Dioses menores (Mundodisco, #13) – Terry Pratchett

—¿Cuáles?

—¡Están hechos una maldita élite!

—¿No vivías allí arriba, entonces?

—No. Para eso tienes que ser un dios del trueno o algo por el estilo. Si quieres vivir en la parte alta, has de tener todo un rebaño de adoradores. Tienes que ser una personificación antropomórfica, una de esas cosas.

—¿Entonces no basta con ser un Gran Dios? —Bueno, aquello era el desierto. Y Brutha iba a morir.

—Supongo que ahora ya da igual que te lo cuente —masculló Om—. Dado que no vamos a sobrevivir… Verás, cada dios es un Gran Dios para alguien. Yo nunca quise ser tan grande. Un puñado de tribus, una ciudad o dos. No es mucho pedir, ¿verdad?

—Hay dos millones de personas en el imperio —dijo Brutha.

—Sí. No está mal, ¿eh? Al principio sólo tenía a un pastor que oía voces dentro de su cabeza, y terminé con dos millones de personas.

—Pero nunca hiciste nada con ellas —dijo Brutha.

—¿Como qué? —Bueno… decirles que no se mataran las unas a las otras, esa clase de cosas…

—La verdad es que nunca se me ocurrió. ¿Por qué hubiese debido decirles eso?

Brutha buscó algo que pudiera influir sobre la psicología divina.

—Bueno, si las personas no se mataran las unas a las otras, entonces habría más personas que podrían creer en ti —sugirió.

—En eso tienes razón —admitió Om—. Una observación interesante. Muy astuta.

Brutha siguió andando en silencio. Un resplandor de escarcha relucía sobre las dunas.

—¿Has oído hablar alguna vez de la Ética?

—Eso queda por Maravillolandia, ¿verdad?

—Los efebianos estaban muy interesados en ella.

—Probablemente pensaban invadirla.

—Parecían pensar muchísimo en ella.

—Una estrategia a largo plazo, quizá.

—Pero no creo que sea un lugar. Tiene más que ver con cómo vive la gente.

—¿Te refieres a gandulear todo el día mientras los esclavos hacen el trabajo? Oye, cuando veas a una pandilla de desgraciados que pierden el tiempo hablando de la verdad y la belleza y la mejor manera de atacar la Ética, puedes apostar tus sandalias a que es porque docenas de otros pobres desgraciados están haciendo todo el trabajo mientras esos tipos viven como…

—¿… dioses? —dijo Brutha. Hubo un silencio terrible.

—Iba a decir reyes —murmuró Om en tono de reproche.

—Suena un poco como lo que hacen los dioses.

—Reyes —dijo Om enfáticamente.

—¿Por qué la gente necesita dioses? —insistió Brutha.

—Oh, has de tener dioses —dijo Om, entre jovial y categórico.

—Pero son los dioses los que necesitan a la gente —dijo Brutha—. Para lo del creer. Tú mismo lo dijiste.

Om titubeó.

—Bueno, sí —dijo —. Pero la gente tiene que creer en algo. ¿Sí? Quiero decir que de otra manera, ¿por qué truena?

—El trueno —dijo Brutha, y los ojos se le vidriaron ligeramente— No sé… El trueno es causado por las nubes cuando chocan unas con otras. Después de que haya caído el rayo aparece un agujero en el aire, y de esta manera el sonido es engendrado por las nubes cuando se apresuran a llenar el agujero y colisionan, de acuerdo con estrictos principios cumulodinámicos.

—Cuando citas se te pone la voz rara —dijo Om—. ¿Qué significa engendrado?

—No lo sé. Nadie me enseñó un diccionario.

—Y de todas maneras, eso sólo es una explicación —dijo Om—. No es una razón.

—Mi abuela me dijo que el trueno era causado por el Gran Dios Om cuando se quitaba las sandalias —dijo Brutha—. Aquel día estaba un poquito rara. Casi sonrió.

—Metafóricamente preciso —dijo Om—. Pero nunca hice los truenos. Hay ciertas demarcaciones, ¿comprendes? El dichoso Tengo-un-martillo-enorme Ciego Io hace todos los truenos desde la parte alta.

—Creía haberte oído decir que había centenares de dioses del trueno —dijo Brutha.

—Sí. Y él es todos ellos. Racionalización. Un par de tribus se unen y ambas tienen un dios del trueno, ¿de acuerdo? Y digamos que entonces los dioses se confunden el uno con el otro. ¿Has visto cómo se dividen las amebas?

—No.

—Bueno, pues se hace así sólo que al revés.

—Sigo sin entender cómo un dios puede ser un centenar de dioses del trueno. No hay dos que se parezcan…

—Narices postizas.

—¿Qué?

