido a oír esto! ¿No puedes hacer nada?

—Me temo que no te entiendo —dijo Urna.

—No quieren filosofía. ¡Quieren una razón para marchar contra la Iglesia! ¡Ahora! Vorbis ha muerto, el cenobiarca chochea y la jerarquía está muy ocupada apuñalándose por la espalda. La Ciudadela es como una gran fruta podrida.

—Dentro de la que todavía quedan una cuantas avispas — murmuró Urna —. Dijiste que sólo contamos con una décima parte del ejército.

—Pero son hombres libres —dijo Simonía—. Dentro de sus cabezas son libres, Urna. Lucharán por algo más que cincuenta céntimos al día.

Urna se miró las manos. Solía hacerlo cuando no tenía muy claro algo, como si sus manos fueran las únicas cosas de las que estaba seguro en el mundo.

—Antes de que los demás sepan qué ocurre, ellos ya habrán dejado las apuestas en tres a uno —dijo Simonía con expresión sombría—. ¿Hablaste con el herrero?

—Sí.

—¿Puedes hacerlo?

—Creo… creo que sí. No era lo que yo…

—Torturaron a su padre. Sólo porque tenía una herradura colgada en su fragua, cuando todo el mundo sabe que los herreros necesitan tener sus pequeños rituales. Y se llevaron a su hijo para que sirviera en el ejército. Pero tiene muchos ayudantes. Trabajarán durante toda la noche. Lo único que tienes que hacer es decirles lo que quieres que hagan.

—He hecho algunos bocetos…

—Estupendo —dijo Simonía—. Y ahora escucha, Urna. La Iglesia está controlada por gente como Vorbis. Así es como funciona todo. Millones de personas han muerto por… por un montón de mentiras. Podemos poner fin a todo eso…

Didáctilos había dejado de hablar.

—Ha metido la pata —dijo Simonía—. Podría haber hecho lo que fuese con ellos. Y se ha limitado a soltarles un montón de hechos. No puedes inspirar a la gente con hechos. Necesitan una causa. Necesitan un símbolo.

Salieron del templo justo antes de la puesta de sol. El león se había arrastrado hasta la sombra de unas rocas, pero se irguió sobre sus patas temblorosas para verlos marchar.

—Nos seguirá —gimió Om —. Lo hacen. Durante kilómetros y kilómetros.

—Sobreviviremos.

—Ojalá tuviera tu confianza.

—Ah, pero es que yo tengo un Dios en el cual tener fe.

—No habrá más templos en ruinas.

—Habrá algo más.

—Y ni siquiera habrá serpiente que comer.

—Pero andaré con mi Dios.

—Pero tu Dios no es un aperitivo, que conste. Y además estás yendo en la dirección equivocada.

—No. Continúo alejándome de la costa.

—A eso me refería.

—¿Qué distancia puede recorrer un león con semejante herida de lanza?

—¿Qué tiene que ver eso con lo que te estaba diciendo?

—Todo.

Y, media hora después, una línea oscura sobre el desierto plateado por la luna, aparecieron las huellas.

—Los soldados pasaron por aquí. Ahora lo único que debemos hacer es seguir las huellas en sentido contrario.

Si partimos del sitio del que vienen, llegaremos al sitio al que vamos.

—¡Nunca lo conseguiremos!

—Viajamos ligeros.

—Oh, claro. Y ellos tenían que cargar con toda esa comida y agua que se veían obligados a transportar —dijo Om amargamente—. Qué afortunados somos al no tener ni comida ni agua.

Brutha miró a Vorbis. Ahora andaba sin necesidad de ayuda, con tal de que lo volvieras suavemente cada vez que necesitabas cambiar de dirección.

Pero hasta Om tuvo que admitir que las huellas resultaban reconfortantes. En cierta manera estaban vivas, de la misma manera en que un eco está vivo. Alguien había pasado por allí, no hacía mucho. Había otras personas en el mundo. Alguien, en algún lugar, estaba sobreviviendo.

O no. Cosa de una hora después se encontraron con un pequeño montículo junto a las huellas. Había un casco encima de él, y una espada hundida en la arena.

—Muchos soldados murieron por llegar aquí rápidamente — dijo Brutha.

Quien quiera que hubiese invertido un poco de tiempo en enterrar a sus muertos también había dibujado un símbolo en la arena del montículo. Brutha medio esperaba que fuese una tortuga, pero el viento del desierto no había llegado a borrar del todo el tosco contorno de un par de cuernos.

—No lo entiendo —dijo Om—. En el fondo no creen que yo exista, pero después van y ponen algo así encima de una tumba.

—Es difícil de explicar. Creo que es porque creen que ellos existen —repuso Brutha—. Es porque son personas, y él también lo era.

Sacó la espada de la arena.

—¿Para qué la quieres?

—Podría ser útil.

—¿Contra quién?

—Podría ser útil.

