Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

Alguien ya se había encontrado con aquel.

Su melena estaba enredada. Viejas cicatrices surcaban su pelaje. Se arrastró hacia Brutha, tirando penosamente de sus patas traseras inservibles.

—Está herido —dijo Brutha.

—Oh, estupendo. Y hay montones de carne en uno de estos bichos —dijo Om—. Un poco correosa, pero…

El león se desplomó, con la parrilla para tostadas que tenía por pecho subiendo y bajando convulsivamente.

Una lanza sobresalía de su flanco. Las moscas, que siempre son capaces de encontrar algo para comer en cualquier desierto, remontaron el vuelo en un enjambre.

Brutha bajó la espada. Om metió la cabeza en su concha.

—Oh, no —murmuró —. Veinte millones de personas en este mundo, y el único que cree en mí es un suicida…

—No podemos dejarlo tirado ahí —dijo Brutha.

—Podemos. Podemos. Es un león. A los leones se los deja en paz, ¿entiendes?

Brutha se arrodilló. El león abrió un ojo amarillo medio cubierto de costras. Estaba tan débil que ni siquiera podía morder a Brutha.

—Vas a morir, vas a morir. Y en este desierto no encontraré a nadie que crea en mí…

Los conocimientos de anatomía animal de Brutha eran rudimentarios. Aunque algunos de los exquisidores tenían un conocimiento realmente envidiable de los interiores del cuerpo humano que les está negado a aquellos a los que no se les permite abrirlo mientras todavía funciona, la medicina como tal no estaba muy bien vista en Omnia. Pero en algún lugar, en cada aldea, había alguien que oficialmente no ponía en su sitio los huesos rotos y que no sabía unas cuantas cosas sobre ciertas plantas, y que se mantenía fuera del alcance de la Quisición gracias a la frágil gratitud de sus pacientes. Y de esa manera cada campesino acababa adquiriendo una partícula de conocimiento. Un dolor de muelas agudo puede atravesar casi cualquier fe.

Brutha agarró el astil de la lanza. El león gruñó cuando Brutha la movió un poco.

—¿No puedes hablarle? —preguntó Brutha.

—Es un animal.

—Tú también. Podrías tratar de calmarlo. Porque si se pone nervioso…

Om se concentró.

De hecho la mente del león sólo contenía dolor, toda una nebulosa de dolor en expansión que se imponía incluso al hambre de fondo normal. Om trató de rodear el dolor y hacer que se disipara en un lento fluir… e intentó no pensar en lo que ocurriría si se iba. A juzgar por su aspecto, el león llevaba días sin comer.

El león gruñó cuando Brutha retiró la punta de la lanza.

—Omniana —dijo Brutha—. No llevaba mucho tiempo en su flanco. Debe de haberse encontrado con los soldados cuando iban a Efebia. Tienen que haber pasado cerca de aquí. —Arrancó otra tira de su túnica y trató de limpiar la herida.

—¡Queremos comérnoslo, no curarlo! —gritó Om—. ¿En qué estás pensando? ¿Crees que se mostrará agradecido?

—Quería que lo ayudaran.

—Y pronto querrá que le den de comer, ¿o es que no has pensado en eso?

—Me miraba de una manera patética.

—Probablemente nunca había visto una semana de comidas paseándose de un lado a otro encima de un par de piernas.

Lo de la semana de comidas no era verdad, reflexionó Om. Allí en el desierto, Brutha estaba perdiendo peso con la rapidez de un cubito de hielo. ¡Eso lo mantenía vivo! Aquel muchacho era un camello de dos patas.

Brutha fue hacia el montón de rocas, haciendo crujir los guijarros y los huesos que se removían bajo sus pies.

Los peñascos formaban un laberinto de cuevas y túneles medio abiertos. A juzgar por el olor, el león llevaba mucho tiempo viviendo allí, y había vomitado con bastante frecuencia.

Brutha contempló la cueva más próxima durante un rato.

—¿Qué hay de tan fascinante en el cubil de un león? —preguntó Om.

—La manera en que tiene escalones que bajan por él, creo —dijo Brutha.

Didáctilos podía sentir la presencia de la multitud. Llenaba el granero.

—¿Cuántos hay? —preguntó.

—¡Cientos! —dijo Urna—. ¡Hasta se han sentado en las vigas! Y… ¿maestro?

—¿Sí?

—¡Incluso hay uno o dos sacerdotes! ¡Y docenas de soldados!

—No te preocupes —dijo Simonía, reuniéndose con ellos encima de la plataforma improvisada con toneles de higos —. Son creyentes en la Tortuga, igual que tú. ¡Tenemos amigos en lugares inesperados!