—Y distintas voces. Da la casualidad de que sé que tiene setenta martillos distintos. Eso no es del dominio público, claro. Y con las diosas madres sucede lo mismo. Sólo hay una de ellas. Lo que pasa es que tiene un montón de pelucas, y naturalmente es asombroso lo que puedes llegar a hacer con un sostén provisto de unos buenos rellenos.

En el desierto reinaba un silencio absoluto. Las estrellas, ligeramente difuminadas por la humedad de las alturas, eran diminutas lentejuelas inmóviles.

Muy lejos yendo en dirección a lo que la Iglesia llamaba el Polo Superior, y que para la mente de Brutha estaba empezando a ser el Cubo, el cielo parpadeó.

Brutha puso en el suelo a Om y depositó a Vorbis encima de la arena.

Silencio absoluto.

Nada en kilómetros a la redonda, aparte de lo que Brutha había traído consigo. Así era como tenían que haberse sentido los profetas, cuando iban al desierto para encontrar… lo que fuera que encontraban, y hablar con…

quienquiera que hablaran.

—La gente tiene que creer en algo —le oyó decir a Om en un tono ligeramente malhumorado —. Y ya puestos, que crean en los dioses. ¿Qué más hay?

Brutha rió.

—¿Sabes una cosa? —dijo —. Me parece que ya no creo en nada.

—¡Excepto en mí!

—Oh, sé qué existes —dijo Brutha, y sintió que Om se relajaba un poco —. Hay algo en las tortugas que…

Bueno, puedo creer en ellas. Parecen tener un montón de existencia en un solo sitio. Es con los dioses en general con lo que estoy teniendo problemas.

—Mira, si la gente deja de creer en los dioses, entonces creerán en cualquier cosa —dijo Om—. Creerán en la bola de vapor del joven Urna. Absolutamente cualquier cosa.

—Hmmm.

Un resplandor verde en el cielo indicó que la claridad del amanecer estaba persiguiendo desesperadamente a su sol.

Vorbis gimió.

—No sé por qué no despierta —dijo Brutha—. No le encuentro ningún hueso roto.

—¿Cómo lo sabes?

—Uno de los pergaminos efebianos sólo hablaba de huesos. ¿No puedes hacer algo por él?

—¿Por qué? —Eres un dios.

—Bueno, sí. Si estuviera lo bastante fuerte, probablemente podría darle con un rayo.

—Creía que los rayos los hacía lo.

—No, sólo el trueno. Se te permite hacer todos los rayos que quieras, pero el trueno tienes que subcontratarlo.

El horizonte se había convertido en una gruesa banda dorada.

—¿Y la lluvia? —preguntó Brutha—. ¿Qué me dices de hacer algo útil?

Una línea plateada apareció debajo del oro. La luz del sol venía corriendo hacia Brutha.

—Esa observación ha sido francamente hiriente —dijo la tortuga—. Era una observación calculada para hacer daño.

Bajo la claridad que se intensificaba rápidamente, Brutha vio una de las islas de rocas a poca distancia de ellos.

Sus pilares erosionados por la arena no ofrecían nada más que sombra, pero la sombra, siempre disponible en grandes cantidades en las profundidades de la Ciudadela, escaseaba bastante en el desierto.

—¿Cuevas? —preguntó Brutha.

—Serpientes.

—Pero ¿aun así cuevas?

—En conjunción con serpientes.

—¿Serpientes venenosas?

—Adivina.

El Bote Anónimo seguía adelante, impulsado por el viento que llenaba la túnica de Urna atada a un mástil hecho con trozos de la armazón de la esfera atados entre sí mediante los cordones de las sandalias de Simonía.

—Creo que ya sé qué fue lo que falló —dijo Urna—. Un mero problema de exceso de velocidad.

—¿Exceso de velocidad? ¡Nos salimos del agua! —dijo Simonía.

—Necesita alguna clase de mecanismo de dirección —dijo Urna, arañando un diseño en el costado de la embarcación—. Algo que abriera la válvula en el caso de que hubiese demasiado vapor. Creo que podría hacer algo con un par de bolas en rotación.

—Tiene gracia que digas eso —murmuró Didáctilos—. Cuando sentí que salíamos del agua y la esfera estalló, juraría que noté cómo mis…

—¡Ese maldito trasto casi nos mata! —dijo Simonía.

—Así el próximo será mejor —dijo Urna alegremente mientras contemplaba la lejana orilla—. ¿Por qué no desembarcamos en algún lugar de por aquí? —preguntó después.

—¿En la costa desierta? —dijo Simonía—. ¿Para qué? Nada que comer y nada que beber, y además es muy fácil perderse. Omnia es el único destino en el viento. Podemos desembarcar a este lado de la ciudad. Conozco gente. Y esa gente conoce a otra gente. Por toda Omnia, hay gente que conoce a gente. Gente que cree en la Tortuga.