Una hora después el león, que cojeaba en pos de Brutha, también llegó a la tumba. Había vivido en el desierto durante dieciséis años, y la razón por la que había vivido tanto tiempo era que no había muerto, y no había muerto porque nunca le hacía ascos a las proteínas comestibles con las que se encontraba. Cavó.

Los humanos, en cambio, se empeñan en hacerles ascos a las proteínas comestibles desde que comenzaron a preguntarse quién había vivido en ellas.

Pero, pensándolo bien, puedes estar enterrado en sitios mucho peores que dentro de un león.

En las islas de roca había serpientes y lagartos. Probablemente muy nutritivos, cada uno era, a su manera, una auténtica explosión de sabores.

No había más agua.

Pero había plantas… más o menos. Parecían grupos de piedras, con la única diferencia de que algunas habían desarrollado una flor central que relucía con intensos rosas y púrpuras bajo la luz del amanecer.

—¿De dónde sacan el agua?

—Mares fósiles.

—¿Agua que se ha convertido en piedra?

—No. Agua que se filtró por el suelo hace miles de años y terminó acumulándose en la roca.

—¿Puedes llegar hasta ella cavando?

—No seas estúpido.

Los ojos de Brutha fueron de la flor a la isla de rocas más próxima.

—Miel —dijo.

—¿Qué?

Las abejas tenían una colmena en lo alto de uno de los lados del pináculo de roca. Sus zumbidos podían oírse desde el suelo. No había manera de subir hasta allí.

—Lástima. Era una buena idea —dijo Om.

El sol había subido por el cielo y las rocas ya estaban calientes al tacto.

—Descansa un poco —aconsejó Om bondadosamente—. Yo me mantendré en guardia.

—¿Contra qué?

—Me mantendré en guardia y lo averiguaré.

Brutha condujo a Vorbis hasta la sombra de un gran peñasco y lo empujó suavemente hacia el suelo. Después él también se acostó.

La sed todavía no era demasiado terrible. Había bebido hasta hacer glu-glu cuando caminaba. Más adelante, quizá encontraran una serpiente y… Cuando pensabas en lo que tenían algunas personas, la vida no estaba tan mal.

Vorbis yacía sobre el costado, sus ojos negro-sobre-negro clavados en el vacío.

Brutha intentó dormir.

Nunca había soñado. Didáctilos lo había encontrado fascinante. Alguien que se acordaba de todo y no soñaba tendría que pensar muy despacio, dijo. Imaginaos un corazón, [9] dijo, que fuera prácticamente todo memoria, y que apenas pudiera dedicar uno o dos latidos a las actividades cotidianas del pensar. Eso explicaría por qué Brutha movía los labios mientras pensaba.

Por lo tanto aquello no podía haber sido un sueño. Tenía que haber sido el sol.

Oyó la voz de Om en su cabeza. La tortuga parecía estar manteniendo una conversación con alguien a quien Brutha no podía oír. ¡Míos! ¡Largo de aquí! No. ¡Míos! ¡Los dos! ¡Míos! Brutha volvió la cabeza.

La tortuga estaba inmóvil en una hendidura entre dos rocas, con el cuello extendido y meciéndolo de un lado a otro. Había otro sonido, una especie de gimoteo producido por mosquitos, que iba y venía… y también había promesas dentro de la cabeza de Brutha.

Se sucedieron vertiginosamente unas a otras: rostros que le hablaban, siluetas, visiones de grandeza, momentos de oportunidad, tomándolo y llevándolo muy por encima del mundo, todo esto era suyo, podía hacer cualquier cosa, lo único que debía hacer era creer, en mí, en mí, en mí…

Una imagen cobró forma delante de él. Allí, encima de una piedra a su lado, había un cerdo asado rodeado de fruta, y una jarra de cerveza tan fría que el aire se estaba escarchando sobre sus lados.

¡Mío! Brutha parpadeó. Las voces se desvanecieron. La comida también.

Volvió a parpadear.

Había extrañas imágenes residuales, no vistas pero sentidas. Aunque su memoria era perfecta, Brutha no podía recordar lo que habían dicho las voces o cuáles habían sido las otras imágenes. Lo único que persistía era un recuerdo de cerdo asado y cerveza fría.

—Eso es porque no saben qué ofrecerte —dijo la voz de Om suavemente —. Por eso tratan de ofrecerte cualquier cosa. Generalmente empiezan con visiones de comida y gratificación carnal.

—Llegaron a la comida —dijo Brutha.

—Bueno, entonces menos mal que conseguí imponerme —dijo Om—. Quién sabe qué podrían haber conseguido con un joven como tú.

Brutha se irguió sobre los codos.

Vorbis no se había movido.

—¿Y también estaban tratando de llegar hasta él?

—Supongo. No dio resultado. Nada entra y nada sale.

Nunca había visto una mente tan centrada en sí misma.

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