Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—Vi que no te apartabas de Vorbis —dijo Urna—. Pensé que lo estabas protegiendo.

—Oh. Lo hacía. Lo hacía —dijo Simonía—. No quiero que nadie lo mate antes de que lo haga yo.

Didáctilos se envolvió en su toga y se estremeció.

El sol estaba atornillado a la cúpula color bronce del cielo. Brutha dormitaba en la cueva. En su rincón, Vorbis daba vueltas y manoteaba.

Om esperaba en la entrada de la cueva.

Esperaba expectantemente.

Esperaba con temor.

Y ellos vinieron.

Salieron de debajo de las piedras, y de las grietas entre las rocas. Brotaron de la arena y se destilaron a sí mismos a partir del cielo tembloroso. El aire se llenó con sus voces, tan tenues como los murmullos de los mosquitos.

Om se envaró.

El lenguaje en el que habló no se parecía en nada al lenguaje de los grandes dioses. Apenas si era un lenguaje.

Era una mera modulación de deseos y apetitos, sin sustantivos y con sólo unos cuantos verbos.

… Quiero…

Mío, replicó Om.

Había miles de ellos. Om era más fuerte, sí, tenía un creyente, pero ellos llenaban el cielo como langostas. El anhelo cayó sobre él con el peso del plomo caliente. La única ventaja, la única, era que los dioses menores no poseían el concepto del trabajo en común. Eso era un lujo que llegaba con la evolución.

… Quiero…

¡Mío!

El parloteo se convirtió en un gemido estridente.

Pero puedes quedarte con el otro, dijo Om.

… Duro, opaco, atrancado, limitado…

Lo sé, dijo Om. Pero este, ¡mío!

El grito psíquico resonó por el desierto. Los dioses menores huyeron.

Excepto uno.

Om ya se había dado cuenta de que en vez de revolotear con el enjambre de los demás, aquel dios menor se había limitado a permanecer suspendido encima de un trozo de hueso blanqueado por el sol. No había dicho nada.

Volvió su atención hacia ello. Tú. ¡Mío! Lo sé, dijo el dios menor. Conocía el habla, la auténtica habla divina, aunque la empleaba como si cada palabra hubiera tenido que ser trabajosamente izada dentro de un cubo desde el fondo del pozo de la memoria.

¿Quién eres?, preguntó Om. El dios menor se removió.

Hubo un tiempo en que había una ciudad, dijo el dios menor. No sólo una ciudad. Un imperio de ciudades. Yo, yo, yo recuerdo que había canales, y jardines. Había un lago. Tenían jardines flotantes en el lago, recuerdo. Yo, yo. Y había templos. Templos como tú sólo has visto en sueños. Grandes templos en lo alto de pirámides que llegaban al cielo. Miles fueron sacrificados. A la mayor gloria.

Om sintió náuseas. Aquello era algo más que un mero dios. Aquello era un dios menor que no siempre había sido pequeño…

¿Quién eras?

Y había templos. A mí, a mí, a mí. Templos como tú sólo has visto en sueños. Grandes templos en lo alto de pirámides que llegaban al cielo. La gloría de. Miles fueron sacrificados. A mí. A la mayor gloría.

Y había templos. A mí. A mí. A mí. A la mayor gloría. Tal gloria templos como tú puedas soñar. Grandes templos en pirámides sueños que llegaban al cielo. A mí, a mí. Sacrificados. Sueños. Miles fueron sacrificados. A mí a la mayor cielo gloria. ¿Eras su Dios?, logró preguntar Om. Miles fueron sacrificados. A la mayor gloria.

¿Puedes oírme?

Miles sacrificados a la mayor gloria. Yo, yo, yo. ¿Cuál era tu nombre?, gritó Om. ¿Nombre? Un viento caliente sopló sobre el desierto, cambiando de sitio unos cuantos granos de arena. El eco de un dios perdido fue barrido por el vendaval y se alejó, rodando locamente sobre sí mismo hasta perderse entre las arenas.

¿Quién eras?

No hubo respuesta.

Eso es lo que ocurre, pensó Om. Ser un dios menor era horrible, y el único consuelo era que apenas si te enterabas de lo horrible que era porque en realidad prácticamente no te enterabas de nada, pero en todo momento había algo que tal vez pudiera ser el germen de la esperanza, el conocimiento y la creencia de que algún día llegarías a ser más de lo que eras ahora.

Pero cuánto peor haber sido un dios, y ahora no ser más que un vago amasijo de recuerdos impulsado de un lado a otro sobre la arena en que se habían convertido las piedras desmoronadas de tus templos…

Om se volvió y, andando sobre sus cortas y rechonchas patas, volvió con paso decidido a la cueva hasta que llegó a la cabeza de Brutha, la cual embistió.