—Sabes, nunca tuve intención de que la gente creyera en la Tortuga —dijo Didáctilos con abatimiento —. No es más que una tortuga muy grande. Existe y punto. Son cosas que pasan. No creo que a la Tortuga le importe un pimiento. Simplemente pensé que sería una buena idea poner las cosas por escrito y explicarlas un poco.

—Algunos pasaban la noche en vela montando guardia mientras otros hacían copias —dijo Simonía sin prestarle atención—. ¡Pasándoselas de mano en mano! ¡Cada uno hacía una copia y la pasaba! ¡Como un incendio clandestino que se va extendiendo cada vez más!

—¿Estamos hablando de montones de copias? —preguntó Didáctilos cautelosamente.

—¡Centenares! ¡Millares!

—Supongo que ya es demasiado tarde para solicitar, digamos, un cinco por ciento en concepto de derechos —dijo Didáctilos, poniendo cara esperanzada por un momento —. No. Probablemente no habría manera de arreglarlo, claro. No. Olvida que lo he preguntado.

Varios peces voladores brincaban entre las olas, perseguidos por un delfín.

—No puedo evitar sentir un poco de pena por el joven Brutha —dijo Didáctilos.

—Los sacerdotes nunca son imprescindibles —observó Simonía—. Hay demasiados.

—Tenía todos nuestros libros —dijo Urna.

—Con todo ese conocimiento dentro de él, probablemente flotará —dijo Didáctilos.

—Y de todas maneras estaba loco —repuso Simonía—. Vi cómo le hablaba en susurros a esa tortuga.

—Ojalá aún la tuviéramos. Esos bichos son muy sabrosos —dijo Didáctilos.

Como cueva no era gran cosa, meramente una profunda oquedad tallada por los incesantes vientos del desierto y, hacía mucho tiempo, incluso por el agua. Pero bastaba.

Brutha se arrodilló sobre el suelo de piedra y levantó la roca por encima de su cabeza.

Le zumbaban los oídos y sus globos oculares parecían estar flotando en arena. Ni una gota de agua desde el ocaso y nada de comida desde hacía cien años. Tenía que hacerlo.

—Lo siento —dijo, y bajó la roca.

La serpiente no le había quitado los ojos de encima, pero su torpor de primera hora de la mañana impidió que esquivara el golpe. El chasquido fue un sonido que Brutha sabía su conciencia le obligaría a volver a escuchar una y otra vez.

—Bravo —dijo Om junto a él—. Ahora quítale la piel, y no desperdicies los jugos. Y guarda la piel.

—Yo no quería hacerlo —replicó Brutha.

—Míralo de esta manera —dijo Om—. Si hubieras entrado en la cueva sin mí para avisarte, ahora estarías yaciendo en el suelo con un pie del tamaño de un armario ropero. Házselo a los demás antes de que ellos te lo hagan a ti.

—Ni siquiera era una serpiente muy grande —repuso Brutha.

—Y después mientras te estás retorciendo en una agonía indescriptible, te imaginas todas las cosas que le habrías hecho a esa maldita serpiente si ella no hubiese dado primero —dijo Om—. Bueno, tu deseo ha sido concedido. No le des nada a Vorbis —añadió.

—Tiene mucha fiebre. No para de murmurar.

—¿De veras piensas que podrás llevarlo de vuelta a la Ciudadela y que te creerán? —preguntó Om.

—El hermano Nhumrod siempre decía que yo no sabía mentir — dijo Brutha. Golpeó una roca contra la pared para crear un tosco filo y empezó a desmembrar a la serpiente con mucho cuidado—. Y de todas maneras, es lo único que puedo hacer. Yo nunca podría dejarlo aquí.

—Sí que podrías —dijo Om.

—¿Para que muriera en el desierto?

—Sí. Es fácil. Mucho más fácil que no dejarlo para que muera en el desierto.

—No.

—Así es como hacen las cosas en Ética, ¿verdad? —preguntó Om sarcásticamente.

—No lo sé. Es como voy a hacerlas yo.

El Bote Anónimo se mecía en un pequeño estuario entre las rocas. Más allá de la playa había un acantilado no muy alto. Simonía bajó por él hasta llegar al sitio en el que los filósofos se habían resguardado del viento.

—Conozco esta área —dijo —. Estamos a pocos kilómetros de la aldea en la que vive un amigo. Ahora ya sólo tenemos que esperar a que anochezca.

—Omnia la conquistó hace quince años —dijo Didáctilos.

—Exacto. Mi tierra —coincidió Simonía—. Por aquel entonces yo sólo era un niño. Pero nunca lo olvidaré. Ni otros tampoco. Hay mucha gente que tiene alguna razón para odiar a la Iglesia.

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