—Pero yo no… —comenzó a decir Didáctilos débilmente.

—Aquí no hay nadie que no odie a la Iglesia con toda su alma —dijo Simonía.

—Pero eso no es…

—¡Sólo esperan a que alguien los guíe!

—Pero yo nunca…

—Sé que podemos contar contigo. Eres un hombre de razón. Urna, ven aquí. Hay un herrero al que quiero que conozcas…

Didáctilos volvió la cara hacia la multitud. Podía sentir el cálido silencio de sus miradas.

Cada gota tardaba minutos.

Era hipnótico. Brutha se encontró mirando fijamente cada gota en proceso de desarrollo. Era casi imposible verla crecer, pero llevaban miles de años creciendo y goteando.

—¿Cómo es posible? —preguntó Om.

—El agua se infiltra en el suelo después de las lluvias —dijo Brutha—. Se acumula en las rocas. ¿Es que los dioses no saben esas cosas?

—No necesitamos saberlas. — Om miró alrededor—. Vámonos. Odio este sitio.

—Sólo es un viejo templo. Aquí no hay nada.

—A eso me refería.

Estaba medio lleno de arena y escombros. La luz entraba a través de los agujeros del techo para caer sobre la pendiente por la que habían bajado. Brutha se preguntó cuántas de las rocas esculpidas por el viento en el desierto habían sido edificios en un lejano pasado. Aquel debía de haber sido enorme, quizá una gran torre. Y entonces había llegado el desierto.

Allí no había voces susurrantes. Hasta los dioses menores se mantenían alejados de los templos abandonados, por la misma razón por la que los humanos se mantienen alejados de los cementerios. El único ruido era el plink ocasional del agua.

Goteaba en un pequeño estanque delante de lo que parecía un altar, y desde allí había abierto un surco a lo largo de las losas del suelo que terminaba en un pozo redondo, el cual no parecía tener fondo. Había unas cuantas estatuas, todas ellas caídas: habían sido de proporciones bastante toscas y carentes de cualquier clase de detalle, cada una de ellas un modelo de barro hecho por un niño que después hubiera sido cincelado en granito. Los muros habían estado cubiertos de alguna clase de bajorrelieves, pero estos se habían desprendido salvo en unos cuantos sitios, donde mostraban extraños dibujos consistentes principalmente en tentáculos.

—¿Quiénes vivían aquí? —preguntó Brutha.

—No lo sé.

—¿A qué dios adoraban?

—No lo sé.

—Las estatuas están hechas de granito, pero no hay granito por aquí cerca.

—Entonces es que eran muy devotos. Lo trajeron de muy lejos.

—Y el bloque del altar está lleno de surcos.

—Ah. Eso quiere decir que eran extremadamente devotos. Serían para que se escurriera la sangre.

—¿De veras crees que hacían sacrificios humanos?

—¡No lo sé! ¡Quiero salir de aquí!

—¿Por qué? Hay agua y se está fresco…

—Porque… aquí vivía un dios. Un dios poderoso. Miles de humanos lo adoraban. Puedo sentirlo. ¿Sabes? Irradia de las paredes. Un Gran Dios. Poderosos eran sus dominios y magnífica era su palabra. Los ejércitos marchaban en su nombre y conquistaban y mataban. En fin, esa clase de cosas. Y ahora nadie, ni tú, ni yo, nadie, sabe siquiera quién era el dios o cómo se llamaba o qué aspecto tenía. Los leones beben en los lugares sagrados y esas cositas viscosas con ocho patas, hay una junto a tu pie, cómo se llaman, las que tienen antenas, se arrastran debajo del altar. ¿Lo entiendes ahora?

—No —dijo Brutha.

—¿No temes a la muerte? ¡Eres un humano! —Brutha pensó en ello. A unos metros de allí, Vorbis contemplaba el retazo de cielo.

—Está despierto. Sólo que no habla.

—¿Y qué más da que hable o esté callado? No te he preguntado por él.

—Bueno… a veces… cuando me toca catacumbas… Es la clase de sitio en que no puedes evitar… Quiero decir que con los cráneos y todas esas cosas… y el Libro dice…

—Cállate —dijo Om, con una nota de amargo triunfo en su voz —. No lo sabes. Eso es lo que impide que todos enloquezcan, la incertidumbre, ese vago presentimiento de que al final las cosas podrían salir bien después de todo. Pero para los dioses es distinto. Nosotros sabemos. ¿Conoces esa historia sobre el gorrión que entra volando en una habitación?

—No.

—Todo el mundo la conoce.