—¿Pash?

—Sólo comprobaba si aún estabas vivo.

—Fgfl.

—Pues sí, estás vivo.

Om volvió a su posición de vigilancia en la entrada de la cueva.

Se decía que había oasis en el desierto, pero nunca estaban en el mismo sitio dos veces. El desierto no podía ser cartografiado. Se comía a los que intentaban hacer mapas.

Igual que hacían los leones. Om se acordaba de ellos. Unas criaturas muy flacas, no como los leones de la sabana de Maravillolandia. Más lobo que león, más hiena que cualquiera de esas dos cosas. No valientes, pero con una especie de feroz y desgarbada cobardía que era mucho más peligrosa…

Leones.

Oh, cielos…

Tenía que encontrar leones.

Los leones bebían.

Brutha despertó cuando la luz de la tarde se arrastraba a través del desierto. Su boca sabía a serpiente.

Om le estaba empujando el pie con la cabeza.

—Venga, venga, que te estás perdiendo lo mejor del día.

—¿Hay algo de agua? —murmuró Brutha con voz pastosa.

—La habrá. A sólo ocho kilómetros de aquí. Hemos tenido una suerte realmente asombrosa.

Brutha se levantó. Cada músculo le dolía.

—¿Cómo lo sabes?

—Puedo sentirla. Soy un dios, ya sabes.

—Dijiste que sólo podías sentir las mentes. Om maldijo. Brutha no olvidaba las cosas.

—Es más complicado que eso —mintió Om—. Confía en mí. En marcha, ahora que todavía queda un poco de luz. Y no te olvides del señor Vorbis.

Vorbis se había hecho un ovillo. Miró a Brutha con ojos desenfocados y en cuanto este le ayudó, se puso en pie como un hombre que todavía está dormido.

—Me parece que quizá haya sido envenenado —dijo Brutha—. Hay criaturas marinas con aguijones. Y corales venenosos. No para de mover los labios, pero no consigo entender qué trata de decir.

—Tráetelo —dijo Om—. Tráetelo. Oh, sí.

—Anoche querías que lo abandonara —dijo Brutha.

—¿De veras? —dijo Om, irradiando inocencia con toda su concha—. Bueno, a lo mejor he estado en Ética.

He cambiado de parecer. Ahora veo que está con nosotros para un propósito. Nuestro viejo y querido Vorbis.

Cógelo.

Simonía y los dos filósofos estaban en lo alto del risco y, mirando más allá de las resecas tierras de labor de Omnia, contemplaban la roca distante de la Ciudadela. Al menos dos de ellos así lo hacían.

—Dame una palanca y un punto en el cual apoyarla, y cascaría ese lugar como si fuera un huevo —dijo Simonía mientras guiaba a Didáctilos a lo largo del estrecho sendero por el que estaban bajando.

—Parece grande —dijo Urna.

—¿Ves ese resplandor? Son las puertas.

—Parecen enormes.

—Estaba pensando en la embarcación —dijo Simonía—. La forma en que se movía, y… Algo así podría tirar abajo las puertas, ¿verdad?

—Tendrías que inundar el valle —dijo Urna.

—Si fuera sobre ruedas, quería decir.

—Ja, sí —dijo Urna sarcásticamente. Había sido un día muy largo —. Sí, en el caso de que yo pudiera disponer de una fragua y de media docena de herreros y de un montón de ayuda. ¿Ruedas? No hay problema. Pero…

—Habrá que ver qué se puede hacer —repuso Simonía.

El sol rozaba el horizonte cuando Brutha, su brazo alrededor de los hombros de Vorbis, llegó a la siguiente isla de rocas. Aquella era más grande que la de la serpiente. El viento había esculpido la piedra dándole formas delgadas e improbables que parecían dedos. Hasta había plantas creciendo en las rendijas de la roca.

—Aquí hay agua en algún sitio —dijo Brutha.

—Siempre hay agua, hasta en los peores desiertos —dijo Om—. Uno, oh, puede que dos litros de lluvia al año.

—Huelo algo —dijo Brutha, mientras sus pies dejaban de pisar arena y pasaban a hacer crujir la gravilla de caliza alrededor de los peñascos —. Algo que huele bastante mal.

—Levántame por encima de tu cabeza. Om examinó las rocas.

—Muy bien. Ahora vuelve a bajarme. Y ve hacia esa roca que parece… que parece tener un aspecto muy inesperado, realmente.

Brutha la miró.

—Pues sí que lo tiene —graznó pasados unos momentos —. Asombra pensar que ha sido esculpida por el viento.

—El dios del viento tiene mucho sentido del humor —dijo Om —. Aunque su humor es bastante básico.