—Yo no.

—¿Eso de que la vida es como un gorrión que entra volando en una habitación? ¿Y que fuera sólo hay oscuridad? ¿Y el gorrión vuela a través de la habitación y sólo hay un instante de luz y calor?

—¿Hay alguna ventana abierta? —preguntó Brutha.

—¿No puedes imaginar qué se siente siendo ese gorrión, y sabiendo de la oscuridad? ¿Sabiendo que después no habrá nada que recordar, nunca, excepto ese único momento de luz?

—No.

—No, claro que no puedes. Pero eso es lo que se siente siendo un dios. Y este sitio… es un depósito de cadáveres.

Brutha recorrió con la mirada el viejo templo lleno de sombras.

—Sí, claro. ¿Y tú sabes lo que se siente siendo humano? —La cabeza de Om desapareció dentro de su concha por un instante, lo más cerca del encogimiento de hombros que podía llegar.

—¿En comparación con un dios? —dijo tras volver a sacar la cabeza—. Es fácil. Nace. Obedece unas cuantas reglas. Haz lo que te dicen que hagas. Muere. Olvida.

Brutha lo miró fijamente.

—¿Pasa algo? —Brutha meneó la cabeza. Después se levantó y fue hacia Vorbis.

El diácono había bebido agua de las manos ahuecadas de Brutha. Pero ahora había en él una extraña cualidad de desconexión. Vorbis andaba, bebía, respiraba. O algo lo hacía. Su cuerpo lo hacía. Los oscuros ojos se abrieron, pero no parecían estar contemplando nada que Brutha pudiera ver. No había ninguna sensación de que alguien estuviera mirando a través de ellos. Brutha estaba seguro de que si se iba, Vorbis seguiría sentado encima de las losas resquebrajadas hasta terminar desplomándose sin hacer ningún ruido. El cuerpo de Vorbis estaba presente, pero el paradero de su mente probablemente no fuese localizable en ningún atlas normal.

Era sólo que, aquí y ahora y muy de pronto, Brutha se sentía tan solo que incluso Vorbis era una buena compañía.

—¿Por qué pierdes el tiempo con él? ¡Ha hecho matar a miles de personas!

—Sí, pero quizá pensaba que tú querías que murieran.

—Yo nunca dije que quisiera eso.

—Te daba igual —dijo Brutha.

—Pero yo…

—¡Calla!

Om se quedó boquiabierto de puro asombro.

—Podrías haber ayudado a la gente —dijo Brutha —. Pero lo único que hiciste fue fanfarronear y rugir y tratar de asustarlos. Como… como un hombre que golpea a un burro con un palo. Pero personas como Vorbis hicieron que el palo llegara a ser tan eficiente que al final el burro ya sólo cree en el palo.

—Esa parábola necesita que la trabajes un poquito más —dijo Om agriamente.

—¡Estoy hablando de la vida real!

—Yo no tengo la culpa de que la gente no emplee como es debido…

—¡Sí que la tienes! ¡Si les llenas la mente de porquería sólo porque quieres que crean en ti, entonces tendrás la culpa de todo lo que hagan!

Brutha fulminó con la mirada a la tortuga y después, hecho una furia, fue al montón de escombros que dominaba un extremo del templo en ruinas. Empezó a hurgar en él.

—¿Qué estás buscando?

—Tendremos que llevar agua —dijo Brutha.

—No habrá ningún agua que llevar —dijo Om—. La gente se fue. La tierra se acabó, y la gente se acabó con ella. Se lo llevaron todo consigo. ¿Por qué molestarse en buscar?

Brutha no le prestó atención. Había algo debajo de las rocas y la arena.

—¿Por qué preocuparse por Vorbis? —gimoteó Om—. De todas maneras, dentro de cien años estará muerto.

Todos estaremos muertos.

Brutha tiró del trozo de cerámica curva, que cedió a su tirón, y resultó las dos terceras partes de un gran cuenco partido. Había sido casi tan ancho como los brazos extendidos de Brutha, pero estaba demasiado destrozado para que alguien se lo llevara como botín.

No servía para nada. Pero hubo un tiempo en el que había sido útil para algo. Había figuras talladas en relieve alrededor de su borde. Brutha las miró porque quería distraerse con algo mientras la voz de Om seguía hablando dentro de su cabeza.

Las figuras parecían más o menos humanas. Y estaban practicando su religión. Podías deducirlo por los cuchillos (si lo haces por un dios, entonces no es asesinato). En el centro del cuenco había una figura más grande, obviamente importante, alguna clase de dios por el que estaban haciendo lo que hacían…

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