Grandes lascas habían ido cayendo junto a la base de la roca con el paso de los años, formando una especie de rimero con, aquí y allá, orificios llenos de sombras.

—Ese olor… —comenzó Brutha.

—Probablemente animales que vienen a beber el agua —dijo Om.

El pie de Brutha chocó con algo blanco amarillento que salió despedido hacia las rocas, entre las que rebotó haciendo un ruido parecido al que produciría un saco de cocos. Los ecos se oyeron con toda claridad en el silencio asfixiante y vacío del desierto.

—¿Qué era eso?

—Decididamente no era un cráneo —mintió Om—. No te preocupes…

—¡Hay huesos por todas partes!

—¿Y? ¿Qué esperabas? ¡Esto es un desierto! ¡Aquí la gente muere! ¡Morirse es una ocupación muy popular en estos parajes!

Brutha cogió un hueso. Él era, como el mismo Brutha sabía muy bien, estúpido. Pero nadie roía sus propios huesos después de haber muerto.

—Om…

—¡Aquí hay agua! —gritó Om—. ¡La necesitamos! Pero… ¡Probablemente también habrá uno o dos inconvenientes!

—¿Qué clase de inconvenientes?

—¡De la clase peligros naturales!

—¿Como…?

—Bueno, ¿sabes qué son los leones? —dijo Om desesperadamente.

—¿Aquí hay leones?

—Bien… ligeramente.

¿Ligeramente leones?

—Sólo un león.

—Sólo un…

… generalmente es una criatura solitaria. Los más temibles son los machos viejos, a los que sus rivales más jóvenes obligan a buscar refugio en las regiones más inhóspitas. Son astutos y tienen muy mal carácter, y en su nueva y precaria vida le han perdido el miedo al hombre…

El recuerdo se fue soltando gradualmente de las cuerdas vocales de Brutha y se desvaneció.

—¿De esa clase? —concluyó Brutha.

—Una vez que haya comido ni se dará cuenta de que estamos ahí —dijo Om.

—¿Sí?

—Después se duermen.

—¿Después de haber comido? —Brutha miró a Vorbis, medio desplomado junto a una roca.

—¿Después de haber comido? —repitió.

—Le estaríamos haciendo un favor —dijo Om.

—¡Al león, sí! ¿Quieres usar a Vorbis como cebo?

—No va a sobrevivir al desierto. Y de todas maneras, él les ha hecho cosas mucho peores a miles de personas. Moriría por una buena causa.

—¿Una buena causa?

—A mí me gusta.

Hubo un gruñido, procedente de algún lugar entre las piedras. Sin que fuese muy fuerte, estaba claro que aquel sonido tenía tendones. Brutha retrocedió.

—¡Nosotros no arrojamos gente a los leones como si tal cosa!

—El lo hace.

—Sí. Yo no.

—De acuerdo. Subiremos a lo alto de una de esas piedras y cuando el león empiece con él, tú puedes partirle la cabeza con una roca. Probablemente sólo perderá un brazo o una pierna. Nunca los echará de menos.

—¡No! ¡No puedes hacerle eso a una persona sólo porque está indefensa!

—¿Sabes que no se me ocurre ningún momento mejor?

Hubo otro gruñido procedente del montón de rocas.

Sonó más próximo.

La mirada de Brutha recorrió desesperadamente los huesos dispersos. Entre ellos, medio escondida por los restos, había una espada. Era vieja, no estaba muy bien hecha y había sido mellada por la arena. Brutha la cogió cautelosamente, tomándola de la hoja.

—Por el otro extremo —dijo Om.

—¡Ya lo sé!

—¿Sabes usar una de esas cosas?

—¡No lo sé!

—Espero que seas uno de esos chicos que aprenden deprisa.

El león salió de su cubil lentamente.

Los leones del desierto, ya se ha dicho, no son como los leones de la sabana. Lo habían sido, cuando el gran desierto era una verde tierra boscosa. [7] Entonces había tiempo para pasar la mayor parte del día tumbado, posando majestuosamente entre uno y otro banquete de carne de cabra. [8] Pero los bosques se habían convertido en praderas y después las praderas se habían convertido en, bueno, imitaciones de praderas, y las cabras y las personas y, finalmente, incluso las ciudades, se fueron de allí.

Los leones se quedaron. Si estás lo bastante hambriento, siempre hay algo que comer. La gente seguía teniendo que cruzar el desierto. Había lagartos. Había serpientes. Como nicho ecológico no era gran cosa, pero los leones se aferraban a él con la rigidez insensata de un cadáver, que era en lo que se convertían prácticamente todas las personas que se encontraban con un león del desierto.

Autore(a)s: